El jueves pasado, el joven Erick Salas Ramos se encontraba con su madre dentro de su casa en el sur de El Paso, Texas, cuando llegaron un par de patrullas policiacas para exigir que se entregara. Aunque la mujer gritaba que no le hicieran nada porque era su hijo, los agentes le dispararon con la pistola eléctrica para después usar sus armas de fuego, hiriéndolo gravemente. Los policías permanecieron de pie junto a él mientras se desangraba, sin darle auxilio, hasta que llegó la ambulancia y lo trasladaron al hospital, donde murió. Los oficiales justificaron el uso de la fuerza letal diciendo que los había amenazado con una varilla.
El cónsul mexicano en El Paso manifestó que «le iban a brindar todo el apoyo a la familia» y se apresuró a declarar que «… No fue crimen racial ni nada por el estilo…». Agregó que habían «enviado cartas al sheriff, al alcalde y al fiscal» y que sólo estaban registrados dos casos de homicidio de mexicanos a manos de agentes policiacos estadounidenses: la muerte de Sergio Adrián Hernández y este último.
En estas declaraciones hay algunas falsedades (por lo menos circunstanciales): no puede eliminar la causa racial de antemano y además debe saber, al menos por su empleo, que la frontera no sólo es El Paso y que se han registrado múltiples asesinatos de mexicanos a manos de agentes migratorios o policiacos en las áreas de Tijuana, Nogales, Piedras Negras, Reynosa y Matamoros, etcétera; basta con buscarlo en Google. Esto sin tomar en cuenta la cantidad de indocumentados que mueren al cruzar a Estados Unidos, que desde 1993 se mantiene en un promedio de 400 al año.
Por la importancia del suceso, las facultades del cónsul mexicano quedan demasiado superadas como para asumir una posición fuerte ante el ataque letal contra un mexicano que vivía en El Paso, finalmente su esfera de poder apenas alcanza al alcalde y el sheriff, cuando este es un caso más de las malas prácticas policiacas norteamericanas contra las que se ha protestado en los últimos meses ya que han dado pie a la muerte de varios ciudadanos cuando su arresto era posible. Lo difícil de explicar por las autoridades es el porqué las víctimas hayan sido sólo afroamericanos, mexicanos o asiáticos, pues en la última decena de eventos no ha caído algún sajón rubio de ojos azules.
Los grupos organizados de afroamericanos y mexicanos en Estados Unidos se han dado a la tarea de reclamar al sistema aplicación de la ley y, ahora que la víctima ha sido un ciudadano de nacionalidad mexicana, se esperaba una respuesta similar de nuestros representantes diplomáticos, pero lo que les ha interesado ha sido aclarar que no es un crimen racial mucho antes de investigar a fondo. Ni siquiera conocen a los policías, menos sus sentimientos hacia los mexicanos.
El mes pasado, el secretario de Relaciones Exteriores alzó la voz indignado porque el relator de la ONU informó que en México: «El maltrato y la tortura eran generalizados en el país». Meade no puede ignorar que, al actuar en defensa de las malas prácticas de la Policía mexicana, no está defendiendo al país sino a los malos funcionarios. Cuando él niega que en México haya tortura y que la Policía cometa abusos, el mensaje que envía a los malos elementos es que la autoridad en el exterior de nuestro país está de acuerdo con su actuar delictivo y hasta les da carta blanca para que sigan maltratando y torturando.
Ahora que ha muerto un paisano en Texas asume la misma actitud. Este poco interés por la vida de nuestros ciudadanos en el extranjero lo muestra complaciente con estos «mata mexicanos», mientras, en contraste, cuando algún americano es asesinado en México por autoridades del país la reacción del Departamento de Estado es dura y enérgica; incluso si es necesario el secretario de Estado establece comunicación con el presidente de la República.
Ellos entienden que, cuando un norteamericano muere a manos de un policía o alguna otra autoridad armada, deben ser inflexibles pues los que salen del país a pasear, invertir, establecer industrias y obtener ganancias, son parte importante de la economía. Entienden también que sus funcionarios que trabajan en el extranjero deben estar protegidos para no sufrir agresiones ni atentados, por eso las fuertes reacciones del Gobierno en torno a los homicidios de funcionarios consulares en San Luis Potosí y en Ciudad Juárez, que llevaron a la extradición de los agresores.
El caso de Camarena ilustra la defensa que los norteamericanos hacen de su gente: ellos exigen que se les respete bajo criterios universalmente atendidos. De la misma manera, en México los hombres que cruzan la frontera rumbo al norte para trabajar y enviar recursos para sostener a su familia, y que se ha convertido en uno los pilares fundamentales de la economía mexicana, deben ser protegidos y defendidos por nuestras autoridades consulares y diplomáticas, porque ellos son los que van a conseguir dinero para esta patria.
Los López o Pérez hacen lo mismo que un Rockefeller que consigue petróleo en Medio Oriente para importar sus ganancias a Estados Unidos: ellos, los paisanos, van, trabajan, se esfuerzan y envían su dinero de regreso a México. La diferencia es que, al parecer, el señor secretario es admirador de los dueños de la Ford y no le interesan de la misma manera los mexicanos que en buena medida sostienen a la nación.
Míster Meade, es tiempo de que usted se dé cuenta de que en México los maltratos policiacos sí son generalizados, que la tortura es una herramienta cotidiana en las tareas de investigación y que los mexicanos tienen el derecho a la vida y debe defenderse su economía como se defiende la economía de las empresas norteamericanas o de los bancos extranjeros asentado en territorio nacional.
Justo porque no lo vemos equitativo, le advertimos que es muy complaciente con los torturadores y los «mata mexicanos».