Alma Delia Murillo
19/12/2015 - 8:45 am
El rojo de mi sangre en Tinder
Cuando apareció la foto del señor J.I. la señorita B deslizó su dedo a la derecha en la pantalla del móvil, lo encontró interesante y con pinta de hombre que sabe lo que quiere, uno de esos a los que cualquiera condecoraría con la insignia de buen partido.
Una soledad adentro. Otra soledad afuera. La mayor soledad está en la puerta.
Roberto Juarroz
Es 29 de agosto y la señorita B no se resigna.
Acaso la no resignación sea lo que define su manera de estar en la vida: esforzada, decidida, siempre dispuesta a dar el siguiente paso.
Abrir una cuenta en Tinder es inofensivo y divertido, tienes que hacerlo; le había dicho alguien a quien alguien le dijo lo mismo.
Cuando apareció la foto del señor J.I. la señorita B deslizó su dedo a la derecha en la pantalla del móvil, lo encontró interesante y con pinta de hombre que sabe lo que quiere, uno de esos a los que cualquiera condecoraría con la insignia de buen partido. Al día siguiente se tomaron un café y cuatro días después el cielo se había abierto, el búnker de la soledad los había liberado y el amor no era sólo un algoritmo digital sin rostro: la señorita B con su piel blanca, sus ojos rasgados y su vida de bailarina clásica era real; el señor J.I. con ese aire de culto ejecutivo y profesor universitario también correspondía a la fotografía del perfil. ¡Milagro! Cupido había hecho bien su trabajo. Los mensajes de Jota en el chat rápidamente se convirtieron en feroces declaraciones románticas tejidas entre te quieros, soy un hombre de todo o nada y eres la mujer perfecta. B intentó, débilmente, filtrar un gramo de cordura aclarando que no era perfecta sino humana, recordándole al señor J.I. que ambos eran adultos rondando los cuarenta.
Pero si el amor es ciego la soledad es una bestia mitológica sin ojos, sorda, muda y con una voracidad de alcances insospechados.
El 7 de septiembre los teléfonos vibraron entregando mensajes con declaraciones kamikaze: me voy a morir amándote y a tu lado, me voy a morir entre tus brazos. Bendito software, bendita red, bendita distopía digital. Encontrar un amor así entre más de treinta millones de personas en Tinder tiene que ser providencial, mágico o, como lo llamó el señor J.I., producto de una vibración superior a la que él estaba conectado gracias a su poder de comunicación con los muertos. Abrieron sus almas sin pudor para mostrarse las heridas más profundas, B le habló de la muerte de su hermana como el episodio más doloroso de su existencia y el señor J.I. compartió algo sobre la pérdida de su padre y el terrible suicidio de su hermana gemela.
Los días volaron entre encuentros vespertinos y nocturnos en casa de él o de ella que conseguían haciendo esfuerzos titánicos para organizar sus respectivas agendas dictadas al ritmo de trabajos muy demandantes.
El 11 de septiembre B cometió un error crítico a los ojos de Jota: dijo que estaba considerando, a mediano plazo, mudarse a vivir a una ciudad fuera del D.F.
El señor J.I. la llamó desleal como quien llama hereje a un condenado frente al patíbulo de la Santa Inquisición y anunció su retirada.
Todo se acabó. Fuiste desleal al pensar en dejar esta ciudad sin mí, no viste el tamaño de mi amor, ni la luz de mi poder, ni el rojo de mi sangre.
B suplicó perdón, pidió la oportunidad de aclarar que la mudanza era sólo una idea improbable. Le tomó veinticuatro horas de llanto y migraña electrizante hasta que Jota quiso ser magnánimo –según su propia y grandilocuente adjetivación y concedió el perdón. No sin antes hacerle saber a B que la noche del desencuentro él ya reactivaba su perfil de Tinder pues el duelo por ella estaba hecho y debía buscar a la persona adecuada para recibir las vibraciones de su amor divino.
La reconciliación concedió siete días más de pasión desbordada. El señor J.I. le entregó un costoso dije en forma de llave como quien entrega un anillo de compromiso y se declaró rendido ante la señorita B llamándola mi Cleopatra, mi alma gemela, tú y yo debemos fundirnos más allá de la muerte pues esta mañana encontré –en una chaqueta que nunca uso, una carta de mi difunto padre, el mensaje es claro: lo nuestro es inmortal.
Y ella se entregó anestesiada, ansiosa por dejar de ser una mujer sola.
Fueron siete cabalísticos días más hasta que, el 19 de septiembre, B decidió parar gracias a un arranque de cordura que le vino al escuchar a Jota diciendo que una aparición como el fantasma de Hamlet pero de la hermana de B, se había comunicado con él. No, nadie podía transgredir así el respeto sagrado por los muertos, nadie con suficiente equilibrio mental podía hablar como este hombre hablaba, nadie debía valerse de algo tan doloroso para alimentar su mitomanía.
Los 30 millones de personas que se han registrado en Tinder echan un vistazo en conjunto a 1,200 millones de prospectos al día; eso es 14,000 por segundo. Y no están sólo mirando: Tinder facilita casi 14 millones de encuentros románticos cada 24 horas. (Revista Forbes, enero 2015)
Ella, uno de esos treinta millones de usuarios, le regresó la llave a Jota quien de inmediato se la regaló a su madre.
El perturbador epílogo vino cuando B le contó su historia a una conocida llamada C y esta le comprobó que también conoció al señor J.I., habían sido novios en la universidad. El Jota de entonces le pidió matrimonio pero luego canceló el compromiso pues había tenido una visión: el espíritu de su hermana gemela (fue cáncer y no suicidio la causa de muerte en aquella versión) le había dicho que no se casara. La familia de C buscó a la familia de Jota, los padres de este, avergonzados, tuvieron que admitir que nunca existió una gemela.
Así fue como C devolvió el anillo de compromiso tal como B devolvió la llave, ninguna de las dos vibraba en la psicosis necesaria para seguir con la locura de J.I.
Tinder: amigos, citas, relaciones y todo lo que quepa en medio reza el eslogan en el portal de la red. ¿No es escalofriante pensar que apenas vislumbramos el abismo que se espesa, precisamente, en todo lo que cabe en el medio?
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