Alma Delia Murillo
25/04/2015 - 12:01 am
Humanos desde chiquitos
Rondábamos entre los nueve o diez años de edad y yo, por la cara de seria que escondía detrás de unos lentes inmensos y contra mi voluntad, había sido nombrada la jefa de grupo; vaya tormento. Mis funciones consistían en mantener en orden y calladas a más de cuarenta niñas cuando la maestra salía del […]
Rondábamos entre los nueve o diez años de edad y yo, por la cara de seria que escondía detrás de unos lentes inmensos y contra mi voluntad, había sido nombrada la jefa de grupo; vaya tormento.
Mis funciones consistían en mantener en orden y calladas a más de cuarenta niñas cuando la maestra salía del salón de clases. No, pos sí. ¿Cómo demonios iba a lograr yo semejante cometido? Ni siquiera lo intentaba, mi régimen disciplinario consistía en anotar en una hoja los nombres de las chicas que desacataran la consigna de portarse bien para entregársela luego a la profesora.
Un tormento, les digo, es una putada eso de que te asignen el rol de soplona. En resumidas cuentas estaba jodida y atrapada en el desolador dilema de no cumplir con la labor asignada quedando mal con la maestra o ganarme el odio de todas las compañeras. Elegí lo primero porque eso de ser la apestada en el receso y que nadie se juntara conmigo habría sido simplemente insoportable para el alma amiguera y apegada que tengo desde niña.
Lo cierto es que mi puesto se volvió, más que de policía, de observadora. Y por eso pude identificar con claridad los temperamentos y el carácter de las niñas de mi grupo: estaba la tímida, la abusiva, la simpática, la bien portada, la quejica, la líder… como en cualquier muestrario humano, teníamos de todo.
Pero habían dos niñas que invariablemente se convertían en la carne de sacrificio de todas las demás, de nuestras ansiedades y nuestros miedos, de nuestra inmadurez.
S era el blanco de nuestro rechazo por ser la única niña cuyo padre “tenía dinero”, todas las demás éramos pobres como ratas y algo en nuestro interior no toleraba que S no se hermanara con nosotras en la desgracia de nuestra pobreza. A través de ella hacíamos el tamizaje de nuestro resentimiento social y la hacíamos pagar la factura con creces. Tenía el pelo rizado y cortito, pegado a la cabeza, era blanca, chapeada, rechonchita y no muy avispada en clase: con trabajos repetía las capitales de los estados y las tablas de multiplicar nomás no le entraban en la sesera. Yo creo que vivía muerta de miedo, la pobre.
“Tonta, cabeza de frijoles refritos, gorda ricachona” y otras lindezas por el estilo eran las frases para agredirla. Pero había algo peor y era el asunto de castigar con la soledad, esa crueldad mayúscula que en la infancia llamábamos la “ley del hielo”. S comía siempre sola en algún rincón del patio o incluso prefería quedarse en el salón con su lonchera y coloreando su cuaderno de dibujo con un inmenso estuche de colores que los padres de ninguna de nosotras habría podido pagar. Cuando presentábamos los exámenes para pasar de tercer a cuarto grado, anunciaron que la cambiarían de escuela y no la volvimos a ver.
Pero nos quedaba Y que era un poco tartamuda y no podía pronunciar la letra erre. Decía “guega” en lugar de guerra y “cago” en lugar de carro. La convertimos en bufón de la corte y todo era burlarnos de ella, pedirle que pronunciara palabras que sabíamos que no podía o recitar a coro en torno suyo Erre con erre cigarro, erre con erre barril, rápidos corren los carros del ferrocarril. Era bonita, flaquísima y pecosa e intentaba a toda costa agradarnos hasta que se cansó y dejó de hablar en clase.
Para cuarto grado la cambiaron de grupo, me gustaría contarles que eso la salvó pero allá se encontró exactamente con lo mismo. Todavía la recuerdo mordiendo el lápiz para hacer sus ejercicios de dicción y articulación a media mañana.
Lo que digo es que los niños sólo son seres humanos: ni más ni menos. Y uno de los idilios más socorridos por nuestras ateridas y fantasiosas mentes es el de concebir a la infancia como un paraíso de bondad e inocencia.
No, los niños no son personas encantadoras que destilan sólo amor. ¿O quién de nosotros, adultos hechos y contrahechos, podría jurar que siendo pequeño albergó sólo sentimientos nobles en su corazón?, ¿quién podría asegurar que en su niñez no sintió alguna vez algo de envidia, de celos, de ira, de deseos de venganza?
Sé que lo que estoy diciendo es impropio y que probablemente a estas alturas ya me ven cara de Cruella de Vil atentando contra los hermosos ciento un dálmatas pero pensemos un momento en el tema.
Me da a mí que lo que ocurre es que confundimos bondad con fragilidad.
Los menores son vulnerables, sí, y su condición de indefensión y de falta de autosuficiencia los vuelve dependientes y, por lo tanto, somos los adultos los responsables de procurar su bienestar. Eso es indiscutible. Somos la especie de mamíferos que más tiempo tarda en dejar la etapa de crianza para convertirnos en adultos, así estamos, frágilmente diseñados.
Lo que no resisto es convertir ese hecho real en la fantasía de que un niño o niña es el epítome de bondad e inocencia, nomás no lo resisto. Y es que el desastroso rosario de clichés con el que nos vamos narrando la vida me provoca dermatitis nerviosa. Cuantimás si el cliché viene potenciado con el “Día de…” y aquí vale decir que esos puntos más que suspensivos son eternos porque, aunque ahora toca la faramalla del día del niño y todo mundo engalana sus perfiles de Facebook y Twitter con fotos de la infancia, esa plaga del Día de algo (no me refiero al suceso bélico que conocemos como Día D y la batalla de Normandía, otra cabronada de autoría humana) es una interminable pesadilla pantanosa que se espesa en la estupidez y los lugares comunes. Con perdón.
Y mientras les cuento esto vienen a mi mente algunos títulos literarios que retratan a los niños como seres humanos; no como santos, querubes, ángeles ni serafines. Está el clásico Señor de las moscas de William Golding, la mismísima Carrie White del maestro Stephen King, Juego de niños de Carmen Posadas y un par de tremendas novelas que recién leí y que me permito recomendarles: El Jilguero de Donna Tartt y La amiga estupenda de Elena Ferrante. Una más, Educar a los topos de Guillermo Fadanelli.
Si los niños son personas, entonces no son pureza benigna total.
Y me van a disculpar pero es que soy humana y precisamente por eso no creo en la inocencia absoluta ni en la candidez sin matices. Y mucho menos en la exculpación de nuestras imperfecciones que tratamos de conseguir inventando días conmemorativos basados en fábulas rosas y extraordinariamente rentables.
@AlmaDeliaMC
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