Francisco Ortiz Pinchetti
26/12/2014 - 12:00 am
Pérdidas navideñas
Aclaro que no soy de las personas a las que deprime, y hasta irrita, la temporada navideña y que representan por cierto un segmento bien importante de la población mexicana. Por el contrario: me encanta la Navidad. Disfruto de verdad este ambiente decembrino lleno de reminiscencias infantiles y de posibilidades de convivencia familiar. En cambio, […]
Aclaro que no soy de las personas a las que deprime, y hasta irrita, la temporada navideña y que representan por cierto un segmento bien importante de la población mexicana. Por el contrario: me encanta la Navidad. Disfruto de verdad este ambiente decembrino lleno de reminiscencias infantiles y de posibilidades de convivencia familiar. En cambio, lamento la pérdida paulatina de no pocas costumbres y tradiciones decembrinas que daban calor, color y sabor a esas fiestas y que ahora no tengo más remedio que extrañar.
Pienso que la pérdida más lamentable es la de los nacimientos monumentales que se instalaban en muchos hogares de la ciudad de México, a los que tenía acceso el público. La costumbre traída a la Nueva España por los frailes franciscanos avecindados en Mixcoac prendió fuerte en la cultura religiosa de los mexicanos. El más famoso de todos llegó a ser el que durante casi medio siglo ponía el poeta Carlos Pellicer en su casa de las Lomas de Chapultepec. Se formaban colas hasta de una cuadra para entrar a la residencia y disfrutar de la imaginación sin límite del escritor tabasqueño para recrear la escena del Nacimiento de Jesús. “Desde siempre organizo El Nacimiento cada Navidad en mi casa”, platicaba el propio Pellicer en 1969, ocho años antes de su muerte. “Creo que es lo único notable que hago en mi vida. Es casi una obra maestra”. Otros “belenes” célebres que instalaban familias de las colonias Polanco, Moderna, Del Valle o Narvarte que tuve la suerte de conocer fueron desapareciendo por diversas razones, entre otras por el alto costo de la energía eléctrica requerida, como fue el caso del Nacimiento que una familia ponía en el garaje de su casa, en la calle de Bartolache.
¿Y qué fue de las tarjetas navideñas? Una bella costumbre importada de los Estados Unidos tuvo su auge en nuestra sociedad durante las décadas de los sesenta y los setenta. Las tarjetas ilustradas con motivos navideños y rotuladas con el nombre de quién las enviaba a sus familiares y amigos colmaban los árboles de Navidad de nuestras casas o cubrían un muro de la sala con sus leyendas de buenos deseos. Yo fui vendedor de esas tarjetas durante dos o tres años. Había imprentas especializadas, algunas de ellas instaladas en la calle de El Salvador, en el centro histórico de la capital, que ofrecían buenas comisiones por la obtención de clientes que adquirieran un mínimo de 25 piezas, cuyo precio era muy variable en función de la calidad de su impresión, el tamaño y la clase de cartulina que se empleaba. Allá en mis tiempos de preparatoriano incluso compré una pequeña prensa de mano (de esas que empleaban los impresores del portal de Santo Domingo) y dediqué mis vacaciones decembrinas de un par de años a ese negocio, para lo que adquiría a bajo costo saldos de tarjetas del año anterior. Les imprimíamos el nombre del comprador y la “leyenda” de su elección, compuesta en líneas de linotipo. Hay una que no se me olvida: “Que las dulces palabras de Jesús, amaos los unos a los otros, perduren en vuestros corazones a través del Año Nuevo”. Me sorprende la estadística del Servicio Postal Mexicano que nos indica que en 1975, por ejemplo, se llegaron a manejar en el país a través del correo más de seis millones de tarjetas navideñas, sólo en el mes de diciembre; pero más me sorprende que cuarenta años después ese recordatorio de buenas intenciones haya desaparecido prácticamente por completo.
La costumbre de enviar canastas navideñas está igualmente en proceso de extinción. Había algunas verdaderamente espectaculares, conformadas por los más finos y costosos vinos y licores, latería de importación, piernas de jamón serrano, frutas secas, peladillas, mazapanes y mil manjares más. Recuerdo que ante nuestra mirada envidiosa de modestos reporteros llegaban por docenas –algunas francamente ostentosas– a la oficina del director de Excélsior, en el histórico edificio de Reforma 18, antes de que se pusieran relativas restricciones a los regalos de los funcionarios públicos. Había tiendas dedicadas a su comercialización, como La Naval, La Madrileña y La Europea, que aún las venden pero ya en muy pequeña escala. La XEW promovía en su programación el “Arcón W”, una versión popular de las canastas, que los radioescuchas podían solicitar a domicilio.
Las posadas sobreviven, pero son ya en la mayoría de los casos tristes remedos de los que llegaron a ser verdaderos acontecimientos en los viejos barrios de la ciudad. Se realizaba como Dios manda, así se dice, la procesión con Los Peregrinos, durante la cual los asistentes con velitas en las manos hacían el rezo de la letanía: el Ora Pro Nobis… Luego tenía lugar la petición de posada en alguna casa con los cánticos tradicionales y la posterior celebración, una vez cantado el entre santos peregrinos, con confites, canelones, ponches y piñatas, que entonces tenían como alma una cazuela de barro. La celebración de las posadas derivó poco a poco en ocasión de un divertido baile… en el mejor de los casos.
Se perdió para siempre, también, el monumental Árbol de Liverpool, que se instaló en la esquina de Félix Cuevas e Insurgentes Sur a lo largo de 47 años de manera ininterrumpida, desde la inauguración de esa tienda departamental en 1961. Las obras de construcción de la tristemente célebre Línea 12 del Metro a lo largo del Eje 7 Sur Félix Cuevas obligaron a suspender esa tradición, al suprimirse definitivamente la placita en que se erigía. La última vez fue en diciembre de 2009, pero inopinadamente, antes de llegar la Navidad, el enorme árbol fue desmontado para siempre. Tampoco puedo olvidar, ni modo, las carcajadas interminables del Santa Claus del Sears de Insurgentes y San Luis Potosí, en la colonia Roma. Aunque muchos criticaban lo que llamaban “una gringada”, para otros ese regordete muñeco mecánico movible, presente en la vitrina de esa esquina desde 1955, formó parte durante décadas de una entrañable Navidad que se fue. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
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