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Jorge Javier Romero Vadillo

01/01/2015 - 12:00 am

El ejército y la crisis política

En medio de la crisis política que no cesa, aparece uno de sus principales afectados: el ejército. Algo está ocurriendo en la relación entre las fuerzas armadas y el gobierno y desde luego en la relación entre la sociedad mexicana y su ejército que puede cambiar los equilibrios estatales construidos durante la época clásica del […]

En medio de la crisis política que no cesa, aparece uno de sus principales afectados: el ejército. Algo está ocurriendo en la relación entre las fuerzas armadas y el gobierno y desde luego en la relación entre la sociedad mexicana y su ejército que puede cambiar los equilibrios estatales construidos durante la época clásica del régimen del PRI.

            El ejército mexicano es una organización peculiar, marcada por su origen revolucionario, pero sobre todo por su renuncia a ejercer directamente el poder político, hecho fundamental del pacto de consolidación del que emergió el PRI en 1946 y que marcó la singularidad mexicana entre los países de América Latina, donde los ejércitos de casta una y otra vez usurparon el poder durante el pasado siglo.

Habían sido los generales los que habían institucionalizado a la revolución. Sin embargo, desde muy pronto los caudillos revolucionarios que se hicieron con el control del territorio —finalmente Obregón y Calles—, se dieron cuenta de que necesitaban ensanchar su coalición de poder y que no podían seguir siendo las armas las que definieran la competencia política, sobre todo después de la crudelísima rebelión delahuertista, que acabó con la vida de buena parte de los generales y oficiales del bando constitucionalista. Desde muy pronto, los caudillos buscaron aliados en el movimiento obrero y en el agrarismo, para ampliar su base de legitimidad.

            Sin embargo, incluso después del pacto de 1929, del que surgió el PNR y que hubiera sido imposible sin la participación de políticos civiles, los generales siguieron siendo el núcleo central del grupo en el poder y la ascendencia sobre el ejército un elemento indispensable para ejercer la presidencia de la República. Con la nueva ampliación del pacto político propiciada por Cárdenas, concretada en 1938 en la institucionalización del corporativismo, se redujo el peso del ejército en la coalición política dominante, al grado de que en el diseño original del Partido de la Revolución Mexicana el militar no es más que el cuarto sector de la organización partidista, cuando mucho con la misma relevancia que cada uno de los otros tres —obrero, campesino y popular— y en todo caso en minoría frente a las corporaciones civiles.

            La evolución del partido oficial desde su forma primitiva de 1929 hasta su transformación en PRI es, en buena medida la historia de la retirada del ejército del ejercicio directo del poder y su conversión en un cuerpo de carrera, con un sistema claro de ingreso, promoción estímulos y retiro. La llegada de Ávila Camacho a la presidencia ya no fue producto de su historial revolucionario, sino de su ascenso en la carrera burocrática dentro de las mismas fuerzas armadas. Él, junto con Miguel Alemán, fue el artífice de la normalización del régimen, de su autoproclamada institucionalización. Primero, sacó al ejército de las corporaciones subordinadas a la disciplina partidista con la eliminación del sector militar del PRM; con ello, el ejército ganó autonomía y se colocó al margen de las disputas políticas. A cambio, obtuvo inmunidad casi absoluta, un sistema de profesionalización relativamente bien retribuido y carta blanca para administrar de manera patrimonial las zonas militares en los ámbitos de su competencia.

            Si con el arribo de Miguel Alemán a la presidencia y la proclamación del civilismo, los generales dejaron de lado la disputa por el centro del poder, con el pacto consiguieron cuotas estables  de representación en las cámaras legislativas y su tajada de poder regional, pues también participaban en el reparto de los gobiernos estatales. Simbólicamente, la presidencia del PRI estuvo reservada durante buena parte de la época clásica del régimen para un general. Al igual que la marina —que fue creciendo en importancia a partir de que el propio Ávila Camacho la separó del ejército y  le creó su propia secretaría para administrar su carrera—,  el ejército mantuvo una participación directa en el gobierno, la cual subsiste y es una anomalía respecto a la inmensa mayoría de las democracias, donde la política de defensa la encabezan civiles.

            El ejército mexicano se convirtió en uno más de los socios de la coalición gobernante, con poder veto sobre asuntos que le competieran y con un papel fundamental en el mantenimiento del orden autoritario. Es cierto que el régimen no fue abiertamente represivo, pero el ejército siempre estuvo ahí para reducir a los a los disidentes cuando éstos rebasaban los márgenes tolerados. Se usó al ejército contra los ferrocarrileros en 1948 y 1960 y contra los mineros en 1953. Si bien esas intervenciones no fueron sangrientas, si implicaron violaciones de derechos humanos; fueron más frecuentes las muertes en las acciones militares contra movimientos de solicitantes de tierra con ocupaciones.

