Francisco Ortiz Pinchetti
12/12/2014 - 12:02 am
Vicente Leñero, otras historias (2)
Pocos supieron que además de periodista, dramaturgo, novelista, guionista, ensayista, académico e ingeniero civil, Vicente Leñero era también un buen dibujante. Tenía una facilidad innata para el dibujo y disfrutaba hacer caricaturas y viñetas, como un hobby. Cada jueves solía elaborar a lápiz una viñeta, generalmente con un toque humorístico, durante la junta donde se […]
Pocos supieron que además de periodista, dramaturgo, novelista, guionista, ensayista, académico e ingeniero civil, Vicente Leñero era también un buen dibujante. Tenía una facilidad innata para el dibujo y disfrutaba hacer caricaturas y viñetas, como un hobby. Cada jueves solía elaborar a lápiz una viñeta, generalmente con un toque humorístico, durante la junta donde se dilucidaban con toda seriedad los temas y la portada del número semanal de Proceso. Lo hacía en la parte baja de su inseparable layout, –la cuadrícula de papel que reproducía como una maqueta impresa, en pares, las planas de la edición correspondiente–, con la cual llevaba el riguroso control de la producción de cada número del semanario. A menudo su dibujo se refería a algunos de los asuntos periodísticos que ahí se discutían, aunque otras veces no tenían nada que ver. Solía afinar su boceto al salir de la reunión, en su escritorio, antes de la imperdonable partida de dominó; pero casi nunca enseñaba sus dibujos. Alguna vez decidió recortar sus viñetas de las cuadrículas almacenadas en un cajón y encomendó a su asistente Federico González, El Chino (que lo acompañaría como chófer y una suerte de secretario hasta el final), que las llevara a enmarcarlas en latón. Luego las regaló a algunos de nosotros. Conservo uno de esos dibujos: a la orilla de un río, una serie de personajes caricaturizados observan el paso de un pato sobre el agua. Hay hombres y mujeres, altos y bajitos, gordos y esbeltos. Algunos llevan gorra o sombrero y hay una chica en bikini. La viñeta de Vicente tiene para mí el valor de una reliquia.
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Armado con su cuadrícula imprescindible –que adoptó desde que dirigió la revista Claudia y luego utilizó durante los años que estuvo al frente de Revista de Revistas— Vicente disfrutaba su trabajo como incansable editor de Proceso. Él se encargaba de distribuir el material, ajustar encabezados, seleccionar fotos, marcar encuadres, supervisar al armado de las planas, que entonces se hacían en papel, sobre cartulinas especiales. Lo más notable era que se daba tiempo no sólo para el dominó o el ajedrez, sino también para las bromas, los chascarrillos y las ocurrencias. A su ingenio se debió el Museo del Horror, una vitrina que contenía vestigios variados de diferentes tragedias y sucedidos, aportados por los reporteros. Había por ejemplo ceniza del Chichonal, que había hecho erupción en Chiapas en 1982; un trozo de fuselaje del DC-10 de Western Airlines que se accidentó en la pista 23 Izquierda del Aeropuerto de la Ciudad de México el 31 de octubre de 1979; latas quemadas rescatadas del incendio en la Cineteca, bolas de billar que me volé de la casa de Miguel Ángel Félix Gallardo en la playa de Altata, Sinaloa; el teclado chamuscado de una máquina de escribir de la sala de prensa de la Cámara de Diputados, incendiada en 1989; un ejemplar de Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway, rescatado de los escombros de un edificio de la colonia Roma luego de los sismos de 1985. También fue idea suya la Galería de las Hombres Sencillos, integrada por fotografías enmarcadas en marcos garigoleados de plástico dorado. Ahí estaban, entre otros, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Erique Krauze… Vicente sabía de fotografía, sin ser fotógrafo. Al menos nunca lo vi con una cámara en las manos; pero tenía una notable sensibilidad para escoger las gráficas, decidir de encuadres, posiciones, distancias. Solía ser estricto con la calidad de las fotos. Francisco Ortiz Pardo (que antes de ser reportero estuvo encargado del archivo fotográfico), le presentaba una selección de tres o cuatro gráficas para cada asunto. Las repasaba rápidamente y elegía sin dudar. Valoraba las fotos más por su eficacia periodística que por su calidad artística. “No quiero poemas”, advertía. Y cuando ninguna foto le convencía, entonces ardía Troya. Tenía sus dichos para reclamar a los fotógrafos, como “¡tírense al suelo, carajo!” o “hay que estar ahí y disparar a tiempo”. El fotógrafo Francisco Daniel, a quien llamamos el Dani, tenía — y supongo que tiene– un sistema automático de autodefensa contra el albur. Ante la más remota y absurda connotación sexual de una palabra o una frase, reaccionaba con su “¿qué psooó?” que se volvió proverbial. Un día Leñero le reclamó porque sus fotos eran todas de formato horizontal. “¿No sabes que la cámara tiene dos posiciones?, le dijo, muy molesto. A lo que Dani contestó, raudo: “¿qué psooó, Vicente? Nunca vi igual de estupefacto a Vicente Leñero. Solo meneó la cabeza y sonrió.
