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Alma Delia Murillo

04/07/2015 - 12:01 am

¿De qué hablo cuando hablo de llorar?

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo… –Julio Cortázar   Algo me duele aquí, en el pecho.

Se
Fotografía Alberto Alcocer beco B3cocom

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo…

–Julio Cortázar

 

Algo me duele aquí, en el pecho.

Algo me duele y no es por esta insolente tos que me desbarata en carraspeos y expectoraciones inmundas a cada rato.

Me duelen las pérdidas, lo sé bien.

Me duele, como ninguna, la pérdida del llanto.

Soy tan posmoderna y estoy tan jodida que tengo casa, coche, seguro de gastos médicos mayores, firma electrónica, credencial para votar, pasaporte y Visa americana pero ya no tengo dónde llorar.

Me dediqué durante dos décadas a construir un estilo de vida del que pudiera sentirme orgullosa, me esforcé para ser una adulta contemporánea digna de portar el título trabajando como perro de trineo para jalar las ventas, el equipo de Godínez, la organización de los legendarios intercambios navideños oficineros y los proyectos que me fueron encomendados tan encarecidamente en las empresas para las que me alquilé. Y lo cumplí a cabalidad.

Me endeudé para la eternidad con una hipoteca bancaria porque quería ser una mujer emancipada y autosuficiente que pudiera decir fuerte y claro “yo no necesito a nadie”.

Manejé durante diez años atravesando la ciudad de México de Sur a Norte y viceversa dos o tres veces al día. No quedé como el manco de Lepanto luego de librar sendas batallas cotidianas pero sí me arruiné la columna vertebral con una lesión lumbar que se gestó durante todas esas horas de vivir culiatornillada al coche.

Me tragué un divorcio amoroso, lo digerí como pude. Y viví sola durante cuatro años.

Hasta hace un semestre, más o menos.

Porque un día decidí que era suficiente; que de Godínez quería convertirme en novelista y de endeudada perpetua con el banco a libre ciudadana en plenipotenciaria posesión de su pobreza patrimonial y es que no podía seguir un minuto más viviendo en bancarrota conmigo misma erosionando mis horas de sueño, mi sinapsis, adrenalina y glucosa tratando de conservar los bienes que habían devenido en calamidades.

Y otro día, no lo decidí pero me ocurrió, se me presentó el amor de nuevo.

Así que lo obvio: renuncié al trabajo flamante, cancelé la hipoteca sanguijuela, dejé mi departamento tan bonito y me mudé a vivir en pareja de nuevo.

Resultó una transición feliz, o casi. Porque entre todas las renuncias insulsas hay una que realmente lamento y es una rara forma de tristeza personal que me hacía bien. Pasa que aún en medio de mi melodrama dosmilero, guardaba en mi interior la llama inmóvil de la posibilidad del llanto. Esa que siempre podrá iluminarnos hacia lo más profundo, lo más íntimo, lo más yo que cada uno pueda llamarse a sí mismo.

Lloraba a placer y a libre demanda.

Y es que tenía un departamento para mí sola al que podía llegar reptando luego de un día infernal y llorar a moco tendido, sin pudores y sin procurar que la máscara de pestañas falsamente vendida como water proof  se mantuviera en su lugar. En casa mi rostro podía quedar como una malísima litografía de Pollock o como papilla de zapote negro y no había testigos de la ignominia.

Y tenía también el coche casi como un santuario para mi ritual del llanto. ¿Lo han pensado? Cuatro o cinco horas en un espacio que al final es una cápsula –de metal, sí; exasperante, también; miserable cuando el tránsito desquicia, doblemente sí– pero al final es un espacio individual, personal; un ensayo de capullo que con puertas y ventanas cerradas más la música propicia representa casi una regresión uterina que no está mal experimentar cada tanto.

Qué liberador era, chingadamadre.

¿A qué vienen mis lamentaciones, entonces?

En honor a la verdad vienen a que soy una plañidera por vocación, una eterna quejosa, una incómoda por principio que siempre está buscando cómo no hallarse en la vida.

