Author image

Arnoldo Cuellar

30/01/2015 - 12:01 am

Ni verdad, ni historia; solo banalidad

Vaya manía la del procurador Jesús Murillo Karam de lanzar frases inoportunas cuando trata de dejar en claro el tema de Iguala y la desaparición de los normalistas. Del «ya me cansé» al «esta es la verdad histórica», cada intento del funcionario federal de dar por terminado el debate sobre el tema ha funcionado exactamente […]

Vaya manía la del procurador Jesús Murillo Karam de lanzar frases inoportunas cuando trata de dejar en claro el tema de Iguala y la desaparición de los normalistas. Del «ya me cansé» al «esta es la verdad histórica», cada intento del funcionario federal de dar por terminado el debate sobre el tema ha funcionado exactamente como revulsivo.

Quizá no haya mucho misterio en eso. Pueden tratarse de freudianos actos fallidos, con los que el procurador solo trata de decir que el Estado Mexicano no tiene porque dar explicaciones de sus decisiones y que ya mucho ha tolerado los cuestionamientos sobre sus conclusiones.

En la lógica priista, solo desde el pináculo del régimen político se hace historia. La visión contradice el origen de este partido en una revolución popular que cambió otro sentido de la historia, el de la modernización autoritaria y fallida del porfirismo, con muchos paralelismos con la que intenta hoy Enrique Peña Nieto a través de sus reformas estructurales.

En la lógica de Murillo, como se ha dicho hasta el cansancio, resulta inadmisible dedicarle tanto tiempo a un solo caso, independientemente de que esté inconcluso y con más lagunas que certezas. Por eso está cansado, por eso quisiera grabar en piedra sus conclusiones.

Llama poderosamente la atención, o mejor dicho, resulta altamente emblemático, que la piedra de toque de la explicación oficial (y no verdad histórica) del gobierno de Peña Nieto sobre la desaparición de los estudiantes se encuentre soportada en «confesiones de culpabilidad» de los presuntos delincuentes.

Si algo ha impedido a lo largo de los años que en México tengamos una cultura criminalística, ausencia evidente cada vez que ocurre un acontecimiento de alto impacto mediático, aunque vigente en todas y cada una de las averiguaciones previas e investigaciones criminales que se realizan a lo largo y ancho del país, es que la prueba reina de nuestros flamantes peritos es la confesión.

En el caso de la versión sobre la muerte e incineración de los estudiantes en Cocula, brillan por su ausencia elementos periciales fundamentales. Por ejemplo: ¿en que vehículos fueron transportados los 43 estudiantes, muchos de ellos ya muertos, según versiones como la de Felipe Rodríguez alias el Cepillo? Si muchos de los estudiantes ya venían muertos por disparos y otros estaban golpeados de forma inclemente ¿no quedaron rastros de sangre en esos vehículos? ¿Dónde ocurrió esa masacre, en que terreno o localidad? ¿Una cosa es quemar 43 cuerpos y otra muy distinta matar a 43 personas? ¿No quedan huellas, rastros, testigos de una masacre así, regueros de tejidos humanos y de ADN?

Nada al respecto ha mostrado el procurador, solo los dichos de unos presuntos criminales a los que se nos quiere hacer pasar por verdaderos demonios, pero de los cuales solo tenemos su testimonio. Se conocen los métodos de interrogatorio de las policías mexicanas, la tortura en México sigue existiendo como documentan investigaciones de organizaciones de derechos humanos nacionales y extranjeras. En los sótanos de nuestras policías cualquiera confiesa el peor crimen del mundo.

Por eso, la intención de la reforma penal, una de ellas, era la de sustituir las confesiones por pruebas periciales de carácter científico, para superar la desviación de un sistema de justicia cuyas marcas principales son la impunidad, la falta de denuncia y la consignación de inocentes. Hoy, con casos emblemáticos y trascendentes como el de Iguala, vemos como el nuevos sistema penal se ahoga en las mismas contradicciones que el que se pretendía superar.

La fabricación de culpables para satisfacer grandes ánimos de venganza o incluso intensos deseos de justicia, es algo que ya documentó la pensadora alemana Hannah Arendt en su texto Eichmann en Jerusalén. Responsabilizar de toda la maldad moral a un individuo que solo era un pequeño engranaje de una maquinaria tan perversa y sofisticada que incluso hacía colaborar a sus mismas víctimas para perpetrar un crimen de lesa humanidad, es una forma de ocultar la verdad y negarse a entender las razones profundas de una catástrofe humanitaria, única posibilidad de intentar erradicarla hacia el futuro.

En México, no solo Enrique Peña Nieto «no entiende que no entiende». Son muchos los que se encuentran en esa frecuencia, entre ellos numerosos periodistas y analistas del acontecer político que con sus exhortos a «darle vuelta a la página» y a validar las versiones oficiales con un dejo de superioridad y de condescendencia «hacia los abatidos padres de los normalistas». La banalidad del mal se encuentra entre nosotros, es nuestro pan de cada día.

Arnoldo Cuellar
Periodista, analista político. Reportero y columnista en medios escritos y electrónicos en Guanajuato y León desde 1981. Autor del blog Guanajuato Escenarios Políticos (arnoldocuellar.com).
en Sinembargo al Aire

Opinión

más leídas

más leídas