La semana pasada causaron gran polémica dos desatinos políticos.
El primero sucedió en el puerto de San Blas, Nayarit. El presidente de ese municipio, Hilario Ramírez Villanueva, alias Layín, le subió el vestido a una mujer que, durante su festejo de cumpleaños, bailaba con él al son de la banda El Recodo.
El segundo sucedió en Londón, durante la visita del presidente Peña Nieto a ese país, donde, aparte de la excesiva comitiva que acompañó al ejecutivo federal, se criticó lo caro que había costado el vestuario de la primera dama, más de ciento veinte mil pesos, en un país donde millones se mueren de hambre.
¿Quiso demostrar Layín con ese acto hasta dónde puede llegar la bajeza de la clase política mexicana? No tenía que hacerlo, ya todos lo sabemos.
¿Quiso demostrar el presidente Peña Nieto la alcurnia que produce nuestro país? Tampoco tenía que hacerlo, nadie nos lo creería.
No es gratuito que el descontento social haya tenido como motivo dos vestidos. No lo es porque ambos tienen como causa el cinismo al que ha llegado nuestra clase política de todos los niveles.
La ofensa de Layín fue condenada duramente (hasta su renuncia se ha pedido) y el edil tuvo que ofrecer una disculpa pública por lo acontecido, disculpa pública que debería también ofrecer el presidente Peña Nieto pues el agravio ciudadano no es menor. Pero no lo ha hecho.
Tanto Layín como Peña Nieto muestran el grado de impunidad al que ha llegado un México en el que ya es costumbre levantarnos desayunando atropellos.
Si la diferencia básica entre civilización y barbarie es la ley, nadie podrá refutar que nuestro país pertenece al segundo reino. Su muestra más palpable nos la ofrece la historia de estos dos vestidos.
@rogelioguedea