Hace más de 20 años que tengo más de 20 años, querido Rubén Espinosa. Eso significa que no recuerdo exactamente cómo era yo a los 31, esa edad en que alguien decidió terminar con tu vida y con ello darnos una herida más de muerte a quienes tenemos el privilegio de todavía respirar, eso sí, mal cosidos por el lado de adentro del alma.
¿Sabes? Hay un escritor argentino que se llama Alejandro Dolina que una vez dijo que las heridas de amor son puñaladas que quedan para siempre clavadas en el corazón. Uno se sienta de tal manera que esos filos no duelan o no sangren, pero íntimamente uno sabe que el cuchillo sigue allí, para siempre.
Así es la herida de tu muerte. Quedará siempre allí y aprenderemos a respirar, mal absorber estos aires oscuros que hoy nos tocan, como el signo de nuestra orfandad, de esa soledad profunda que se hace espacio en nuestro organismo y nos marca a fuego las cicatrices que nos convocan a la madrugada, cuando se hacen presentes los fantasmas y los cadáveres nuestros, que no acaban de morir, como se le antojaba decir al poeta peruano César Vallejo.
A los 31 años, eso sí lo puedo recordar, estaba yo casada con un muchacho de 31 años, un muchachito como eras tú cuando te asesinaron. Era fotógrafo, como tú. Tenía los ojos tristes, como tú. Y alrededor de su figura magra, comedida, parecía expandirse un aura de silencio que es la voz que eligen los seres angélicos, esos que hablan sólo cuando tienen algo que decir.
Aunque no tuve el privilegio de conocerte, algo me dice que eras más del silencio que de los ruidos, de la música suave más que de la aturdidora, del café mañanero, del caminar junto a tu perro Cosmos, más que del correr vertiginoso con esa ansiedad de que la hacemos gala los menos introvertidos.
A los 31 años, mi muchacho y yo soñábamos con viajar y con tener cinco hijos y con tener una revista de música, pero de esa música que no se escucha en la radio o que no ponen de cortina en las telenovelas.
Y no tuvimos cinco hijos, pero sí hicimos la revista de música y sacamos como tú, muchas fotografías.
Aquella de la casita de Franz Kafka en Praga. Un plantío de girasoles enorme, imponente, en medio de una ruta europea. Esa foto la tengo grabada con nitidez en la memoria.
A los 31 nos emborrachamos de ron en La Habana y sentimos que en el mundo no hay mejor gente que la cubana, tipos locos que te hacen sus hermanos a la menor provocación.
A los 31 no pensaba en vivir 20 años más. Y luego de esos 20 años más no sé con qué derecho hago planes para las próximas cuatro décadas, porque aprendí de artistas que admiro –como mi compatriota Andrés Calamaro- que no vale la pena vivir sin sentirse inmortal.
Quiero volver a los 31 porque fue a los 31 cuando te quitaron los planes y los días y porque de pronto, en esta tarde pesada, cuando se avecina una de esas tormentas caprichosas del Distrito Federal –ay, cómo duele que hayas venido a buscar refugio a esta ciudad que de pronto ha mostrado la cara más fea, la más insoportable- todo lo vivido después de los 31 es un peso que ahueca aún más mi triste omóplato.
Las cosas que no verás. Como esta edición fantástica de El Castillo, de Franz Kafka, que acaba de ilustrar el maestro Fati para Sexto Piso y que seguro te hubiera encantado. Hubieras sonreído de costado al conocer la historia de ese atribulado señor K que se llama agrimensor de un castillo al que nunca la burocracia le permitirá llegar.
Y no te romperá el corazón esa muchacha que era tu novia cuando te mataron.
Y no verás morir a tus padres, porque la tragedia absurda de tu familia se mide por la partida prematura del más joven de sus miembros.
No perderás todo tu dinero del viaje en París. Y no ganarás un World Press. Y no tendrás tu primer libro de fotografías en blanco y negro, y no serás editor de foto en alguna agencia donde querrán duplicar tu jornada laboral para que puedas quejarte a gusto porque extrañas la calle.
Y no te dolerá la espalda por el peso del equipo. Y no podrás un día mandar la fotografía social al diablo y hacer de cuenta que lo tuyo era la moda, el glamour, el espectáculo, esas mentiritas que se dicen los fotorreporteros cuando llegan embarrados, sucios, golpeados, a su casa modesta, una noche de viernes, con el refrigerador vacío y la despensa sin hacer.
Y ya no irás tres días a la semana, cuarenta veces al día, al cajero automático para ver si depositaron esos tres mil pesos de tus colaboraciones.
Y no ahorrarás para tu primer viaje a Nueva York. Y nunca más te harás esas preguntas tontas que solemos hacernos cuando estamos aburridos: ¿Arte o periodismo? ¿Trabajo o creación? ¿Vida cómoda o patear el mundo con una mochila al hombro?
Tu no vida hace que la nuestra sea ahora una vida de prestado. Y cierro los ojos y recuerdo que una vez, cuando tenía 31 años, me quedé en la orilla mirando el mar como hipnotizada. Los pies estaban fríos clavados en la arena. El Sol me quemaba en la frente. Y fui feliz. Tan fácil, tan simple, tan barato, que es ser feliz. Y mira por dónde resulta que nos han convertido en seres tan desgraciados.
Va por ti, Rubén. Siempre irá por ti.