De cómo aprendí a escribir

15/11/2015 - 12:00 am

Parece paradoja, pero quien mejor escribe es aquel que menos satisfecho está con lo que escribe. Y viceversa, quien peor lo hace anda más feliz y contento. Por lo tanto, la calidad de tu escritura suele ser directamente proporcional a la intensidad de tu angustia por la escritura misma. El que no sabe escribir no sabe que no sabe escribir y por eso es que no sabe. Y en todo es así.

El proceso de nivelación entre la tentativa y el logro es hacia abajo y no hacia arriba; quiero decir, cuanto mejor eres menos probable es que lo logres, y no al revés, como solemos creer. Porque tu calidad se manifiesta –antes que nada- en tu propósito y no en tu producto. Si eres bueno, eres ambicioso; si eres genial, eres delirante. El encaje entre deseo y realización es manifestación de la precariedad, no del desarrollo. No te dejes engañar. Los plenamente realizados son los mediocres, que no saben que se podría lograr mucho más. Son ineptos para construir deseos imposibles.

No comencé mi proceso de escritor cuando me alfabetizaron. Este tipo de procesos no suelen empezar en este tipo de instancias. La mecánica de la lectura y la escritura no pasan del zaguán del mundo estético y expresivo del lenguaje. No recuerdo si empecé a ser escritor antes o después de aquel bautizo técnico y mecánico, pero sí recuerdo que no coincidieron; no pueden coincidir. En algún momento, el lenguaje me inundó y en algún otro momento yo conseguí flotarlo con algún que otro fraseo esmerado. (Cuando me di cuenta de eso aprendí a escribir.) No fue tampoco cuando dije mamá o papá por primera vez. Los mitos fundacionales del lenguaje no coinciden con nuestra entrada verdadera y profunda en él. Cuando aprendes a leer crees que eso es leer, lo mismo que cuando aprendes a escribir; te lo hacen creer en realidad. Y la mayoría de las personas se quedan ahí, presos de su propio satisfacción dérmica. No saben lo que se pierden; no se imaginan siquiera lo que les falta.

Cuando aprendí a escribir supe que no sabía escribir y supe al mismo tiempo que era lo mío. Detecté mi talento cuando descubrí lo rápido que crecía la conciencia de mi límite. No percibía que me estaba formando, pero me estaba formando. Siempre es así. A los pocos empecé a reconocer cuando leía cuánto de todo tenía que haber habido por detrás de ese escrito para que esa frase, verso o párrafo sonara como sonaba y provoca lo que me provocaba. Aprendí a intuir el tamaño del talento que yo aún no tenía. Pero en lugar de adorarlo –que hubiera sido mi riesgo y entonces volverme profesor de literatura o cosa así-, me le acerqué como si fuera parte de eso, sin serlo. No me paralicé; entré en confianza. (Alguien, que no recuerdo quién fue ni cuándo, me debe haber ayudado a no caer en aquella trampa tan “académica”.) Recuerdo que leía y escribía a la par, desoyendo la premisa escolar de que primero conoce para después producir. A mi me funcionaba en paralelo; y cada práctica bañaba a la otra de sentido.

Ya pueden sospechar que no creo que haya sido la escuela la que me enseño a escribir, ¿verdad? Estoy haciendo un inventario detallado de instancias no escolares de constitución de una competencia. Mi única conquista escolar en este proceso esencial en mi vida fue haber conseguido neutralizar a la escuela para que no me disuadiera o atrofiara. Lo conseguí, con mucho esfuerzo mío y un inconmensurable esfuerzo de mi padre.