Aceptada la mea culpa que corresponde, debo decir también que las lamentaciones vienen a que llorar es bueno. Porque las lágrimas interceden entre el cuerpo y el alma, confiesan una falta dentro de los códigos personales, y aunque a veces son un infame grito de imprecaciones son también una luz líquida para llegar a la esperanza cuando el dolor o el miedo atenazan: digo, sin exagerar, que las lágrimas son un camino a la salvación. No fue gratuito que el poeta de la guerra civil española León Felipe llamara a recuperar la patria en su poema El llanto es nuestro diciendo Se ha muerto un pueblo/ pero no se ha muerto el hombre/ porque aún existe el llanto.

Llorar también es el medio por excelencia para redimir el sufrimiento amoroso y borrar memorias dolientes que nos permiten volver a enamorarnos como idiotas, para muestra están las cientos de interpretaciones de Cry me a river  que van desde la versión del extraordinario Joe Cocker que me fascina y la inigualable Nina Simone que me desgarra hasta la, digamos simpática, propuesta de Justin Timberlake. Y basta ya que a este paso terminaré elogiando a Libertad Lamarque y el ojo de Remi y hasta yo conozco los límites del drama.

El caso es que ya no vivo sola y en la casa donde ahora vivo siempre hay gente. Gente buena y amorosa, pero gente delante de la cual no puedo arrancarme con mi ritual de berreos para transmutar en la cara de zapote que dije antes. Que llorar como yo quisiera, como yo lo necesito, delante de otros me da vergüenza.

¿Lo de atravesar la ciudad a solas en mi auto cuatro horas diarias? Tampoco, ahora trabajo en casa.

Y a mí me gusta llorar, coño. Así como a otros les gusta bailar o cocinar para relajarse, lo mío es el llanto.  Disfruto lo mismo soltar gruesos lagrimones venidos directo del hipotálamo al encontrar una vieja foto recubierta de poderosa nostalgia que poner pucheritos frente una chick-flick vergonzante o de plano aullar de rabia y con las mejillas encendidas por un ataque de celos que jamás admitiré en público pero que en mi clínica privada de lágrimas-spa es de lo más depurativo.

Y ahora tengo miedo de que se me olvide, de perder la destreza para entregarme a la lágrima desbordante porque conforme pasan los años el alma de adolescente lúbrica que lloraba por todo se va quedando cada vez más lejos.

¿Qué tal si me ocurre como le pasó a mi abuela que un día simplemente dejó de llorar y nunca más pudo volver a hacerlo? Cuando su segundo esposo murió ella se pasó días contemplando fijamente el horizonte pero ni un vaporcito le empañó la mirada y desde entonces, ni una lágrima. Su hipotálamo, a diferencia del mío, se encapsuló como pescado en costra de sal y causaba una tremenda pena mirarla sobrellevar su sufrimiento en seco.

Le llegó la muerte y ella seguía siendo el perfecto ejemplar clínico del “Conducto lagrimal obstruido”.

Qué tragedia.

Pero lo que más me aterra es que si mi destino fatal es superar la posmodernidad y alcanzar el up-grade a ultramoderna, el riesgo de perder no sólo el llanto sino el sentido del humor y que la libertad para reír por cualquier tontería logre ser tipificado como delito por no ser socialmente incluyente, políticamente correcto, lingüísticamente sensible y digitalmente apropiado… es muy alto.

¿Así que de qué hablo cuando hablo de llorar?

De conservar una trinchera, de blandir una espada para defender el territorio libre del llanto. Hablo del don divino de llorar como un estado de gracia entre la palabra y el silencio, hablo de asumir nuestra humanidad de cuerpo presente: lágrimas agrias, babas húmedas y mocos incluidos.

Y hablo también de mis pérdidas, carajo, de este dolor en el pecho que es mi guardián y mi piedra en el zapato, de esta nueva ventana que me pone delante de la que fui, de la que ya no soy, del miedo incesante por la que seré.

No me queda más que llamarlos, con todas mis incertidumbres atravesadas en la garganta, a que hagamos guardia de honor sobre la tumba de León Felipe para que en medio de este éxodo de emociones reales desplazadas por la insaciable virtualidad, podamos decir que estamos aquí, en pie, porque aún existe el llanto.

 

@AlmaDeliaMC

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