Antonio María Calera-Grobet
07/05/2015 - 12:00 am
LOS QUE AMAMOS LA COMIDA SOMOS LIBRES
Como lo hacen los cocineros antes que nada, habría que comenzar por hacer un mise en place, poner las cosas en su lugar. Fijar, por ejemplo, que la impostura de la derecha y sus conservadurismos, representa ahora el enemigo principal. Enarbolando mentirosamente distintas banderas como el deber ser de la sociedad en cuanto a la […]
Como lo hacen los cocineros antes que nada, habría que comenzar por hacer un mise en place, poner las cosas en su lugar. Fijar, por ejemplo, que la impostura de la derecha y sus conservadurismos, representa ahora el enemigo principal. Enarbolando mentirosamente distintas banderas como el deber ser de la sociedad en cuanto a la salud o la estética, y hasta con cinismo una idea por demás falsa de progreso (cuando en realidad se trata de pura vanidad, miedo a la muerte, ansia de posteridad, la mera salvaguarda de sí mismo como vigilante del status quo), un sector de la sociedad se ha lanzado contra lo que considera, desde su prejuicio, malo, feo, pobre, dañino.
A saber: no le está permitido a uno soñar, pensar, decir o callar más allá de lo que se nos distinga como “prudente”, en fin, creer o no creer en tal cosa, protestar o no protestar contra cual otra por “imprudente”, ni siquiera puede uno (por aquello de la “tolerancia cero”), rascar siquiera alguna pequeñita permisividad: no puede uno “elevarse” en cualquiera de sus versiones; “abandonarse” como ellos lo entiendan; “entregarse” desde su punto de vista, en fin, no está permitido para usted, un natural, menor de edad, cualquier cantidad de cosas que les signifiquen “salirse del redil”. O sea que hasta animales hemos salido. Y habría que dejar claro: prohibido sólo para usted no para ellos, que dicen dictar el contrato social. El resultado (si se quiere a zancadas): una vida social cada vez más descafeinada, aderezada con sustituto de candela, sin golpes, contragolpes, galopes. Nada de gimnasia, nada de esgrima, pura cosa medianona, fría. En otras palabras: al diablo con el libre albedrío, con placer y el ocio, y con ello al diablo el arte, la creación (el mejor cine, la mejor música, literatura y comida), al diablo la vida misma, la civilización. Ennui, spleen, afectación a la larga de lo que se llamó, “el estilo” de una época, el “genio” de los pueblos. Por una simple y sencilla razón. Porque tal como sucede con los peces sumergidos en el agua, los embriones en el líquido amniótico, el humano está inmerso a lo largo y ancho de su cultura. Ésta no sólo le pertenece sino más aún, le constituye, da sentido, ontológicamente. En corto (recuerda Vargas Llosa en su último y polémico libro, La Civilización del Espectáculo, unas palabras de T.S. Eliot): “La Cultura no es solo la suma de diversas actividades sino un estilo de vida”. Y cortar la nuestra latina, barroca, significa cortarnos a nosotros mismos. Y si le huele a que estas ideas románticas responden un tanto clavadamente a un miedo de perder cualquier escaño en la Gran Carrera de la Selección Natural, no cabe la menor duda.
La poesía en sentido amplio siempre ha tenido mucho cuidado con llevarse con el poder fáctico: a los orates de la tecnología, la medicina, la química, los políticos del poder más real: la matemática del poder. Razones hay de sobra. Como nos recuerda el Nobel peruano escribiera George Steiner: “Ya una parte de la poesía, del pensamiento religioso, del arte ha desaparecido de la inmediatez personal para entrar a la custodia de los especialistas”. O dizque especialistas.
Por ello alimentarse humanamente (que no biológicamente), por citar una de tantas artes en peligro y el asunto velado de este texto, es un acto que no se dirime pues en una comanda, un algo soso proclive a convertirse un archivo muerto. En el único de los casos, resulta en un elemento irreductible de nuestra forma de ser, patrimonio de un pueblo que se carga celularmente como lindero de mundo. Como si uno no tuviera ya harta chamba, habrá que discernir más, en terrenos que fueron nuestros, qué es pensamiento y qué ideología, Y no se trata de decir que cualquier intento de vida libérrima esté limpio de polvo y paja, no sea una vil moda reforzada por el modelo de imitación. Pero eso es muy derecho de uno. Ya se verá en cada caso si se sobrevive a la ingesta de placer, a ese embriagaos del que hablaba Baudelaire. ¡Tal vez y sobrevivamos a nuestra jubilación cada vez más aplazada! ¡Si existe! Por lo pronto hay que apuntar bien y a la diana adecuada porque eso de adjudicarse un grupillo de reaccionarios el derecho al ejercicio de los afectos, resulta una prueba no sólo de ignorancia sino de mal gusto, una advertencia para que dichos próceres no vayan más allá en el siglo XXI. ¡Y es que en serio, ya meterse en el cuerpo de uno (disculpe usted pero luego de una corrupción hasta el tuétano, educación por los suelos, instituciones violadoras, asesinas en fin, toda la porquería de una democracia débil), ciertamente ya es de risa loca, desternillante! ¿No le parece?
Por eso les decimos a las señoras y señoras del NO. Los que no salen del no. Puros del no. No y no: de verdad que no es necesario expulsar de nuevo a los poetas de la república, enterrar espejos otra vez. Y a usted amigo lector, radical libre, le deseo que vaya por primer vez por usted, se lo merece, jale o empuje como le venga en gana, haga pugilismo, rapel, toree, en fin, propague el salto al vacío. Que lo que nunca nos quiten sea jalar el gatillo de uno mismo. Recuerde que las campanas repican por usted. Brindemos pues por la libertad de meter, con nuestras propias manos, lo que se nos hinche la regalada gana en nuestro cuerpo, y defendamos con ovarios y pelotas nuestro cada vez más caro derecho a la felicidad. Salud.
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