El problema es ético, no técnico

26/11/2015 - 12:00 am

Estamos convencidos de que el corazón de la escuela está en su modelo pedagógico; y que para mal o para bien, de él depende la institución. Que de la manera en que se enseña y se aprende depende la caracterización de esa escuela; que todos los otros registros que atraviesan la vida institucional se subordinan al pedagógico, que los trasciende y los determina. Y entonces nos vamos de lleno al debate pedagógico cuando queremos discutir la otra escuela.

Cada día estoy menos seguro de estas premisas.

No dudo porque la discusión pedagógica haya perdido peso, sino porque lo han ido ganando otras discusiones que antes tenía para mi como de segundo orden. A fuerza de ver y rever que lo que discutimos con facilidad y acordamos con entusiasmo luego no se practica es que ha ido ganando en mi la pregunta acerca de por qué pasa eso. Y no me he ido por la tesis de una hipocresía generalizada y bestial. Creo que los acuerdos alcanzados sobre nuevas pedagogías no se imponen como práctica porque hay otro obstáculo, duro como roca, que no estamos removiendo; y que ni el que quiere genuinamente puede llevar a cabo su transformación.

La agenda que hemos perdido de vista es la del proyecto político de la escuela; las bases éticas que definen las reglas del juego social que en esa institución se desarrolla. Quién es cada quién en la escuela y cuáles son las relaciones de poder entre ellos; la atmósfera cultural que en ella respiramos. Estoy convencido de que sin un proyecto político escolar nuevo no hay ni habrá nuevas pedagogías en las escuelas; de que si no revisamos a fondo la trama ética que regula la dinámica social en la escuela, nada podremos hacer más allá de debatir, acordar, aplaudir y frustrarnos sin saber a ciencia cierta por qué.

Nos salteamos el proyecto político y vamos directamente a las agendas técnicas, como si ellas definieran lo real. Ese movimiento no es privativo del mundo educativo; sucede en muchas otras instituciones sociales relevantes (y produce esas mismas parálisis que estoy denunciando acá) y sucede también con los estados, los países e –incluso y sobre todo- con los bloques políticos. Ni Naciones Unidas, ni la OEA, ni el G8, ni el BRICS, ni el Mercosur discuten con claridad sus proyectos políticos; es decir, para qué existen y cuáles son sus convicciones esenciales y constitutivas del reparto político en el mundo. Se enfocan en las agendas técnicas o tratan técnicamente las agendas políticas, pero el efecto es el mismo. Preservación del medio ambiente; hambre en el mundo; drogas; epidemias; seguridad; etc. son tratados como si no fuera imprescindible antes definir en qué contexto político serán tratados. Se los aborda como si fueran neutros y eso acaba neutralizándolos.

Lo mismo hacemos nosotros en las escuelas. Entramos al debate pedagógico como si fuera política y éticamente neutro, como si fuera un debate eminentemente técnico, y acabamos neutralizándolo –por una parte- y volviéndolo tecnocrático –por la otra; le embalsamos el sentido.

Digo todo esto porque la escuela que tenemos hoy es éticamente inadmisible y eso traba todo lo demás y lo invalida. Trasgrede casi todas las reglas de la dignidad. Es vertical, autoritaria, elitista, discrecional y mucho más. Mientras no tengamos una escuela horizontal, democrática, plural y justa no tendremos una escuela nueva.

La escuela es una institución social que debe redefinir su proyecto ético-político si de verdad quiere transformarse. (Como la iglesia, dicho sea de paso.) Mientras no nos pongamos honestamente de frente a la matriz ética que hoy regula el juego social escolar y seamos capaces de redefinirla críticamente, no habrá salida y seguiremos preguntándonos una y otra vez por qué no lo logramos. Hacer ese trabajo no es nada fácil. A nadie le gusta revisar las estructuras de poder vigentes; a nadie que tiene poder allí –quiero decir.

Como sabemos, la escuela responde a un modelo férreo e inmoral. Claramente, allí  hay vencedores y vencidos, dominantes y dominados. Es facilísimo hacer esa lectura en cualquier escuela y es siempre la misma. Hay símbolos, ritos, semióticas y discursos que lo evidencian y lo constituyen; hay maneras, posturas, tonos y acentos que nos dicen que aquél espera de éste que se hace esperar y ése otro se subordina al de más acá que no se interesa. Y como en toda matriz eficiente, también hay trampas ocasionales, complots que no prosperan, espacios de trasgresión “tolerada”, marginales condenados y suicidas en potencia.

