Francisco Ortiz Pinchetti
25/12/2015 - 12:00 am
Pavadas navideñas
En mi familia no era posible concebir una Navidad o un Año Nuevo sin que el pavo estuviera presente en el menú, como lo estaba en calidad de personaje de la temporada en las inolvidables “pavadas” de los cartones de Abel Quezada en Excelsíor todas las mañanas. La primera de esas festividades solíamos celebrarla en la casa de mis abuelos maternos, con todos los tíos y primos que integrábamos el clan de los Pinchetti. Para los chicos, el gran atractivo era el reparto de regalos que invariablemente, por lo contrario, dejaba insatisfechos a los adultos.
Todos mis recuerdos infantiles acerca de la Navidad y el Año Nuevo se me agolparon de pronto al toparme en Internet, casualmente, con una fotografía (por supuesto en blanco y negro) en la que unos campesinos ensarapados, con sombrero de palma y huaraches, llevan una suerte de recua de guajolotes por una avenida de la Ciudad de México, en los años cincuenta. La escena era relativamente común en aquellos tiempos. Esos hombres venían cada mes de noviembre o principios de diciembre desde poblados más o menos cercanos a la capital para vender sus animales. Iban por las calles de colonias como la Cuauhtémoc, donde yo vivía, pregonando su oferta. “¡Guajolotes vivos!”, gritaban. “¡Pípilas!” Arriaban a las aves con una especie de látigo formado por una vara y un mecate. Eran los mismos que en otras épocas del año traían con el mismo sistema de arreo güilotas u otras aves domésticas comestibles. Tengo claro el pregón: “¡chichicuilotiiitos vivooos!”.
Muchas familias clasemedieras como la mía acostumbraban comprar la pípila o el guajolote que habrían de despacharse en las cenas de Nochebuena o de fin de año. Adquirían vivo al animal y tenían dos o tres semanas para engordarlo, antes de su sacrificio inevitable, en algún improvisado corral del traspatio de la casa. La preparación culinaria era muy variable –incluido el tradicional mole de guajolote—, pero prevalecían como ahora las recetas que incluían el horneado, un tanto al estilo europeo o estadunidense de preparar el pavo navideño. Vale recordar que el guajolote es un ave originaria de México y criada de manera doméstica para su consumo por los mayas mucho antes que por los mexicas, que le llamaban huexolotl. Cuando los conquistadores lo llevaron a Europa adoptó el nombre de pavo y adquirió categoría de manjar, platillo predilecto precisamente para estas fiestas decembrinas en países como España, Italia o Alemania.
En mi familia no era posible concebir una Navidad o un Año Nuevo sin que el pavo estuviera presente en el menú, como lo estaba en calidad de personaje de la temporada en las inolvidables “pavadas” de los cartones de Abel Quezada en Excelsíor todas las mañanas. La primera de esas festividades solíamos celebrarla en la casa de mis abuelos maternos, con todos los tíos y primos que integrábamos el clan de los Pinchetti. Para los chicos, el gran atractivo era el reparto de regalos que invariablemente, por lo contrario, dejaba insatisfechos a los adultos. Lo máximo eran los juguetes que repartía el tío Enrico, que una vez se aventó la puntada de llevarle a cada uno de nosotros un auto a escala de pilas alemán, marca Schuco, ¡de velocidades!
En la cena del último del año, en cambio, mi padre oficiaba sólo. Era su fiesta: personalmente compraba en las tiendas de ultramarinos del centro el queso, el salami, las aceitunas negras y las angulas para el entremés que él mismo disponía en cada lugar de la mesa, así como las nueces, castañas y frutas secas que formaban un adorno de centro en torno a la cual nos sentábamos exclusivamente con él los cinco hijos y mi madre, a quien correspondía por cierto el honor de preparar el pavo al horno, pero con un relleno elaborado conforme a una receta de mi abuelo italiano, Humberto Pinchetti, a base de salami, menudencias y pan molido cuyo sabor único nunca se me ha olvidado y definitivamente no se me olvidará.
Además de esas cenas maravillosas, la Navidad de mis recuerdos incluye por supuesto la iluminación del centro de la ciudad, que en tiempos del regente Ernesto P. Uruchurtu llegó a cubrir no solo los edificios que rodean a la Plaza de la Constitución, como ahora, sino toda la avenida Juárez, el paseo de la Reforma, Insurgentes, San Juan de Letrán, Madero, Cinco de Mayo, Bolívar, Isabel La Católica, la Alameda central. Tan era otro México que a instancias del periódico Excélsior se llegó a la aberración de recibir el Año Nuevo con las luces de todos los edificios encendidas, convertida así la capital con tal derroche en una nueva Ciudad Luz.
Recuerdo también las grandes tiendas departamentales del centro, El Palacio de Hierro, Al puerto de Veracruz, El puerto de Liverpool, Astor, El Centro Mercantil, pletóricas de luz y de compradores compulsivos que atiborraban las escaleras eléctricas, los elevadores y los accesos con enormes bultos de regalos. Los aparadores atiborrados de mercancías y motivos decembrinos. Y en las esquinas, con su anafre y su comal, las vendedoras de castañas asadas.
“¡Castaña asada, castaña!”, ofrecían por docena en medio de la noche gélida y el incipiente fragor de los autos y tranvías que circulaban por las calles principales. Los adornos y vendimia de la Alameda, donde apenas asomaban algunos Santaclós con su respectivo fotógrafo. Imperdible era el aparador de la H. Steele y Cía., en avenida Juárez y Balderas, donde un taller completo de figuras mecánicas con movimiento se dedicaba a la fabricación de los juguetes.
Y, claro, el histórico Santa Clós de Sears, en la esquina de Insurgentes Sur y San Luis Potosí, en la colonia Roma, que con sus carcajadas y sus movimientos de cintura embelesó a los chiquillos desde 1955 hasta hace pocos años. Ya no está. Tampoco se ven por las calles las parvadas de guajolotes que vaticinaban la llegada de los días más felices del año. Válgame.
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