Benito Taibo
06/09/2015 - 12:00 am
Aylan
La fotografía de Aylan, el niño sirio muerto en una playa turca le ha dado la vuelta al mundo. Y conmovido a muchos. Pero son pocos los que saben que la guerra en ese país que lo hizo huir junto con toda su familia huyendo del horror, lleva más de cuatro años, encarnizada y terrible […]
La fotografía de Aylan, el niño sirio muerto en una playa turca le ha dado la vuelta al mundo.
Y conmovido a muchos.
Pero son pocos los que saben que la guerra en ese país que lo hizo huir junto con toda su familia huyendo del horror, lleva más de cuatro años, encarnizada y terrible con más de 215 mil muertos en su haber.
Provocando más de 7.6 millones de desplazados internos y detonando un éxodo sin precedentes de refugiados en el Oriente Medio.
Hoy, hay más de millón y medio de sirios en Turquía, un millón 174 mil en Líbano (donde una de cada cinco personas que hay en el país es de esa nacionalidad), 623 mil en Jordania, 243 mil en Irak, 136 mil en Egipto.
Sin contar todos aquellos que intentan llegar, por diversos medios a Europa y mueren en el intento.
Esta estadística macabra contiene otro número, tal vez el que resulta, si cabe, más estremecedor; según cifras del Observatorio Sirio para los Derechos Humanos ofrecidas en junio pasado, más de 11 mil niños han perecido durante el conflicto iniciado en los primeros meses de 2011. Niños sin nombre, niños que no aparecerán nunca en los diarios.
Siria es hoy por hoy, el tablero donde las potencias del mundo miden fuerzas en una guerra que no parecería tener fin, y que hasta hace unos días, era noticia relegada a las páginas finales de los periódicos.
Una guerra que de tan cotidiana había dejado de ser noticia de portada.
Hasta que la crisis migratoria provocada no sólo por esa guerra sino también la injustica social en numerosos países africanos, ha tocado a las puertas de la vieja y cada vez más conservadora Europa, y ha puesto a temblar los endebles cimientos de sociedades en crisis, que insisten en la globalización y la modernidad a costa del bienestar de sus propios ciudadanos; sobre todo de los más desprotegidos, pobres y ancianos a los que se les escatiman las pensiones y la seguridad social.
Están llegando por el Mediterráneo hacia Europa miles, cientos de miles de hombres y mujeres y niños de otro color, con otra lengua, con otras costumbres, pero que no son más que seres humanos exactamente iguales a los habitantes de esos países que la forman, que buscan salvarse, y que vienen a cobrar una añeja factura producto de cruentos pasados coloniales.
El pueblo sirio quiere escapar del dolor, del hambre, de la violencia, de la destrucción, y encuentra en sus fronteras la salida al horror y en ellas también, el trampolín hacia la esperanza de una vida mejor, digna, de una vida, punto.
Y ha sido una vez más la sociedad civil la que da la cara mientras gobiernos ineficientes y voraces miran a otra parte. Miles de ciudadanos muniqueses, por ejemplo, se han volcado a los centros de acogida para dar comida, dinero, ropa, juguetes a los refugiados. En Islandia, hay una iniciativa popular dirigida a sus autoridades para recibir al mayor número posible de migrantes.
Ojala que en los que en su momento levantaron la voz y dijeron “Yo soy Charlie”, solidarizándose con las víctimas del fanatismo en París, se atrevan a decir que también son Aylan, que son Siria, que son África, que son seres humanos, y sobre todo, lo demuestren impidiendo que sigan descendiendo las tinieblas.
La foto de Aylan, el sacrificio de Aylan, solo en esa playa turca, ha servido para visibilizar el horror de nuestro tiempo, para regresar a las primeras páginas de los diarios, un drama que corría el peligro de ser olvidado. Pero que está allí y crece y crece como un monstruo insaciable.
Pero, nadie rescatará a Aylan del naufragio y lo devolverá a la vida.
Nadie rescatará a los otros once mil anónimos niños sirios.
Nadie podrá pegar las piezas de la torre que llamamos civilización y que hoy vergonzosamente, es sólo escombros tirados por el suelo.
Habrá que reconstruirla. Comenzar de nuevo.
Y esta vez, sin equivocarnos.
Viéndonos unos a los otros a los ojos y descubriendo en esa otra mirada, un reflejo de nuestra propia, tambaleante humanidad.
Que no sea en vano.
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