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Tomás Calvillo Unna

09/12/2015 - 12:00 am

Las entrañas de la incertidumbre

La mayoría de las tradiciones religiosas conservan caminos de conocimiento, logrados a partir de prácticas precisas, ajenas incluso a la retórica que las envuelve. Las iglesias suelen asumir no sólo dicho conocimiento sino incluso su propiedad exclusiva a partir de discursos de poder (cargados de las condiciones históricas en que se desenvuelven) suelen impedir la […]

La mayoría de las tradiciones religiosas conservan caminos de conocimiento, logrados a partir de prácticas precisas, ajenas incluso a la retórica que las envuelve.

Las iglesias suelen asumir no sólo dicho conocimiento sino incluso su propiedad exclusiva a partir de discursos de poder (cargados de las condiciones históricas en que se desenvuelven) suelen impedir la experiencia de esos conocimientos, los cuales pueden definirse como espirituales y que en este caso es mejor nombrarlos como parte de la cultura de la interioridad.

El carácter de esta experiencia, expresado en la mayoría de la tradiciones occidentales y orientales, es su universalidad, al compartir por un lado; el respeto y tolerancia por los demás, por los otros, distintos y semejantes; la vinculación e incluso adoración por la naturaleza, con quien se dialoga de formas diversas; y el anhelo de entender la fugacidad y su relación con conceptos como la trascendencia.

En realidad esas prácticas son una forma de la densidad del ser, un ancla en los océanos de la existencia. De ellas surgieron desde pedagogías hasta filosofías políticas, que han orientado el visor cultural que dio origen a la modernidad misma.

No obstante hoy en día ante la hegemonía de la imagen convertida en una suerte de evaporación continúa de la realidad, dichas prácticas son más que necesarias para tocar tierra y recuperar un espacio y un tiempo extraviados en el marasmo del estallido tecnológico, convertido en bien común de la desconexión colectiva creciente.

La sociedad de la adición electrónica no tiene para cuando contener su embriaguez de datos y conexiones, de deseos y su materialización, de control y dominio de todo aquello que esté al alcance de sus manos.

La democracia ha sido paradójicamente su gran acompañante, e incluso una de sus principales promotoras; su otra cara inseparable, como una dualidad encarnada, es la violencia. Desde el imperio cuya sofisticación la vuelve objeto de veneración con drones militares que aniquilan a los enemigos elegidos y sus víctimas colaterales, hasta la violencia trasmitida por redes como ejemplo de impunidad brutal de narcos y terroristas.

En estos relatos, son los grandes corporativos quienes eligen dónde se reconoce esta barbarie contemporánea y se le resiste, y dónde se le olvida: con los dolores que se jerarquizan, según la ciudad, el país, la religión, para consumirse en una sociedad solidaria por minutos e incapaz de poder modificar el guion de una historia que desnuda a la barbarie de la tecnología contemporánea, y a sus adoradores y usuarios que cada vez somos más: una mayoría ya no silenciosa pero sí más impotente e incapaz.

Esta es una de las profundas contradicciones contemporáneas, como lo es también la sociedad democrática autista de su propia atmósfera cultural que la sostiene.

Ante esa absorción desencadenada, ciertamente desde hace siglos, tal vez desde el XV cuando Europa emprendió la exploración de los mares; hasta su vuelta de tuerca con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la bomba atómica, y la disputa territorial de la mente donde la ideología política fracasó en la experiencia soviética dejando libre el campo al capitalismo del consumo sin fronteras de ningún tipo; ante todo ello, uno de los valores que han perdurado es sin duda la práctica de técnicas de interioridad que pueden ayudar a encontrar un mejor balance individual y colectivo en medio de esta avalancha, que por un lado, advierte el potencial de la creatividad, y por otro amenaza con el aniquilamiento de la cordura, el sentido común y la convivencia.

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