Es sintomático que cuando hablamos de escuelas la noción y el registro de lo institucional esté perdido; o si no perdido, al menos quebrado y diluido. ¿Quién mira la institución como un referente único, consolidado y superior? La institución está herida de muerte; fue atravesada por la división entre administración y pedagogía y también por la fragmentación entre niveles, infantil, primaria y secundaria. Nadie la ve integralmente (nadie ve nada integralmente en las escuelas, a decir verdad). La institución escolar ha sido descuartizada; sobran restos, distribuidos e inertes. También por aquello de que para reinar mejor dividir, ¿verdad?

Recuperar la visión ética de la escuela exige recuperar su integralidad institucional. Antes que nada y por sobre todo, una escuela es una institución que tiene un proyecto político definido y una matriz ética que regula su complejo juego social.

En esta nueva institución recuperada debemos redefinir y redistribuir el poder. El conocimiento debe pasar a ser un bien social democrático y plural. Nadie lo detentará y mucho menos nadie lo estará debiendo. No hay cuentas con el conocimiento, así como tampoco usureros del saber, ni intereses, ni hipotecas; hay construcción mancomunada siempre. Tampoco hay discrecionalidad. Las reglas deben ser recíprocas; quien recibe derechos debe también asumir sus obligaciones. No se valen más derechos en favor de menos obligaciones; ni lo contrario. No puede ser que los alumnos tengan más libertad por menos responsabilidad; tampoco que los profesores tengan más autoridad contra menos compromiso. La institución tiene que dar de nuevo los roles y los signos éticos para cada uno de ellos.

Los alumnos de la escuela nueva tendrán su derecho inalienable a la participación y su deber irrecusable a la participación; dado que podrá participar, entonces tendrá que participar. Y si el saber es construcción social colectiva, entonces la calidad de ese saber será responsabilidad y propiedad de la comunidad en su conjunto.

Hoy día tenemos escuelas con abundante tecnología; tenemos escuelas con aulas abiertas, en círculos y con “puffs” coloridos; tenemos escuelas cargadas de laboratorios fantásticos y de experiencias ricas; tenemos escuelas con currículos diferentes, que incluyen otras competencias y otros órdenes temáticos, pero casi no tenemos escuelas que hayan modificado esencialmente su matriz ética. En todas ellas permanece esa trama de poder, disciplina, obligación y control, de movimientos forzados y satisfacciones postergadas. Se siente cuando entras, como en los hospitales y en los despachos de los abogados. No bien entras ya sabes quién manda; toda su gramática nos los avisa. Como la escuela, el hospital también se ha ido modernizando, pero no ha tocado su lógica institucional y, por lo tanto, no ha ingresado en su redefinición esencial. Su lógica de poder y su dirección de sentido permanecen inalteradas.

Preguntas como qué pasaría si alguien confiara en mi o qué sucedería si pudiera equivocarme en paz o cómo soy instigado a proponer en lugar de repetir o qué desafío bonito sería enseñar lo que sé en lugar de aprender lo que no sé o quién soy yo antes de ser una nota, un riñón, una disciplina o una causa en un juzgado, no aparecen en nuestros paisajes. No aparecen porque no existen. La férrea matriz ética de la institución escolar afirma constantemente lo contrario; mientras nosotros jugamos a la nueva pedagogía.

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Pablo Emilio Doberti
Nací y me crié en Buenos Aires y llevo vividos mis últimos 13 años en Venezuela, México y Brasil, donde estoy hoy día. Me dedico a la educación y escribo por vocación. Lidero una organización llamada UNOi que integra 1000 escuelas en una red, entre México, Colombia y Brasil. Doy conferencias frecuentemente y publico de manera periódica en el Huffington Post de España y Brasil, en El Nacional de Venezuela, en Pijama & Surf y ahora en SinEmbargo. Abogo por una escuela nueva, porque la que tenemos no sirve.
Pablo Emilio Doberti
Nací y me crié en Buenos Aires y llevo vividos mis últimos 13 años en Venezuela, México y Brasil, donde estoy hoy día. Me dedico a la educación y escribo por vocación. Lidero una organización llamada UNOi que integra 1000 escuelas en una red, entre México, Colombia y Brasil. Doy conferencias frecuentemente y publico de manera periódica en el Huffington Post de España y Brasil, en El Nacional de Venezuela, en Pijama & Surf y ahora en SinEmbargo. Abogo por una escuela nueva, porque la que tenemos no sirve.
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