Francisco Ortiz Pinchetti
05/12/2014 - 12:01 am
Vicente Leñero, otras historias (1)
Los topé de manera fortuita en un viejo tendejón de la avenida Álvaro Obregón. Habían ocurrido los sismos de 1985 y con el fotógrafo Juan Miranda hacíamos un reportaje sobre la devastada colonia Roma. Entramos al local atraídos por la posibilidad de entrevistar a su anciana propietaria, sobreviviente de la hecatombe. Los títeres colgaban como […]
Los topé de manera fortuita en un viejo tendejón de la avenida Álvaro Obregón. Habían ocurrido los sismos de 1985 y con el fotógrafo Juan Miranda hacíamos un reportaje sobre la devastada colonia Roma. Entramos al local atraídos por la posibilidad de entrevistar a su anciana propietaria, sobreviviente de la hecatombe. Los títeres colgaban como racimo entre zacates y estropajos. Eran dos docenas exactas de los originales muñecos de alambre, de los mismos que había buscado sin éxito por años y años en misceláneas y estanquillos de la ciudad. Con esas marionetas rudimentarias de barro y tela jugué de niño con mi hermano Humberto. Igual que Vicente Leñero lo hizo, con esas mismas figuras, con su hermano Luis. Ellos los compraban en los puestos del mercado Miraflores, en San Pedro de los Pinos, y nosotros en las tiendecitas de la colonia Cuauhtémoc. Ambos tuvimos nuestro pequeño teatro hecho con un cajón de madera, pero para Vicente fue el inicio de su carrera de teatrero, como él decía. De hecho con ese relato comienza su libro Vivir del Teatro (Ed. Joaquín Mortiz, 1982). Ahí los describe así: “Solamente la cabeza, las manos y los pies eran de barro; los trozos de tela daban forma a los cuerpos y elasticidad a los brazos, a las piernas. Bastaba sostenerlos desde la punta del alambre que les nacía en la cabeza, agitarlos un poco, para que cobraran vida”. Varias veces habíamos platicado sobre nuestra común afición infantil esos títeres inigualables y sobre el misterio de su desaparición. Alguna vez le confié el resultado de mis pesquisas, que me llevaron hasta Puebla, donde supuestamente vivía el artesano fabricante de aquellas figuras. Nunca lo encontré. Por eso aquel racimo de títeres resultaba para mi algo así como el descubrimiento de un tesoro. Ahí estaban todos los personajes mencionados por el propio Leñero: el Charro, el Narigón, la Monjita, el Negro, el Policía, el Diablo, la Viejita, el Jorobado. Los compré todos. La mitad se los regalé a Vicente y la mitad los conservo hasta la fecha en un espacio especial de mi librero. Nunca lo vi tan conmovido. A mí me emocionó también ver la forma en que observaba uno por uno aquellos títeres con una actitud casi de devoción, con cierta ternura. Pensé entonces que revivía en su memoria las puestas en escena en su teatrito La Mariposa. Me dio gusto.
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Vicente y yo nos habíamos conocido muchos años atrás, allá en los sesenta. Ahora sí que por azares del destino, había entrado a trabajar al Instituto Mexicano de Estudios Sociales (IMES), una asociación civil de inspiración cristiana promovida por el Secretariado Social Mexicano. El director del IMES era Luis Leñero Otero, el hermano menor de Vicente, sociólogo de profesión. Yo estaba encargado junto con Paco Ponce (sociólogo también y periodista, desaparecido prematuramente, que llegaría a ser un amigo entrañable), de la edición de las publicaciones. Surgió la idea de elaborar un Curso por Correspondencia sobre Desarrollo de la Comunidad, una de las áreas torales del Instituto. Luis nos recomendó visitar a su hermano Vicente, que por aquel entonces vivía de la venta de un Curso de Periodismo por Correspondencia avalado por la Escuela de Periodismo Carlos Septién. Vicente había estudiado en esa escuela originalmente católica y yo también. Así que fuimos a verlo a su casa de la Avenida Dos, en San Pedro de los Pinos, donde en efecto nos mostró su modus operandi completito y su sistema de control y calificación de sus alumnos. El curso, escrito y editado totalmente por él, consistía de 30 lecciones contenidas en otros tantos folletos de ocho planas cada uno, de tamaño media carta. Esas lecciones, tal cuales, serían luego la base del Manuel de Periodismo publicado por el propio Vicente, que generosamente compartió crédito con Carlos Marín. Nos explicó que hacía envíos por correo de tres lecciones juntas y el correspondiente cuestionario, que una vez calificado era adjuntado en el siguiente envío. Al final, enviaba a sus alumnos egresados el correspondiente Diploma, certificado por la Carlos Septién. Para promover su curso, hacía publicar pequeños anuncios en la revista católica Señal, en la que se inició como periodista. “Por eso tengo puros curas y monjas como alumnos”, nos comentó muerto de risa. Después de ese único encuentro habrían de pasar cuando menos otros nueve o diez años para que el destino, otra vez, nos diera una nueva oportunidad.