Me enseñaron muchísimo los cientos de libros de la biblioteca de casa que no leí. Ellos me mostraban a diario el tamaño del desafío y la mística tranquila de su espera; como el mar a los surfers. Tardé años en atreverme a leer fragmentado, cruzado, torcido, ladeado, distorsionado e interrumpido; lo mismo que demoré en borrar un texto que fracasa o ceder ante una página en blanco que no levanta vuelo. Aprendí a ser en la desmesura y en lo inacabable. Supe aislar los aciertos y reconocer una frase genial en el medio de la nada y una intención única en una realización mediocre. Supe valorar la intencionalidad y relativizar la perfección. Aprendí a recordar sin proponérmelo y a olvidar incluso lo que me había parecido maravilloso.

Nunca dejé de escribir. Y al mismo tiempo, cada vez que escribía alguna cosa, fuera lo que fuera, estaba escribiendo y no usando las palabras para pasar un mensaje (recado para mi esposa pegado en la nevera). Cada mail es un desafío; cada Twitter, un careo. Lo mismo cuando hablo. Más de una vez me gana la ansiedad y no sigo y ya no puedo retomar en ese éxtasis, y lo pierdo. Es parte del proceso. Frecuentemente no soporto la falta de cadencia de mi fraseo. Lo que más corrijo es el ritmo. Por lo general, el vocabulario me llega; no me faltan las palabras. Escucho los verbos. No erro en la ortografía. Discuto y me detengo mucho más en un pronombre que en el sustantivo. Tengo días mucho mejores que otros, y yo soy siempre el mismo. No sé de qué depende. La traducción me parece un ejercicio mayor; la buena, la atrevida y constructora.

Soy escritor porque escribo y porque hago de la escritura un arte, más allá de mis resultados. Y eso lo aprendí. Respeto el lenguaje pero no lo reverencio. Lo valoro y lo reconozco. No me interesan ni la filología, ni la ortografía, ni la lingüística, ni la gramática, ni las etiologías, ni las etimologías. Me interesan las palabras concatenadas en algunas sintaxis especificas que parecen milagro. Así como no me gustan los ojos de una mujer, sino –si me gusta- me gusta la mujer entera, vaya yo a saber si por sus ojos, lo mismo me gusta ese relato como relato, y no por tal o cuál recurso eficaz o giro feliz.

Aprendí a escribir cuando logré desarrollar una sensibilidad suficiente para saber que esto sería insondable, inacabado, leve y eterno. Aprendí a escribir cuando la escritura me desbordó; cuando supe que no la alcanzaría jamás, pero que buscándola iría obteniendo mis logros. Esos logros de la búsqueda deudora son la obra de cualquier escritor. Logros plenos de una búsqueda insatisfecha.

Y así como yo aprendí a escribir, el pintor a pintar, el bailador a bailar, el físico a hacer física y el músico a cantar. Así –creo- se aprende todo lo que en la vida merece la pena ser aprendido. Así nos constituimos, los que fuimos capaces de constituirnos. Hay demasiadas sombras de intentos fallidos o esfuerzos no canalizados en nuestras universidades y escuelas. Y no hacemos nada.

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Pablo Emilio Doberti
Nací y me crié en Buenos Aires y llevo vividos mis últimos 13 años en Venezuela, México y Brasil, donde estoy hoy día. Me dedico a la educación y escribo por vocación. Lidero una organización llamada UNOi que integra 1000 escuelas en una red, entre México, Colombia y Brasil. Doy conferencias frecuentemente y publico de manera periódica en el Huffington Post de España y Brasil, en El Nacional de Venezuela, en Pijama & Surf y ahora en SinEmbargo. Abogo por una escuela nueva, porque la que tenemos no sirve.
Pablo Emilio Doberti
Nací y me crié en Buenos Aires y llevo vividos mis últimos 13 años en Venezuela, México y Brasil, donde estoy hoy día. Me dedico a la educación y escribo por vocación. Lidero una organización llamada UNOi que integra 1000 escuelas en una red, entre México, Colombia y Brasil. Doy conferencias frecuentemente y publico de manera periódica en el Huffington Post de España y Brasil, en El Nacional de Venezuela, en Pijama & Surf y ahora en SinEmbargo. Abogo por una escuela nueva, porque la que tenemos no sirve.
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