Jorge Zepeda Patterson
19/04/2015 - 12:00 am
¿Y si el piloto no quiere?
No es fácil que un país cambie cuando sus élites están tan poco interesadas en el cambio. Y quizá esa es la gran tragedia que vive México. Los problemas estructurales que padece (inseguridad, desigualdad, impunidad y corrupción, entre otros) exigen ya soluciones radicales que van más allá de las aspirinas, pero aquellos que nos gobiernan […]
No es fácil que un país cambie cuando sus élites están tan poco interesadas en el cambio. Y quizá esa es la gran tragedia que vive México. Los problemas estructurales que padece (inseguridad, desigualdad, impunidad y corrupción, entre otros) exigen ya soluciones radicales que van más allá de las aspirinas, pero aquellos que nos gobiernan son los menos interesados en que las cosas cambien. Y por muchas razones.
A fuerza de asegurar su supervivencia, el Partido Revolucionario Institucional terminó por eliminar de su traza genética cualquier elemento revolucionario para dar paso exclusivo a su gen institucional. El motor que mueve al partido que nos gobierna es esencialmente el de reproducir las condiciones que lo mantienen en el poder.
Esto en sí mismo no es condenable. Hay ocasiones en que un país necesita estabilidad y absoluta certidumbre para potenciar las posibilidades de expansión que le ofrece el hecho de encontrarse en una coyuntura favorable. Un poco como la trayectoria de cualquier persona. Hay momentos de cambio y momentos para asentarse. Momentos en que un reto profesional o personal exigen a un individuo perseverar y crecer ante la oportunidad que la vida ofrece. Pero hay otros momentos en que el estancamiento y la crisis obligan a cambiar.
México se encuentra en este último caso. La ausencia de un estado de derecho, la inseguridad pública y la violencia han terminado por afectar las posibilidades de crecimiento; la desigualdad crónica estrecha el mercado e impide la expansión económica; la presencia de monopolios y privilegios impide la competencia real; la falta de oportunidades multiplica a la economía informal; la omnipresencia de la corrupción contamina todos los espacios de la vida nacional.
Son problemas que ya no pueden ser resueltos con la batería de soluciones que aparentan ofrecer los que nos gobiernan. Ya no pueden hacernos creer que la detención del siguiente Chapo constituye una respuesta al problema de la inseguridad. O que entregarle a Olegario Vázquez Raña la tercera cadena de televisión prohijará la apertura y la producción de contenidos de calidad; y ciertamente las acciones de Rosario Robles en la Sedesol a favor de su partido no provocarán una disminución de la desigualdad ni nada que se le parezca.
En otras palabras, México no se encuentra ante un panorama en el que basta perseverar con lo que tenemos para prosperar. Porque lo que tenemos se ha convertido en la traba misma de cualquier posibilidad sostenida de expansión.
La sensación que padecería alguien para quien un determinado trabajo se ha convertido en una pesadilla cotidiana que lo mutila, lo humilla y lo disminuye como ser humano. Una situación que requiere asumir cambios significativos porque el contexto actual ha agotado su posibilidad de crecimiento.
Construir un estado de derecho o disminuir la desigualdad que propicie la expansión del mercado y el crecimiento sostenido, no son soluciones contempladas dentro del horizonte institucional en que nos movemos. Y justamente esa es la tragedia: lo que el país necesita en estos momentos es algo que no pueden ofrecer las élites que lo gobiernan.
Lo anterior produce una fractura abismal y perversa entre los intereses de la sociedad en su conjunto y los intereses de los responsables de conducirla. Un divorcio de realidades más que preocupantes. En cierta forma la historia puede ser leída como las etapas por las que transcurre esta tensión entre necesidades de la comunidad y necesidades de los que pilotean los destinos de la comunidad.
Es una fractura peligrosa porque no tiene solución automática. O las élites profundizan sus controles sobre la sociedad para evitar que las disfuncionalidades y, en última instancia, la inconformidad se traduzca en acciones de cambio; o la sociedad encuentra maneras de presionar a los de arriba para obligarles a introducir algunas transformaciones de mayor o menor calado. Ocasionalmente la tensión se resuelve de manera abrupta, como en la Revolución Mexicana o como lo que acaba de suceder en varios países árabes del norte de África: por el simple expediente de que la sociedad tumba a los de arriba de manera súbita y accidentada (normalmente con la participación de algunos de los de arriba, momentáneamente descontentos).
Una salida revolucionaria por parte de la sociedad es poco probable por muchas razones inabarcables en este espacio. Pero la simple persistencia de la fractura la profundiza. Y eso suele provocar un atrincheramiento de las élites con el consiguiente aumento de autoritarismo. Una tendencia que ya comenzamos a percibir en el gobierno de Peña Nieto: ante la imposibilidad de ofrecer solución a los problemas, intenta controlar las expresiones del descontento. En suma, las élites no van a producir los cambios que el país requiere. Los ciudadanos tienen la palabra, aunque sabemos que nunca es fácil para los pasajeros mover un avión cuando el piloto no quiere volar.
@jorgezepedap
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