Alma Delia Murillo
05/12/2015 - 12:00 am
Yo, adicta al celular
¿Lo han visto? Sé que sí, me refiero a esa imagen que tal vez ahora mismo presencian y que pasará a la historia como la más icónica de nuestro tiempo: gente con la cabeza clavada sobre el teléfono, avestruces on-line, máquinas de buscar notificaciones de correo no leído, nuevos likes, mensajes en Twitter o menciones […]
¿Lo han visto? Sé que sí, me refiero a esa imagen que tal vez ahora mismo presencian y que pasará a la historia como la más icónica de nuestro tiempo: gente con la cabeza clavada sobre el teléfono, avestruces on-line, máquinas de buscar notificaciones de correo no leído, nuevos likes, mensajes en Twitter o menciones en un comentario. También sé que es irrelevante y que las lamentaciones sobre el poderío digital resultan de lo más anticlimáticas pero así será por muchos años, créanme.
Sentada en la cafetería de siempre y contemplando la histeria colectiva de la que yo también formaba parte pues consultaba la pantalla de mi celular por la vez número 75 ese día –se sorprenderían si contaran las veces que revisan ese personalísimo y toral centro de operaciones de nuestras vidas– volví a pensar o a sentir ¿se siente o se piensa cuando una certeza tajante se nomina a sí misma con las palabras justas y nace de una contracción en el abdomen?
Volví a sentir. Esto es una ilusión, un infantilismo como tantos otros, no necesito –necesse = inevitable en latín– un teléfono celular. Nadie lo necessita como algo inexorable. Entonces ocurrió la brujería, la sincronía del Cosmos, el pedestre y ordinario accidente: se me cayó.
Juro que fue sin querer queriendo, el aparato empicó del primer al segundo piso de la atiborrada cafetería y lo vi descender en cámara lenta hasta que emitió ese ruido seco de los objetos sólidos cuando se estrellan contra un piso de madera. Se hizo medio minuto de silencio.
Ah.
La gente me miró con compasión. No he sentido esa mirada comprensiva y un pelín bondadosa ni al caer yo misma durante alguna de mis carreras matutinas y dejar la piel de las rodillas y la dignidad sobre el pavimento. Me levanté de la silla sintiendo legiones de ojos que se clavaban sobre mí. Lenta y ceremoniosa, como suelo comportarme cuando estoy avergonzada, caminé hacia el pasillo y descendí uno a uno los escalones hasta llegar a la planta baja, me agaché –procurando que mi movimiento tuviera cierta gracia como esa flexión de las bailarinas de clásico cuando hacen el grand-plié– y levanté el moribundo aparato. Piqué uno y otro botón con un poco de desesperación y otro tanto de torpeza y me di por vencida. Regresé a mi mesa, lo guardé en el bolso y seguí con lo mío que era lo de siempre: pelear con algún texto inconcluso.
Esa noche soñé que hablaba con caballos en una animada fiesta, al final de la cháchara entonábamos un cantito muy simpático y desperté –extraño en mi habitual espesura matutina- de un humor de pajarillos en primavera. Plácida y contenta salí a hacer mi carrera al bosque. Iba por el kilómetro siete cuando el insolente pensamiento vino a mi cabeza como un oscuro presagio. Tengo que ir al calamitoso centro Telcel a arreglar lo del móvil. Ya anticipaba la putada: el equipo “lamentablemente” no tendría remedio y, por lo tanto, habría que comprar uno nuevo. Entonces decidí que no. Que no necessito inevitablemente un teléfono celular. Ha pasado un mes.
Llevo treinta días que al principio fueron estoicos y rarísimos, llenos de ansiedad: se llama circuito de recompensa cerebral y es duro romperlo. Pero luego se fue poniendo bueno, muy bueno. Y mientras más me insistían o reprendían con la cantaleta “ya recupera tu teléfono”, menos ganas tenía de hacerlo.
Ya me extrañaba. Quiero decir que me extrañaba a mí misma siendo atenta, escuchando a los otros, conversando sin interrupciones, comiendo sin sujetar en la mano nada más que la cuchara o el tenedor, durmiendo sin el aparato junto a la almohada –lo último que hacía antes de cerrar los ojos era ver la chuchería y lo primero al despertar era el mismo impulso- ¡Y dejé de dar explicaciones sobre por qué no respondí a tu tuit, tu WhatsApp o tu incómoda petición en el instante en que la mandaste!
He vuelto a correr sin audífonos y a recordar que el metabolismo y el paisaje tienen su propia música y lo bien que suenan juntos cuando ocurre el milagro de la armonía.
Y pude pensar (¿o sentir?) con absoluta lucidez porqué la plataforma digital se ha pervertido en mí hasta llegar a ser esa irrisoria fantasía de acción virtual que drena toda posibilidad de acción real. ¿Cuántos niños salvará en el otro lado del mundo mi like, mi retuit o mi furibunda diatriba en Facebook sobre la tragedia en turno? ¿A cuántos niños que se acercan a la ventanilla del auto o del restaurante puedo mostrarles amabilidad? ¿Quién puede negar que un gesto amable ha salvado a más de un ser humano? Es toda una experiencia no evitar la mirada de quien pide ayuda, levantar la cara de la pantalla en la que habría estado escribiendo sobre mi atribulada conciencia social mientras con un manotazo como con el que se ahuyenta a un mosco le habría indicado que no interrumpiera. Así es como el gramo de indignación que debería impulsar el movimiento se apaga, se pervierte a través de un dictamen redsocialero que me deja tranquila, sintiendo que ya hice algo por alguna de esas constelaciones nebulosas que son las causas sustentadas en el imperio del simulacro y de lo distante pero hiperconectado.
Y también ahí radica la insostenibilidad de otra de nuestras recién paridas paradojas: la de la hiperconexión y la comunicación multicanal. No hace falta el celular para comunicarse, no precisamente ahora que hay tantas alternativas. Reviso los correos desde mi computadora y en casa a un horario elegido. Localizo a quien necesito sin problema y quien quiere me localiza. Llamo por teléfono, so old-fashioned! en lugar de textear y es tan preciso que tiene principio y fin, no como las eternas e inacabadas conversaciones del WhatsApp.
No he perdido citas, he sobrevivido a viajes, aeropuertos, terminales de autobuses y hasta a las esperas incómodas sin un celular para esconderme pretendiendo que trabajo o me ocupo en algo. He vuelto a sentir el peso del mundo sin un distractor de 24 x 24 horas a la mano. Puedo recordar domicilios, números de reservación y nombres. Y tengo buenas noticias: hay vida más allá de Google y del GPS y sin ellos se desempolva la buena memoria.
Sé que la victoria no es una y que toda batalla es recurrente pero por ahora, camaradas, después de pelear conmigo misma para lograrlo sé que me estoy dando el lujo de mi vida: la libertad de ser dueña de mi tiempo, de mi silencio, de mi incomunicación. Y ¿adivinan? nada de lo que fundamenta mi existencia está en el teléfono, luego no perdí sino que gané. A esto yo lo llamaría realidad aumentada. Qué gran viaje. Me atrevo a sugerir que lo intenten; tal vez se les aparezcan sus más preciadas bestias, como los caballos cantarines de aquel sueño.
@AlmaDeliaMC
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