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Antonio María Calera-Grobet

11/09/2015 - 12:02 am

Vivir en restaurantes

A mis amigos borrachos, que son casi todos. Los que amamos la comida y la bebida pasamos más tiempo en restaurantes o cantinas que en otros lugares a lo largo  de nuestra vida. Y vaya que mientras más crecidos la cosa mejora. Menos aulas, menos iglesias y por supuesto, menos oficinas. Más fiambres, más viandas, […]

a Los Restaurantes Uno Acude a La Hora Que Sea Y Se Va a La Hora Que Quiera Foto El Silencio
a Los Restaurantes Uno Acude a La Hora Que Sea Y Se Va a La Hora Que Quiera Foto El Silencio

A mis amigos borrachos, que son casi todos.

Los que amamos la comida y la bebida pasamos más tiempo en restaurantes o cantinas que en otros lugares a lo largo  de nuestra vida. Y vaya que mientras más crecidos la cosa mejora. Menos aulas, menos iglesias y por supuesto, menos oficinas. Más fiambres, más viandas, más idas de pinta. Hasta que seacumulan así las horas, las jornadas, se van fraguando las nuevas formas de vida (¿Seremos acaso un nuevo humano? Primero como suele suceder, se nace desde lo amateur: sentados a la mesa con los amigos para pasar el rato, comer algo, tomar un trago. Luego, si uno se lo dispone, claro, le da disciplina a la cosa, se esfuerza, se lo propone, el estilo se va profesionalizando. Uno va echando raíces, se va haciendo a la idea de que es preferible quedarse ahí (y ese ahí es muy diverso no necesariamente restaurantes, sino bares, cafés, cualquier lugar reinventado para soltar el arnés), desabotonar la agenda. Y es que, en todo caso, pensamos, siempre es posible que uno pueda trabajar desde donde esté, incluso de mejor manera, más agradablemente, con mejores modales, de la mano de una cerveza, y hacer de ese modus operandi un estilo de vida, nuestra propia y perseguida sensación de realeza.

Y debo decir que no me arrepiento un solo segundo de haber cambiado de casa, de dirección, de haber mudado las cosas del trabajo al bullicio cambiante, enajenante, motivante de un salón. ¿Saben por qué? Porque me doy cuenta que todas las grandes decisiones que he tomado en mi vida pensante, por lo menos desde que cumplí los 25 o 30, han sido tomadas, en buena parte (o alentadas, promovidas, fraguadas, comprobadas, apuradas y hasta ejecutadas), en una taberna, en un bar, en un restaurante. Y digo que no me arrepiento pero debería decir, de ser más agradecido, que lo aplaudo. Porque (ridiculicemos el caso un poco), en cuanto a los entornos, ¿acaso es mejor la supuesta sobriedad de una oficia amueblada con las patas, con muebles inventariados de piel sintética, ventanales con dedos marcados, teléfonos sucios sobre escritorios rayados? O en cuanto la medición de la templanza, la sabiduría, la paciencia requerida para la toma de decisiones, dar o no el sí para una firma, ¿es preferible hacerlo sobre alfombras polvorientas, horadadas por colillas de cigarro, cubiertos por esos tableros que forman en los techos los plafones derrotados de los asquerosos edificios del servicio público que nulifica todo lo privado? ¿Los edificios pijos, re-inteligentes, donde sólo hay robots de carne y hueso en manejo de créditos, no más gente? Pues no. Y bueno, muchos podrán decir que ya ni habla del grupo con el que dizque trabajamos, el llamado “equipo de trabajo”, “el despacho”, los cuates de la chamba. En ese rumbo pregunto al pleno: ¿es acaso mejor trabajar acompañado de nimios “Gutierritos”, jefes prosaicos de medio pelo, burocracias mentales y espirituales  que sólo provocan desconsuelo?  ¿Orgullosos Godinez que como bien sabemos, no sufren de una afectación de la cartera, de la discriminación de su apellido sino de la atrofia de su mente? No. Menos.

