Arnoldo Cuellar
04/06/2015 - 12:04 am
Sesenta días de campañas y ni un debate serio
Concluyeron las actividades de proselitismo político para renovar la Cámara de Diputados, los congresos locales y alcaldías de la mitad del país, las delegaciones del Distrito Federal y nueve gubernaturas. Sin embargo, tras sesenta días de campañas, nada es más claro. Llama la atención ver que ningún político de este país, salvo quizá algunos independientes […]
Concluyeron las actividades de proselitismo político para renovar la Cámara de Diputados, los congresos locales y alcaldías de la mitad del país, las delegaciones del Distrito Federal y nueve gubernaturas. Sin embargo, tras sesenta días de campañas, nada es más claro.
Llama la atención ver que ningún político de este país, salvo quizá algunos independientes y con sus asegunes, están planteando en serio una lucha frontal contra las malas prácticas de gobierno que incuban la corrupción y que incrementan notablemente la ineficacia y el margen de maniobra de las autoridades.
Los políticos en campaña muestran una serie de discursos que van del más acabado cinismo a la ingenuidad más enternecedora. Sin embargo, lo que no nos ha sido dado escuchar son programas políticos alcanzables y consistentes que intenten detener el tobogán de desprestigio en el que se encuentra sumida la clase gobernante, producto de su propio actuar, y que termina por lacerarnos a todos.
Lo peor es que esta crisis de la imaginación ocurre cuando presuntamente hemos alcanzado reglas del juego electoral relativamente depuradas (que igual siguen siendo socavadas por sus propios autores), participación plural y respeto al voto.
Es decir: como sociedad organizada hemos sido incapaces de darle una salida viable al conflicto de la mala gobernanza, pese a haber construido una democracia formal relativamente confiable y, por cierto, muy cara.
Aunque hay excepciones, los mecanismos de robo de urnas y compra de votos son ya fenómenos aislados en nuestras prácticas electorales. Incluso la megaoperación de Soriana y Monex, practicada durante la campaña del hoy presidente de la República como candidato del PRI, no puede explicar la derrota de las otras opciones políticas.
Sin embargo, la ausencia de una ética de los partidos, causa pero también consecuencia de la falta de una ética en el gobierno, termina por ser un factor fundamental en las limitaciones políticas de nuestro modelo democrático.
Ningún actor político puede poner un alto a quienes se burlan de la ley como candidatos, dirigentes partidistas o gobernantes, porque todos tienen el tejado de cristal.
El problema es que de esas elecciones corruptas, donde casi todos intentan hacer trampa, por lo menos los que cuentan con los recursos para ello, surgen gobiernos débiles, plagados de compromisos y obligados a continuar la espiral de la corrupción que así encuentra la forma perfecta de retroalimentarse, como la mítica máquina de movimiento perpetuo.
Los políticos “decentes”, como se quieren ver a sí mismos, no lo son porque en sus campañas o en sus gobiernos no ocurran este tipo de fenómenos, sino porque prefieren no enterarse y dejar que sean los “operadores” quienes se encarguen del juego sucio. Tampoco se atreven a enfrentarlo y a tratar de imaginar cómo podría ser un gobierno o una campaña sin esta clase de recovecos o de pisos falsos.
Por eso, hoy por hoy en la política mexicana no son más “los buenos”, como quiere la propaganda naif y autocomplaciente con la que algunos políticos tratan de recuperar prestigio frente a las críticas generalizadas y generalizantes de ciudadanos que probablemente no está haciendo más que morirse de envidia o de resentimiento por no tener al alcance de la mano semejantes oportunidades. En realidad, los “buenos” son una especie en acelerada vía de extinción.
El problema de la corrupción no combatida, como el problema del autoritarismo consentido, es que genera incentivos perversos. Nadie quiere ser el que se oponga a la tendencia, pues esto se traduce en crear enemigos, correr riesgos y quedarse sin los beneficios del sistema corrupto. Tampoco en los países que padecen dictaduras resulta conveniente ser el opositor más visible, aunque tratar de pasar desapercibido, pegarse a la pared, nunca signifique dejar de estar en peligro.
Muchos políticos se justifican diciendo que la sociedad mexicana es corrupta y ellos son solo sus dignos representantes. El propio Presidente de la República ha afirmado que la corrupción es un “problema cultural”. Los menos se llenan la boca de frases donde le piden a cada ciudadano cumplir con su pedacito de responsabilidad, como si dar una mordida o pasarse un alto fuera lo mismo que pedir moches de millones de pesos.
Ocurre, sin embargo, todo lo contrario: la permisividad de la élite política consigo misma; la posibilidad de trascender la mediocridad del ingreso promedio nacional participando en el jugoso negocio de la política; la impunidad flagrante del “no pasa nada”, todo en conjunto ha derivado en que el mal ejemplo cunda y que en la sociedad la reprobación se traduzca solo en dos sentimientos: desconfianza generalizada pero también envidia y avaricia. El mal ejemplo cunde.
A estas alturas de nuestra vida pública, son muy pocos los que ven en un cargo público una oportunidad de servir. Muchos quieren llegar a los puestos, con vocación o sin ella, con habilidades o sin ellas, porque allí se gana mejor que en casi todos los trabajos del sector privado; porque se figura y porque se pueden cometer errores y hasta delitos, sin pagar las consecuencias.
Por cierto, la mayoría no llega, pero tampoco se constituye en una sociedad vigilante de que quienes si lo hacen cumplan con su obligación, rindan cuentas y exhiban manos limpias.
¿Porqué en la escala de valores compartidos sería mejor ser un buen ciudadano, si lo rentable, lo glamoroso, es ser un mal servidor público?
Por eso urge poner un alto a la creciente corrupción, no solo como un asunto económico, como quieren verlo algunos, sino también como un tema de sobrevivencia: no podemos tener viabilidad como sociedad si permitimos que el mal ejemplo de la corrupción de la élite se convierte en el modelo de convivencia a todos los niveles.
Ya hemos visto en que forma la corrupción reduce la eficacia del estado frente al crimen organizado y frente a las minorías radicales que imponen su agenda. Peña Nieto, lastrado por el desprestigio de la Casa Blanca y la ineficacia de su aparato de justicia, ha paralizado su impulso reformador. Mientras las reformas consistieron en negociar con otros políticos, en base a intercambiar favores, todo fue sobre ruedas. Las cosas se atoraron cuando había que “mover” de verdad al país.
Un gobierno con valores democráticos y republicanos tendría de aliada a la sociedad para enfrentar esos retos; un gobierno corrupto, aislado y paralizado, se hunde y nos lleva consigo a todos.
Y nada de eso se debatió en estas semanas de campaña. El problema más grave del país, el que nos tiene en un punto de quiebre, fue arteramente evadido por quienes solo quieren continuar explotando unos privilegios que, pese a su inconsciencia, más pronto que tarde les estallarán entre las manos.
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