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“Las cosas no van a cambiar en Proceso mientras Julio esté ahí”, me soltó Vicente Leñero una tarde de agosto de 1994 en la cafetería del Hotel Diplomático, en Insurgentes Sur, que durante años fuera desayunadero predilecto de políticos y periodistas. Habían transcurrido varios meses durante los cuales primero él y yo, y luego ambos con otros compañeros reporteros del semanario, habíamos platicado sobre el anquilosamiento de la publicación, los asuntos cada vez más forzados y repetitivos, la consecuente pérdida de credibilidad y eficacia. Y sobre la necesidad inaplazable de una renovación integral, incluido su diseño gráfico. Vicente estaba absolutamente de acuerdo con nosotros, consciente de esa situación, pero dudaba de la posibilidad de un cambio efectivo. Acabó por llegar a la conclusión de que Proceso requería una renovación de fondo que pasaba irremediablemente por un relevo en su dirección. Fue entonces cuando concibió la idea de un retiro simultáneo de Julio Scherer García, Enrique Maza y él de la confección del semanario, para seguir solamente como miembros de su Consejo de Administración. Sabía, y así me lo dijo, que no era fácil convencer a Julio (como siempre se refería a él). No lo fue. Tardó dos años en conseguirlo.
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Cuando la última vez que nos vimos en el Sanborns de San Antonio, en marzo de este año, Vicente me instó a escribir mi versión de lo ocurrido en Proceso, entendí que se refería a los episodios que me tocaron vivir o conocer, a menudo a su lado, en el devenir de nuestra publicación y no solamente mi caso personal. Como el tortuoso proceso que aquí esbozo para la sustitución de Julio Scherer García en la dirección del semanario, que fue en esos años un tema primordial. Era tarea mayor encontrar a un sucesor y, además, vencer las resistencia de otros miembros del Consejo que se sentían con derechos. Vicente me mantenía al tanto de sus elucubraciones y jugadas, que al final resultaban fallidas. ¿Quién podía suceder a Julio Scherer García? Obvio: Vicente Leñero. El reportero Elías Chávez y yo se lo planteamos durante un desayuno en el Chateau de la Palma de la calle Providencia, en la Del Valle. Le dijimos que él era la persona idónea, lógica, natural y que contaba con el apoyo de prácticamente toda la redacción. Nos mandó por un tubo: “Ni loco”, nos dijo. “Eso está totalmente descartado”. Además, abundó, “si no me voy yo, no se va Julio”. Anne Marie Mergier, nuestra corresponsal en Europa, me confió en París que Scherer García –quien había estado con ella en la Ciudad Lux dos semanas antes que yo–, le había revelado su decisión de designar como director de Proceso a Carlos Puig, un periodista joven y talentoso que había sido brillante corresponsal en Washington. Su nombramiento, le dijo, significaría el cambio generacional que el semanario requería. Pensé, y lo pienso ahora, que era una buena posibilidad. Nunca sin embargo tuve alguna otra referencia sobre esa supuesta decisión del director. Vicente no me la mencionó siquiera. El asunto se complicaba porque ni Leñero ni Scherer García estaban dispuestos a dejar la publicación en manos de Carlos Marín, Froylán López Narváez y Rafael Rodríguez Castañeda. Vicente me lo dijo claro, reiteradamente: no confiamos en ellos. El 20 aniversario de Proceso, en noviembre de 1996, fue la ocasión propicia para el retiro de los tres directivos históricos, que tomaron una decisión finalmente aberrante, que me comunicó personalmente Scherer García: incorporarnos a Gerardo Galarza, a Carlos Puig y a mí para integrar una dirección colectiva de ¡seis miembros!: el sexteto. Marín, Froylán y Rodríguez Castañeda expresaron de manera expresa y contundente su inconformidad con la decisión, que acataron a contrapelo. “Nosotros tenemos un pacto político entre los tres”, nos advirtieron durante una comida en casa de Scherer García en que se formalizó el acuerdo. Y, efectivamente, boicotearon al sexteto durante meses hasta hacerlo tronar.
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Preocupaba sobremanera a Vicente Leñero el tema de la propiedad de la empresa editora de Proceso y propietaria también de una imprenta propia, Editorial Esfuerzo, ubicada en Naucalpan. Más de una vez me habló del riesgo de perder el espíritu original de nuestra causa y caer en una rebatinga de intereses económicos. “No hay ningún documento escrito que consigne la verdadera naturaleza de la empresa, de la que nadie de nosotros es dueño”, me decía. Y fue uno de sus afanes prioritarias durante meses conseguir la elaboración y firma de ese documento. Él concibió la idea, convenció a Scherer García de su conveniencia y redactó el texto que finalmente firmaron los ocho integrantes en ese entonces del Consejo de Administración. Me platicó que hubo resistencia de algunos de ellos, tres. “Julio tuvo que tronarles el chicotito”, me dijo emocionado, feliz por su logro, al regalarme una copia del documento. Él mismo lo leyó el viernes 4 de noviembre de 1994 ante todo el personal de la empresa CISA reunido en el salón de usos múltiples de nuestro edificio administrativo, en Fresas 7. Una carta, La Carta le llamamos, que viene siendo a la postre un invaluable legado de Vicente Leñero. Pienso que vale la pena reproducirla de manera íntegra:
Nunca será admisible olvidar el origen. Nuestra revista Proceso y nuestra agencia CISA (Comunicación e Información, S.A. de C.V.) nacieron a raíz de un atentado. Fueron más bien la respuesta a un atentado contra la libertad periodística.
