Como todos vi a ese niño muerto en la playa. Un pequeño con los pantaloncitos azules, la playera roja, inerte boca abajo en la frontera donde el horror marca la línea de fuga hacia ese lugar donde la vida es una pesadilla interminable.
Hace pocos días, un amigo que quiero mucho me envió la foto de él junto a su nieto, tomados de la mano en El Bolsón, una hermosa localidad de la Patagonia.
No se lo dije a mi amigo, pero cuando vi la imagen del niño muerto boca abajo, sorbiendo arena y vientos helados en aquel borde que marca nuestro fracaso como especie, pensé en él y su nieto. No lo pensé: en realidad, una imagen sustituyó a la otra en mi cabeza.
Mi mente asió el paisaje positivo y se aferró con tenacidad a esa certeza. Y al hacerlo, algo en mí inusitado, desconocido, me hizo estremecer.
Creo en el inconsciente, dijo ayer un conductor de radio. Hay cosas que no quiero escuchar y no lo hago. Aun cuando me proponga oírlas, siempre aparece algo que lo impide, explicaba.
El inconsciente. Esa corriente marina poblada por monstruos goyescos, algo que no puedes controlar y que pretendes entender a la primera. Sin lograrlo, claro.
A la madrugada, cuando el insomnio cobra protagonismo y decide por ti, encendí el televisor y vi la imagen del niño muerto en una playa.
Y mi cabeza pensó inmediatamente en el otro niño, protegido por su amoroso abuelo, vestido con una chamarra verde fosforescente, mirando erguido al ojo de la cámara.
Del niño muerto no dije nada.
Del niño vivo quise fijar su imagen en mi muro de Facebook, estamparlo como una flor en el ojal de mi alma. Abrazarlo desde lejos aunque no le haga falta, tan colmado de brazos y manos llenas de caricias que está ese niño vivo, en aquel hermoso sur argentino, tan frío, tan lluvioso, ¡y esas montañas llenas de nieve!, como cuenta su abuelo.
Hay cosas que te parece que quieres ver, que quieres saber, pero siempre aparece algo que lo impide, porque en realidad cuando te despiertas en la madrugada y ves a un niño muerto en la playa, como esos animalitos sesgados por el cambio climático que boquean su agonía en la orilla, lo que quieres es cerrar los ojos o mirar otra cosa, observar a otro niño.
Yo que siempre escucho radio oí hoy que alguien leía unas líneas de José Saramago a propósito de la migración en Europa. Nadie parará el flujo del sur al norte, no habrá vallas que lo impidan, decía el Nobel portugués en lo que parecía ser un texto de Cuadernos de Lanzarote (1993-1995).
Cuando sobrevino la oscuridad y el silencio comenzaba a ser una tromba donde las imágenes de los niños seguían superponiéndose en mi cabeza, corrí al estante donde están los libros de José.
Tengo Cuadernos de Lanzarote 2, pero no tengo el 1. Tampoco tengo, me di cuenta, Memorial del convento, que es el libro que más me gusta de Saramago, aunque ese es otro tema. Y pensé en que mañana correré a buscar ese texto, que no pararé hasta dar con él, para encontrar un poco de consuelo, para que mi inconsciente aplaque ese partido de tenis que ha decidido disputar en mi cerebro y donde todo tiene el ritmo vertiginoso del tie break, de la muerte súbita.
Tomé el libro Saramago en sus palabras, compilado por Fernando Aguilera. Fui al capítulo dedicado a Europa, concretamente a la página 472, donde discute el concepto de globalización con una lucidez escalofriante. Dice aquello tan lindo de que globalizar no implica un pensamiento único, sino algo mucho más tremendo: el pensamiento cero.
Dice que las nuevas catedrales de nuestro tiempo son los centros comerciales y que por supuesto que hay que causar alarma social. Las sociedades tienen que estar alarmadas, afirma.
Cuánta claridad y lucidez, pero sigo con mi propósito intacto: encontrar ese texto donde vaticina las hordas de inmigrantes que saldrán de sur a norte para transformar para siempre el continente europeo y con ello el mundo.
Y ese estremecimiento que es fruto de la lectura de José Saramago, quien lo vio todo tan claro antes de que sucediera (estoy segura de que miró al niño muerto boca abajo en la arena, a su madre fallecida, a su hermano fallecido, cuando intentaban ir de Siria a Turquía y de allí a la vida), es también la trama confusa de mi ostracismo.
He pensado entonces que un niño es siempre el mismo niño y que así como no hay explicación para que Aylan Kurdi haya aparecido muerto a los tres años en una costa de Turquía, tampoco la hay para ese niño que tomado de la mano de su joven abuelo corre presuroso a la juguetería a elegir un pizarrón y unos prismáticos y, si se puede, “alguna cosa rica” (o sea, golosinas) para comer.
Y como la vida y la muerte no tienen explicación y a la mayoría de la especie humana se le ha dado por elegir el rumbo de la derrota, la memoria del futuro de un escritor nigromante como José Saramago puede hacer la diferencia entre los monstruos goyescos y la lumbre.
Pensar en el otro como si fueras tú, es el undécimo mandamiento que no estaba en la lista y por eso no lo aprendimos.
Si no lo aprendemos pronto, nuestros niños seguirán apareciendo muertos boca abajo en la arena.