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Se me quemaban las habas por entrar a trabajar a Excélsior, entonces ya dirigido por Julio Scherer García. Había hecho mis pininos en algunas revistas de poca circulación y luego en Jueves de Excélsior, un viejo semanario de la casa donde mi padre trabajaba como jefe de redacción. Así que aprovechando mi incipiente amistad con Miguel Ángel Granados Chapa (que había sido compañero de prepa de mi primo Clemente Cabello en Pachuca y luego pasante de abogado mi hermano José Agustín) me le presenté en el tapanco donde despachaba junto con Miguel López Azuara como subdirector editorial de Excélsior. “Hay dos caminos: uno, intentar tu ingreso al periódico a través de Últimas Noticias o hacer colaboraciones para Revista de Revistas”, me planteó Miguel Ángel. Eran principios de 1973. Hacía pocos meses que Vicente Leñero se había hecho cargo de la dirección de esa revista que fue la madre del mismísimo Excélsior, pues Rafael Alducin la fundó en 1916, un año antes que el diario. Invitado por Scherer García, Leñero había transformado totalmente la vieja publicación, que ahora se editaba en gran formato, a color, con un diseño moderno y atrevido. El “Life mexicano”, le decían. Me fascinó desde que vi el número Cero que llegó a casa de mi padre encartado con el ejemplar dominical de Excélsior. Traía en la portada un reportaje de Dolores Cordero sobre la mujer campesina. Así que apenas tuve manera de elaborar un reportaje (aprovechando un viaje a Tacámbaro, Michoacán, para hacer un trabajo para el IMES), estaba ya de regreso en el tapanco de Granados Chapa. Tomó el teléfono y se comunicó con Vicente para recomendarme. “Que te recibe en este momento para que le dejes tu trabajo, pero que está de cierre, apurado”, me dijo apenas colgó. Antes de diez minutos estaba yo frente al autor de Los Albañiles con mi texto y sus respectivas fotos en su oficina del quinto piso de Reforma 12. “Muy bien”, dijo Vicente en mangas de camisa. “Déjamelo y date una vuelta la semana próxima”. Cuando en efecto regresé, me recibió con el pliego donde estaba ya impreso mi reportaje, listo para publicarse en el siguiente número de Revista de Revistas. “Me encantó”, me dijo mientras hacía la “sopa” sobre el escritorio de Hero Rodríguez Neumann, el jefe de Información, convertido en mesa de dominó. “Haznos otros reportajes y nos los traes”, me pidió.