Pues por todo eso y mucho más, es que celebro el hecho de haber salido de la norma, haber ensanchado el mundo que vivimos. Celebro que de una vez por todas las cosas están en su lugar y levantamos un espacio a la altura de nuestros sueños. Digno. Y qué digo un lugar, ni siquiera un nuevo tiempo. Se trata en todo caso el haber comprendido que, los que estamos vivos o así nos sentimos, no veremos más las cosas como antes y, esa carga tremenda que constituyó alguna vez el trabajo, el terrible caso que provocaron fuera hacernos del dinero para el pan (y así supuestamente el sosiego, el entretenimiento, el descanso), no será nunca más un flagelo, un ejercicio de lo más indigno, algo más parecido al infierno que al paraíso, a aguardar nuestra pena de muerte en el cadalso. Era lógico: ¡Sobrevino al fin el ansiado cambio ideológico, epsitemológico, ontológico! Se acabó. De ahora en adelante viviremos, plácidamente, en los restaurantes. Por muchas razones, todas ellas de peso, todas ellas importantes.

Primero porque en los restaurantes estamos a nuestras anchas, es decir, a nadie le importan las poses o las fachas. A los restaurantes uno acude a la hora que sea y se va a la hora que quiera. No importa si uno va pensativo y quiere estar sólo y tranquilo, o si uno asiste en ruidosa comitiva que sólo alza la mano, pide la palabra, se atraganta y grita. No. En todo caso uno se siente por demás cobijado. Y mejor aún. A nadie le importa si uno llega triste o feliz, animoso o cansado. Y vaya que uno puede hacer lo que le venga en gana, siempre y cuando no moleste al de a lado: salir como uno vino rumbo a casa (haber tomado un par de cafés y minerales, echado apenas un par de tragos), tal vez más enfiestado luego de varias rondas (lo que denominarían como “media estocada” o  “bien alumbrado” las madres sin oficio, las parejas envidiosas),  o bien, si así uno lo desea (vamos, faltaba más, uno ya está por demás avejentado, en edad de merecerlo y pagarlo), hasta las manitas, las trancas, hasta la madre de borracho. ¡Así sea!  Cosa que por cierto, ni mal vista será, será reconocida por los iguales, no es más que una cosa natural, para nada un desliz, una falta, un fracaso, mucho menos (aquí vienen las persignaciones de las viejitas), un “pecado”.

Vivir en restaurantes, pues, como fincar un espacio propio. Colonizarlo, resignificarlo a nuestro antojo. Y el sitio elegido no será ya, al recibirnos, el mismo. Nos cambia y al mismo tiempo lo cambiamos. Y en donde esa interacción (que se va ampliando poco a poco con la llegada del elenco completo, de los otros parroquianos, el trato consuetudinario con los meseros con quienes departiremos tanto o mejor que con nuestros propios amigos o hermanos), es, ni más ni menos, un deleite.

Ya ahí reunidos en logia, fraternidad, cofradía, es cosa de tiempo para que las cosas se vayan aflojando. Quiero decir los ánimos, los enconos, los corajes, los ácidos, no importa si fraguamos un mero hobbie o logrando un trabajo de lo más pesado. Ir tras la chuleta comiendo una chuleta. Esa será la verdadera neta. Y ahí, en nuestros queridos restaurantes es que la realidad concreta se tornará en gas, perderá peso, dureza (esa capacidad que tienen los cuerpos de rayar a otros), su propia y nefanda tridimensionalidad: se evaporará, se sublimará o, mejor dicho, se ahogará. Porque se ahogan las penas, dicen, se ahogarán todos los malestares, las ansiedades, la rapidez loca que nos impide disfrutar de las cosas. De las horas hermosas, honrosas. ¿Recuerdan bien el proceso? Se sobreviene una copa, luego otra, tres cuatro copas y la cosa que traíamos en la cabeza ya es otra. El cuerpo se estira y el cerebro se aceita, como que la razón se desatornilla, la corbata cerebral se desanuda (la de los nudos más difíciles de deshacer), la razón se desamarra para dejar pasar un poco de aire fresco: se desnuda. ¿No habrá sido ahí, recordemos, que la vida, lo sentimos de verdad, fue, por lo menos por un tiempo, de veras nuestra?