Cuando en julio de 1976 el gobierno de Luis Echeverría, valiéndose de un grupo de ambiciosos consiguió expulsar del periódico al director general de Excélsior, algunos de los trabajadores que salimos con él –convencidos de que el ataque al director nos involucraba a todos los que creíamos en la independencia y en la libertad del diario – decidimos fundar un semanario y una empresa periodística donde pudiéramos seguir ejerciendo nuestro oficio.
Económicamente partimos de cero. Sólo teníamos lo que desde entonces hemos llamado una causa: la de desarrollar hasta sus últimas consecuencias esa libertad y esa independencia –al margen de todo compromiso partidario, político, económico, personal– sin las cuales el periodismo no puede manifestarse plenamente.
Una convocatoria pública y las aportaciones morales monetarias de muchos simpatizantes, permitieron reunir el capital básico de la empresa que bajo la orientación del licenciado Jorge Barrera Graf fue dividido –de acuerdo con las disposiciones legales de una sociedad anónima– en acciones preferentes de la serie A y en acciones comunes de la serie B.
La posesión mayoritaria de esas acciones que irían creciendo con el tiempo dejaría el control de la empresa en manos de un consejo de administración. Según el plan original, sus integrantes tendrían el compromiso de marcar el rumbo de las actividades, defender el proyecto de posibles infiltraciones o traiciones, y mantener sobre todo el espíritu de nuestra tarea común.
Dado que ninguno de los miembros del grupo había aportado dinero propio de ese capital –o si lo había hecho fue con el espíritu de una donación—ninguno debería sentirse dueño personal de las acciones. El capital pertenecía y sigue perteneciendo desde entonces a todos los trabajadores en activo de la empresa, independientemente de su cargo. Ser poseedor mayoritario de acciones A y acciones B sólo ha significado –independientemente de lo que representan como valor monetario ante la ley—ejercer una tarea de custodia del capital que encarna nuestra causa. La causa es lo único que vale.
Así se entendió en un principio y desde entonces los poseedores mayoritarios de acciones, casi todos miembros del consejo de administración, de CISA y Editorial Esfuerzo— empresa derivada de la primera pero formalmente independiente–, se comprometieron a renunciar a los derechos económicos que nominalmente poseían, cuando decidieran por cualesquiera razones renunciar a la empresa.
Varios poseedores mayoritarios de acciones fueron renunciando a lo largo del camino y al irse no objetaron ser fieles al compromiso inicial: sin alegar derechos, transfirieron “sus” acciones al consejo, y el consejo las asignó a nuevos miembros que se comprometieron a mantener el espíritu original y actuar de igual manera en caso de una renuncia personal.
Eso se ha hecho en el transcurso de una breve historia y eso se continuará haciendo mientras existan Proceso, CISA y Editorial Esfuerzo.
Esta carta tiene por objeto confirmar, por escrito, el compromiso inicial. Quienes la suscribimos, en nuestro carácter de poseedores mayoritarios de acciones A y B, estamos convencidos de que la causa que anima nuestra tarea periodística parte de un absoluto desinterés económico personal. El futuro económico de CISA y Editorial Esfuerzo es un futuro económico para todos, no para unos cuantos. Se traduce mensualmente, y con eso basta, a través de un salario que nos empeñamos en que sea justo. El capital pertenece a los trabajadores en activo, y si algún día –en un caso extremo— nuestras empresas tuvieran que clausurarse, ese capital se repartiría proporcionalmente de acuerdo con el sueldo entre el conjunto de los trabajadores de las áreas periodísticas y de administración.
A eso nos comprometemos al firmar esta carta. Y a eso se comprometerán quienes en el futuro se vayan incorporando a este consejo de administración que pretende definir y defender el espíritu original de nuestro trabajo.
Más que un documento legal, este escrito es un documento moral. Un pacto entre nosotros mismos. Una decisión animada por lo que ha sido y quiere seguir siendo el espíritu de la empresa: servicio periodístico para la comunidad y satisfacción íntima por ejercer el oficio que hemos ido aprendiendo a lo largo de nuestra carrera en Proceso.
México, noviembre de 1994.
Julio Scherer García, Vicente Leñero, Enrique Sánchez España, Enrique Maza, Rafael Rodríguez Castañeda, Carlos Marín, Froylán M. López Narváez y Elena Guerra (firmas).
Nunca será admisible olvidar el origen, Vicente querido. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
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