Jorge Alberto Gudiño Hernández
10/10/2015 - 12:00 am
Tras la pista sueca
Confieso, sin pudor, que mi primer acercamiento a la literatura de Hening Mankell fue gracias a sus novelas policíacas. Por fortuna, no soy de esos lectores que sólo se ocupan de la alta literatura sin dejar espacio para el entretenimiento. Mi yo adolescente suele ganar cuando se trata de elegir libros en las mesas de […]
Confieso, sin pudor, que mi primer acercamiento a la literatura de Hening Mankell fue gracias a sus novelas policíacas. Por fortuna, no soy de esos lectores que sólo se ocupan de la alta literatura sin dejar espacio para el entretenimiento. Mi yo adolescente suele ganar cuando se trata de elegir libros en las mesas de novedades. Es un entusiasmo que aún conservo y agradezco.
Una vez ahí, me dejé llevar por las virtudes de la saga en cuestión. Sobre todo por su protagonista. Kurt Wallander es un personaje falible y atormentado, incapaz de tener una vida estable. De ahí que fuera sencillo identificarme con él. A diferencia de la novela policíaca más clásica, aquí el personaje sí se va desarrollando a lo largo de los libros. Tanto, que hacia el final de la serie, uno no puede sino acabar con un nudo en el estómago.
Confieso, también, que las investigaciones que planteaba Mankell no me entusiasmaban demasiado. Algunas me parecían, incluso, un poco exageradas, sin los recursos más finos del entramado policíaco. Más aún, ese par de novelas derivadas, donde la protagonista era Linda, la hija de Wallander, tampoco me cautivaron. Pese a ello, seguía leyendo las novelas conforme llegaban a mis manos. Ya no sólo era el personaje, sino el contexto. Tal vez gran parte del éxito de la saga se deba justo a eso: nos da la oportunidad de conocer una Suecia que, hasta entonces, sonaba idílica.
Cuando leí por primera vez una de las novelas de Mankell que no entra en el género policíaco, supuse que, como muchos autores, ya se había cansado de su personaje y buscaba hacer otra cosa. Dudé un poco y me aventuré. Entonces descubrí a un autor más profundo, vinculado a las emociones.
Dentro de esas novelas, las que más disfruté fueron Zapatos italianos y Profundidades. Había algo en su minimalismo, en los abismos de la soledad que planteaba, en la falta de un claro sentido en la existencia de sus personajes, que me resultó perturbador.
Fue fácil concluir que Mankell sabía hacer literatura de otro nivel. De ahí que me pudiera declarar fan entusiasta. Así me pasa con algunos autores. Al margen de los análisis profundos en torno a su calidad, se tienden lazos de empatía que me permiten establecer con ellos una conexión extensa. Leo toda su obra incluso cuando sospecho que ya he leído el mejor de sus libros.
Mentiría si dijera que me dolió la muerte de Mankell. No me duele como no me ha dolido la de ningún autor. Salvo que sea mi amigo, por supuesto. Ya sabíamos de su enfermedad, de sus años. La noticia llegó por la mañana y asentí despacio. Si buscara algún consuelo, diría que supo cerrar su saga bien y a tiempo. Así, puede leerse como una única y extensa novela. Aunque, es necesario decirlo, bien vale la pena voltear hacia el resto de su obra.
Hoy Mälmo descansa sin uno de sus referentes.
Ya que estamos en la hora de las confesiones, lo admito: no he leído nada de Svetlana Alexievich. Sé que lo haré. Pero esa intención no basta para escribir una columna en torno al Premio Nobel de Literatura de este año.
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