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Francisco Ortiz Pinchetti

23/01/2015 - 12:00 am

Himno a la Alegría

Debió ser una tarde de verano. Llovía copiosamente en el sur de la capital. Tras de guarecerme en el quicio de la puerta de una dulcería, frente al jardín Centenario, abordé en la calle de Tres Cruces un camión de segunda clase  de la línea Colonia del Valle-Coyoacán, que entonces eran verdes pistache con una […]

Debió ser una tarde de verano. Llovía copiosamente en el sur de la capital. Tras de guarecerme en el quicio de la puerta de una dulcería, frente al jardín Centenario, abordé en la calle de Tres Cruces un camión de segunda clase  de la línea Colonia del Valle-Coyoacán, que entonces eran verdes pistache con una franja roja como distintivo.  En la esquina siguiente subió un hombre que llevaba una tabla de triplay a manera de charola cubierta con un plástico transparente. Iba tocado con un sombrero de palma que literalmente chorreaba agua, como todo él. Se sentó justo frente a mí, en el asiento continuo que tenían esos autobuses. Observé que su charola estaba colmada de palanquetas de amaranto, las llamadas alegrías,  y de esas obleas con pepitas de calabaza y una embarrada de cajeta  que entonces les decíamos pepitorias. Era evidentemente un vendedor de alegría. Sin embargo, iba ensimismado y conmovedoramente triste. Me pareció que estaba a punto de llorar. Qué paradoja, pensé: el vendedor de alegría está feliz cuando se le acaba la alegría, pero cuando le sobra alegría, se pone triste.

Me gustó mi ocurrencia, que desde entonces la platico a quien se deja. La verdad es que le tengo a la alegría cierta predilección y hasta cariño. De alguna manera me resulta entrañable. Claro, nunca imaginé que algún día, hoy, le rendiría una especie de homenaje. Lo cierto es que una de mis golosinas favoritas, desde niño, sobre todo cuando me enteré que además de sabrosa contiene importantes atributos alimenticios. O sea, en realidad estoy mal: es mucho más que una golosina.

Ahora sé que era un alimento común entre los pueblos mesoamericanos antes de la llegada de los españoles. Los mexicas le llamaban huautli. Se ha estimado que  ellos cultivaban diez veces más amaranto que los que actualmente se siembra en México. Por sus atributos singulares, los naturales ofrecían a sus dioses figuras hechas con esa semilla amasada con aguamiel, en festividades religiosas. También se dice que en ocasiones usaban la sangre de los sacrificados para hacer la mezcla. Tal vez. El caso es que los conquistadores decidieron prohibir su cultivo y su consumo, como ocurrió luego con la vid y la aceituna. Sin embargo, el amaranto sobrevivió de manera clandestina –tal vez de forma silvestre— a través de los siglos y actualmente hay una producción limitada pero importante de ese cereal, que se consume como golosina y también se utiliza como harina para la elaboración de pastas, panes y galletas, además de ser ingrediente principal de una serie de platillos: tamales, chiles rellenos, tortas de atún o de verdura, pollo en salsa de amaranto, albóndigas, atole y hasta pizzas.

Se ha comprobado que efectivamente es un alimento prodigioso, al que ya algunos científicos llaman “el alimento del futuro”. Ahora sabemos que  es rico en proteína, de la que llega a tener hasta un 16 por ciento, nivel superior al del trigo, el maíz, la cebada y el arroz.  Pero también es rico en minerales. Contiene lisina (aminoácido de alto valor biológico), el cual ayuda a la memoria, inteligencia y alto aprendizaje.  Bajo en grasas,  es un producto dietético, fuente saludable de carbohidratos, sirve como fibra dietética y laxante y es 100 por ciento digestivo. Me preguntó por qué en un país como México, con una gran parte de su población en pobreza extrema y desnutrición no se fomenta el cultivo y consumo de este cereal barato y rico en varios sentidos. Otro absurdo.

Les confieso por cierto que durante mucho tiempo viví en la creencia de el amaranto era la misma planta que el huauzóntle, ingrediente central de uno de mis platillos favoritos de la cocina mexicana.  ¿Los han probado? Son unas ramas de las que penden infinidad de semillitas, supuestamente granos de amaranto, con los que se forman especies de ramilletes atados con un hilo de cocer,  rellenos de queso añejo y capeados con huevo, que se sirven en un caldillo de jitomate o en salsa de chile pasilla. Complicados de comer, pero deliciosos. Resulta que el chef de un restaurante de Querétaro llamado Fin de Siglo (y ubicado frente al Teatro de la República, en el centro) en el que preparaban ese platillo me aseguró que el huauzóntle, que también tiene notables cualidades nutritivas, no era otra cosa que el amaranto mismo, pero en su estado de vegetal verde. Fue tan convincente que me la creí. Ahora me entero que no, que botánicamente pertenecen a dos familias distintas, aunque sumamente parecidas, eso sí.

Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, esta es la definición de amaranto: “m. Planta anual de la familia de las Amarantáceas, de ocho a nueve decímetros de altura, con tallo grueso y ramoso, hojas oblongas y ondeadas, flores terminales en espiga densa, aterciopelada y comprimida a manera de cresta, y comúnmente, según las distintas variedades de la planta, carmesíes, amarillas, blancas o jaspeadas, y fruto con muchas semillas negras y relucientes”.  También hay una definición, por cierto equivocada, para la alegría: “Nuégado o alajú condimentado con ajonjolí”. Nuégado es “pasta cocida al horno, hecha con harina, miel y nueces, y que también suele hacerse de piñones, almendras, avellanas, cañamones, etcétera”. Y alajú, es “pasta de almendras, nueces y, a veces, piñones, pan rallado y tostado, especia fina y miel bien cocida”. Le andan cerca, pero no le atinan porque se equivocan en lo esencial: no es ajonjolí, sino amaranto.

Por lo demás parece que a pocos importó durante centurias indagar el origen del curioso nombre de “alegría” dado al amaranto. Batallé para localizar alguna referencia al respecto. Un texto de Martha Delfin Guillaumin, (en el portal de “Historiadores de la cocina”) recogió en diciembre de 2010 una mención a la alegría del historiador Ricardo Ortiz, según la cual ese nombre “quizá obedezca a que los cronistas españoles usaban esa voz para describir las ceremonias religiosas de los mexicas”, que incluían cantos, bailes y consumo de la semilla de huautli en varias preparaciones. Como había tal manifestación de alegría, escribió, “los españoles nombraron así a los alimentos rituales”.

Es probable. Aunque me acabo de enterar de una nueva, sorprendente  explicación: se llama alegría, simplemente, porque produce alegría a quien la consume (de haber conocido esta noticia, Vicente Fox habría hecho sembrar todo su rancho San Cristóbal, allá en Guanajuato, de puro amaranto). Al menos eso indican las averiguaciones científicas del  investigador universitario Manuel Soriano García, que  desarrolló cápsulas a partir del amaranto para tratar las afectaciones del ánimo, con la ventaja de que, por provenir de una fuente natural, no tiene efectos secundarios y su costo es accesible.  «Quizá sus efectos no sean como para bailar y brincar de súbito, pero han mostrado ser útiles cuando el ánimo amenaza con hundirnos y es preciso salir de ese trance lo más rápido posible», explicó Soriano García en una entrevista. El investigador del Instituto de Química de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)  comentó que las cápsulas obtenidas de la planta, con cuyas semillas se hacen las llamadas «alegrías», han sido probadas en pacientes de los institutos nacionales de Neurología y Psiquiatría y podrían ser sometidas a exámenes para obtener el grado de producto farmacológico. Explicó que desde siempre le intrigó saber por qué cierto dulce de origen prehispánico recibe el nombre de alegría. «Las palabras suelen ocultar una sabiduría revelada a quien esté dispuesto a ver qué hay detrás de ellas; por ello ahondé en el amaranto y encontré que tiene funciones antidepresivas», dijo. El investigador halló en el triptófano del amaranto (Amaranthus hypochondriacus) la base para desarrollar una alternativa a los fármacos tradicionales. «Los antidepresivos comerciales funcionan por saturación, es decir, deben transcurrir seis semanas para que el paciente perciba mejorías aunque, con frecuencia, tienen efectos secundarios. En contraste, nosotros echamos mano de una planta consumida por nuestros antepasados durante milenios, de efecto casi inmediato y, lo más importante, sin los estragos que acompañan la ingesta de los comprimidos químicos».  Una maravilla. Es, resumió el investigador universitario, una alternativa naturista a medicamentos como el Prozac. Válgame.

 

DE LA LIBRE-TA

Sólo faltó el comercial: el próximo sábado 31 de enero inicia en el poblado de Santiago Tulyehualco, en la delegación de Xochimilco, la Feria de la Alegría y el Olivo, que se celebra cada año desde 1971. Durará hasta el 15 de febrero. Una oportunidad sin igual… ¡para llenarnos de alegría!

 

Twitter: @fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).
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