Los restaurantes entonces más que una segunda casa.. Porque no sólo se busca un sitio para las borracheras, sino para estar en calma. Y eso es muy importante. Porque hay que decir que los que acostumbramos vivir en ellos aprendimos a no llevar prisa, a soltar el relato con sus pausas. ¿No acaso es ese el más íntimo deseo de nuestra terapia? ¿Eliminar la ansiedad, el vértigo, la angustia de saberse parte de un entramado enfermo de cosas, sin escapatoria, pura asfixia? Sí. Y es que hay que decir que el que vive en bares y restaurantes, el verdadero hombre o mujer de espíritu cantinero, lo que primero quiere es guarecerse quizá no tanto de algo o de alguien, sino del mundo entero. Separarse de su ritmo, su huso horario, su maldito interés usurero. Esa es una de las primeras ideas, las primeras tareas de un vividor de restaurantes. Hacer del restaurante casi un templo. Poner el freno, subvertir el orden de las cosas: que el imaginar, soñar, relatar (mimar, tocar, abrazar), sea más importante que la causa del acopio, el sumar, el codiciar. Mientras el mundo del afuera es de lo más vertical y marca su paso de destrucción con las órdenes de los Banco Internacional, con el signo de pesos y toda su fuerza de gravedad, el andarse por las ramas de la sobremesa, el dejarse llevar por la plática, ese peculiar modo de prolongar, estirar que significa “platicar la copa” (o embeber la charla), una y otras vez, hacerlo y volver a hacerlo (cuantas veces uno lo desee, a destajo, sin miedo, con desparpajo), es una cosa absolutamente horizontal. No mental o cerebral en el sentido de trabajar frenéticamente por calcular, probar y comprobar, vender y cobrar, sino profundamente sentimental: en los restaurantes se juegan los afectos y su juego se trata no de hacer dineros sino eros. Se trata de hacer apegos, no egos. Juegos. ¿No es verdad? Y si se busca en ello algún poder es el de poder comer y beber bien. Pendejear, babosear, fantasear con los pares, los cómplices, los secuaces: saciarse de bebida, comida y carrilla hasta embrutecerse. Ese es el procedimiento, ¿lo recordamos? Ir de lado hacia las cosas, evitar los filos y los cantos, pasar un tiempo en sentido contrario para haber si así escapamos a lo ordinario.

Los restaurantes: no más salas de estar, salas de ensoñar, de conversar (¿o en donde conversas con tus amigos? ¿en elevadores? ¿campos de golf? ¿sendos teléfonos celulares? ¿corredores laborales?). En todo caso los restaurantes son como confesionarios seculares.  Parques infantiles para sendos desmadres. Para que los cobardes se conviertan en valientes y los valientes, heridos, tornen en infantes. Eso:  Jardín de Niños Enfermos Cansados del Ser. Por eso también sanatorios, hospitales. O bien manicomios. Aeropuertos, estaciones espaciales para cualquier tipo de despegues. Pasarela del mundo real. Zoológicos. Lavaderos. Escuela Naturalista. Impresionista. Facultad de Refugiados. Universidad de la Biodiversidad. Parapetos en donde no pasan los ángeles sino que da la vuelta el lenguaje. Panteones infumables pero también periódicos murales. Tribunales. Y al último pero no por ello menos importante: lugares para el restauro. ¿Restauro de qué? No sólo de manjares, que cada uno tendrá lo suyo, su gracia, su magia, sino de las cosas que nos han quitado, arrebatado. Restauro del fulgor, del pundonor, del candor. De la sangre en el cuerpo porque parece nos restan pocos litros, de huevos porque al parecer nos quedan sólo miligramos. Y restauro de ideas bellas, eléctricas, porque pudiera ser nos queden acaso un par de ellas y vaya que apestan. Restauro pues del pobre en palacio. Golpe de estado. Restauro del toro (que realmente somos) para la linda embestida, y no del caballo (que nos han enjaretado) para la graciosa huida. Restaurantes: nuevos templos para reinventarnos, sacar el pecho de nuevo, dejar de lado lo que éramos antes: no hombres sino mutantes.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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