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Alma Delia Murillo

09/05/2015 - 12:01 am

Madre hay más de una

Para mi amigo Ricardo Bada, que me regaló esta historia sin saberlo Despedía un olor a óxido y a alcohol, andaba con los zapatos a medio poner, pisando con los talones la parte de atrás como si fueran pantuflas, llevaba un vestido azul y un bolso gris cruzado al hombro del que asomaba una botella; […]

Fotografía Tomada De La Red
Fotografía Tomada De La Red

Para mi amigo Ricardo Bada, que me regaló esta historia sin saberlo

Despedía un olor a óxido y a alcohol, andaba con los zapatos a medio poner, pisando con los talones la parte de atrás como si fueran pantuflas, llevaba un vestido azul y un bolso gris cruzado al hombro del que asomaba una botella; su pelo rojizo bien hubiera podido servir de nido para una familia de halcón peregrino. Le temblaban las manos y cada tanto se tocaba el bolso como para constatar que lo llevaba consigo.

Yo la seguía a unos cuatro o cinco pasos de distancia. Las dos habíamos parado en una oficina de Western Union que “lamentablemente” no tenía sistema (lo que sea que esa misteriosa y legendaria frase signifique), así que nos mandaron a la sucursal más cercana y allá fuimos. Me ocupaban esos menesteres porque me había ofrecido a ayudarle a un amigo escritor radicado en Europa a cobrar los honorarios de un artículo que una revista mexicana le había publicado.

La mujer y yo nos dirigíamos exactamente al mismo sitio, de manera que daba la impresión de que yo la estaba siguiendo; empezó a recelar de mí y a voltear a mirarme inquisitivamente. Yo trataba de imaginar la famosa cuarta pared a la que se recurre en una función de teatro para controlar los nervios y hacer como si no hubiera nadie ni nada delante de mí.

Pero su rostro era tan poderoso y comunicaba tanto que aunque mi cuarta pared imaginaria hubiese sido hecha del hormigón más macizo, me habría quedado igual de impresionada. Sus ojeras merecerían la invención de una nueva variante del color violeta, una aún no nombrada. La máscara de pestañas era tanta en sus ojos que daba la idea de llevar estambre grueso pegado a los párpados, de pómulos altos y excesivamente remarcados con blush; los labios eran el único toque de discreción en su arreglo, pintados apenas con un rosa pálido. Pero lo que la hacía verdaderamente irresistible era la profundidad de sus arrugas hondas y precisas como si se tratara de grietas formadas en tierra lodosa que se ha resecado. Y eran notables porque todo lo demás en ella dejaba claro que no era una mujer mayor; su cuerpo, aún recubierto de redondeces, parecía más bien joven; el pelo, la mirada, las manos aparentaban corresponder a una mujer sobre los treinta y pocos pero sus arrugas… sus arrugas eran otra cosa; podían ser las de una mujer de setenta o de cien años o no sé. Eran impresionantes.

Nos formamos en las filas delante de las ventanillas de la sucursal que, jubilosamente, sí tenía sistema y avanzamos en paralelo hasta que llegó nuestro turno para ser atendidas al mismo tiempo en cajas contiguas.

Mientras movía la botella –nunca pude distinguir de qué era-  para sacar el dinero de su preciado bolso, se le cayeron un par de billetes que recogió agitada y molesta, sin que yo me lo esperara, me miró de frente y me dijo: - Es para mi hija.

La gente me veía a mí, no a ella. Y yo sentía una bola de fuego de incomodidad, de vergüenza; no dije nada.

Terminó su trámite con el cajero y salió de la sucursal. Yo hice todo lentamente para darle ventaja y no volver a encontrármela en la calle.

Regresé a mi casa sintiéndome alterada, conmovida, triste, enternecida, molesta.

Todavía me arde la cara de vergüenza al acordarme del suceso y pensar que ella debió interpretar mi mirada curiosa como una mirada de prejuicio, todavía me arde la conciencia al preguntarme si realmente no la estaba juzgando.

Me acordé de ella por todas las piezas publicitarias tiránicas del día de las madres que exhiben mujeres impecables, de piel tersa e hidratada, bien peinadas, de uñas pulidas, actitud saludable y nutricia coronadas con lluvias de flores o con un aura divina como si de la virgen de Guadalupe se tratara o como si vivieran permanentemente en medio del halo mágico de la más bondadosa de las hadas.

Como si ser madre se tratara de dar el casting para un personaje estándar o un maniquí y no de un profundo, doloroso y desgarrador vínculo que atraviesa la vida de quienes lo son de infinitas y diferentes maneras.

¿Que madre solo hay una?

Yo creo que no, que hay muchas, incontables, distintas, insospechadas, terribles y maravillosas, generosas y voraces, apaciguadoras y conflictivas, honestas y chantajistas; que habría que dejar de disminuir a las madres con discursos de perfección, beatificación o santificación y empezar a mirarlas con la única mirada posible, la temible, horrenda y hermosa: la de seres humanos.

@AlmaDeliaMC

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