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Vicente acabó por invitarme a trabajar de planta en Revista de Revistas como jefe de Información, aunque en realidad lo que quería era tenerme como reportero. Así que dejé mi base en la segunda edición de Ultimas Noticias, que dirigía Regino Díaz Redondo, y mis guardias nocturnas en la redacción de Excélsior y me fui a trabajar con él. Entonces se inició una larga y enriquecedora relación profesional y personal entre ambos, en la que indudablemente yo salí ganando con las enseñanzas de un maestro difícil de repetir. Vicente no sólo imaginaba temas para reportajes (lo que se suponía debería ser mi chamba) sino que personalmente diseñaba cada número de la revista, corregía textos, hacía cabezas y sumarios, seleccionaba fotos, distribuía textos, supervisaba la edición completa. Y todavía se daba tiempo para sus partidas de dominó, que llegaron a ser una verdadera adicción, como él lo reconocía. Nunca lo contó, pero la verdad es que la famosa asamblea de la cooperativa del 8 de julio de 1976, en la cual Scherer García y seis socios más fueron suspendidos como parte de la instrumentación del llamado “golpe a Excélsior” urdido por el presidente Luis Echeverría Álvarez y ejecutado por Díaz Redondo había ya comenzado y Vicente seguía ahorcando mulas. “Otra manita y nos vamos”, decía a quién lo apuraba con ir a la reunión de los cooperativistas. Del salón de actos donde se celebró, copado desde temprano por golpeadores profesionales, salimos a una asamblea alterna en la redacción de Excélsior y de ahí a la calle, en solidaridad con los dirigentes expulsados. Así que no volvimos nunca más a la oficina de Revista de Revistas.
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Durante los 24 años que convivimos en Proceso, hasta mi salida en mayo del año 2000, nuestra amistad no tuvo merma y en cambio sí una paulatina profundización, sobre todo después del tercer lustro. En las noches de cierre, los viernes, solíamos compartir las vicisitudes de mi trabajo reporteril, que le contaba a detalle. El absoluto éxito editorial y comercial de nuestra revista, sin embargo, nos hicieron a todos descuidar aspectos importantes como una modernización gráfica y una actualización de contenidos. Llegó el momento en que varios reporteros cuestionamos el estado de anquilosamiento en que había caído la publicación, que empezaba ya a refritearse a sí misma, y pugnábamos por una renovación integral de la misma. Cada vez eran más forzados los temas, los enfoques, los encabezados por el afán de mantener la imagen de una publicación combativa a ultranza, pero cada vez con menor sustento. Vicente estaba consciente de ello y compartió nuestras posturas. Durante ese tiempo empezó a preocuparle el futuro mismo de Proceso, la propiedad de la empresa y la necesidad impostergable de un cambio de timón. Entonces compartimos durante largos meses una historia que realmente no ha sido contada y en la cual nuestro querido dramaturgo jugó un papel fundamental, definitorio. Parte de ese episodio fue la salida el 6 de noviembre de 1996, a los 20 años de la fundación, de Scherer García, Enrique Maza y el propio Vicente de la dirección de la revista y su permanencia sólo como integrantes del Consejo de Administración de la empresa formalmente propietaria.
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El 10 junio de este año publiqué en Sin Embargo una columna sobre los colibríes, cuya alimentación doméstica en libertad se ha convertido en uno de mis pasatiempos favoritos. Se la dediqué a Vicente Leñero con motivo de su cumpleaños número 81, que acababa de pasar el día anterior. Para entonces, estaba ya enfermo y no me fue posible hablar con él siquiera por teléfono para felicitarlo. Al día siguiente, a través del Facebook, su hija Mariana le comentó a Paco mi hijo que su padre le había pedido que le leyera mi texto y que le había gustado mucho. También, que estaba muy agradecido por la dedicatoria. Y que me dijera que él también tenía un bebedero para colibríes en el patio y que siempre lo veía; pero que a partir de ahora lo vería con más cariño. Mariana le mandó a Paco un par de fotos del bebedero de su papá. Le comentó: “En verdad no es poca cosa que diga eso, porque anda muy muy triste”.
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Nos habíamos visto unos meses antes, en marzo pasado, sin saber por supuesto que sería la última vez (aunque hace apenas tres semanas hablamos por teléfono). Nos reunimos como siempre en la cafetería el Sanborns de San Antonio. Repasamos sin prisa aspectos de la historia que compartimos durante tantos años y me contó nuevas confidencias en torno a Proceso. Lo miré muy a gusto, animado, a pesar de su preocupación por el resultado de unos estudios para valorar su condición cardiaca y las posibilidades de una afección seria. En un momento dado sugirió: “Deberíamos vernos más seguido, Paco”. Por supuesto, le dije. Luego repitió un par de veces que debería escribir mi versión sobre lo ocurrido en Proceso. “Tienes que contar esa historia”, me instó. Voy a hacerlo, le ofrecí en el estacionamiento de la tienda mientras nos abrazábamos por últimas vez. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
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