            En los turbulentos años de la década de 1960, con la proliferación de movimientos guerrilleros inspirados por la revolución cubana,  el uso del ejército en tareas de seguridad interna aumentó y en 1968 se le usó contra el movimiento estudiantil, hasta provocar la tragedia. En los setenta, fue parte fundamental de la guerra sucia desatada en 1973 contra las guerrillas y en la contención violenta de la protesta campesina. También es entonces cuando se le comienza a usar en la guerra contra el narcotráfico.

            Durante los años ochenta y noventa del siglo pasado, el papel del ejército se redujo de nuevo. No apareció ya en la contención de los movimientos sociales; sus tareas se vieron constreñidas a la persecución laxa del narcotráfico y a tareas de protección civil. La percepción social de las fuerzas armadas mejoró y llegaron a ser las organizaciones públicas más valoradas.

            Entre las inmunidades conseguidas por la fuerzas armadas durante la época clásica del PRI estuvo la de la protección frente a la crítica y el escrutinio político o público. El tópico repetía que en la prensa mexicana no se podía criticar ni al presidente ni al ejército; de ahí para abajo todo se valía y las opiniones favorables o desfavorables dependían de la generosidad o tacañería de cada secretario o funcionario relevante, quienes por lo general optaban por mantener a sueldo a los reporteros de sus respectivas “fuentes”. Lo que ocurría en las fuerzas armadas se quedaba en las fuerzas armadas. Prácticamente ningún militar de alto rango fue procesado por delitos vinculados a su cargo. Los abusos de la guerra sucia quedaron impunes, mientras en los países del Cono Sur, donde los militares fueron los responsables políticos de la contención de la disidencia, ha habido comisiones de la verdad y juicios por asesinatos y desapariciones llevadas a cabo por las respectivas milicias.

            El involucramiento masivo del ejército y de la marina en la guerra contra las drogas como eje de la estrategia de Calderón colocó a las fuerzas armadas en un papel que no habían tenido desde la guerra sucia de los años setenta. El intento de frenar el comercio de drogas con acciones militares, sin consideraciones respecto a las garantías jurídicas o los derechos humanos, ha revivido los tiempos de abusos y conductas atrabiliarias de unas organizaciones diseñadas para el enfrentamiento abierto, no para realizar operaciones policiales con las restricciones correspondientes a un Estado de derecho. Calderón creó zonas con estados de excepción bajo control militar sin respeto alguno al orden constitucional y tanto el ejército como la marina actuaron en consecuencia. Los indicios de abusos graves son abundantes. El caso de Tlatlaya sólo es la muestra que ha salido a la luz y ha quedado bajo el escrutinio mundial, pero parece ser la evidencia de un comportamiento habitual que ha producido un índice de letalidad extremadamente alto en la intervenciones del ejército o la marina en operaciones contra narcotraficantes.

            Esta semana, en un hecho inusitado que puede resultar trascendente en el conocimiento de la manera de operar de las fuerzas armadas en sus acciones de control territorial, la PGR y la CNDH filtraron a los medios evidencias de que el ejército alteró la escena de los hechos de Tlatlaya, en un presunto intento de encubrimiento de los soldados que llevaron a cabo la ejecución de los presuntos delincuentes rendidos. Semanas antes, los discursos exaltados del secretario de Marina y del secretario de la Defensa mostraban que algo no andaba muy bien en la relación con el gobierno: demasiadas reiteraciones de adhesión, excesivo énfasis en la coincidencia con el proyecto presidencial.

            Por otra parte, si bien las han hecho sin presentar prueba alguna, las acusaciones de los padres de los desaparecidos de Ayotzinapa cuando reclaman al ejército la retención de sus hijos, cala en sectores importantes de la opinión movilizada. La percepción social de las fuerzas armadas se ha deteriorado severamente y el escrutinio público sobre sus actos será cada vez mayor.

La crisis puede cambiar el papel que las fuerzas armadas han jugado en el arreglo político mexicano. Bueno sería que de aquí saliera una redefinición clara de sus funciones y atribuciones. Necesitamos un ejército para la paz, que deje de usarse para combatir a los enemigos internos y se convierta en auténtico garante del papel de México en el mundo. Bien le haría a las fuerzas armadas mexicanas involucrarse en las operaciones internacionales de paz dirigidas por las Naciones Unidas. Tal vez así, el respeto a los derechos humanos y el comportamiento acotado por la legalidad penetrarían en su manera de hacer las cosas.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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