Francisco Ortiz Pinchetti
21/11/2014 - 12:02 am
La Revolución de los ricos
Siempre he presumido ser egresado de la Universidad de Harvard, una de las más prestigiadas y famosas del mundo. Y es cierto: hace casi tres décadas estuve en su campus centenario y de ahí salí sin mayores honores pero con mi tesis bajo el brazo. Les platico: en vísperas del 75 Aniversario de la Revolución […]
Siempre he presumido ser egresado de la Universidad de Harvard, una de las más prestigiadas y famosas del mundo. Y es cierto: hace casi tres décadas estuve en su campus centenario y de ahí salí sin mayores honores pero con mi tesis bajo el brazo. Les platico: en vísperas del 75 Aniversario de la Revolución Mexicana viajé a Boston para entrevistar en el campus de Cambridge a John Womack Jr., uno de los más connotados estudiosos de nuestro movimiento armado, su desarrollo y sus consecuencias, autor de Zapata y la Revolución Mexicana (Siglo XXI Editores, 1969), un clásico para estudiantes e historiadores. Efectivamente, una mañana lluviosa y fría de noviembre me encontré con él, que entonces tenía 48 años, en la institución de enseñanza superior más antigua de los Estados Unidos.
Al revisar ahora, ayer, esa entrevista con motivo de la fecha simbólica del 20 de Noviembre –esta vez marcada por la protesta multitudinaria– me sorprendió encontrar en ella una explicación cabal, actual, vigente, sobre el trasfondo de la situación que hemos vivido en nuestro país en las últimas semanas. La visión de Womack sobre la Revolución Mexicana arroja asombrosa luz sobre ese episodio de la historia de México que costó dos millones de vidas. Según el historiador, la Revolución Mexicana tuvo un éxito importante pero meramente político al solucionar el problema de la sucesión a través de un sistema de elecciones. En cambio, fue un fracaso total en lo social. A su juicio, los ganadores de la contienda resultaron ser los empresarios políticos, “los hermanos menores de los grandes capitalistas del Norte”. Y los derrotados, otra vez, los campesinos de México. Quienes la perdieron, repitió, “fueron los campesinos: el pueblo de México”. Y digo yo: Los perdedores fueron desde entonces, desde siempre, los padres de los muchachos de Ayotzinapa, ellos mismos.
Womack me recibió en su estrecho cubículo de profesor en el departamento de Historia de la Universidad de Harvard: un cuarto de cuatro por tres metros, atiborrado de libros, en el que el escritorio apenas se veía bajo el montón desordenado de papeles. Los libreros, que se desparramaban, cubrían las cuatro paredes y sólo dejaban libre el hueco de la angosta ventana. Por ahí, recargados, retratos de jefes indios norteamericanos y una foto de Fidel Castro con Richard Nixon. Una banderita mexicana, maltrecha por el tiempo, sobrevivía a la hecatombe de papel. Se refirió al Aniversario que estaba por venir: «Sería mejor –dijo sarcástico– festejar las esperanzas en lugar de los hechos; sería mejor festejar los intentos que se harán en lugar de los éxitos que no existen…»
Y así sintetizó su balance sobre la Revolución Mexicana a 75 años de distancia: «Históricamente –dijo– fue un éxito político. Lo que hicieron los revolucionarios, los revolucionarios que ganaron –porque hubo otros que perdieron– fue descubrir la manera de arreglar las sucesiones en el poder. El problema del Porfiriato fue que el partido dominante era un solo hombre, finalmente mortal. Don Porfirio fue una especie de PRI en su época. El problema era ese: que un partido no puede depender del hecho de la mortalidad. Mientras vivía, Díaz había resuelto el problema de la sucesión: pero al final eso ya fue imposible. Lo que los revolucionarios exitosos lograron en los años veinte y treinta fue solucionar ese mismo problema por medio de un partido político, que toma su forma moderna cuando el general Cárdenas lo reforma para integrar en él a los sindicatos y a las organizaciones campesinas: para integrarlos fundamentalmente al aparato electoral».
Eso fue, dijo Womack, «lo más positivo» de la Revolución. Explicó: «Puede parecer un aspecto poco importante; pero creo que es uno de los puntos fundamentales de la vida mexicana moderna. México sigue siendo y seguirá siendo una nación soberana. Tiene una forma de gobierno republicana. Eso quiere decir elecciones: si no puede haber elecciones más o menos ordenadas, más o menos respetables, la cuestión de la soberanía misma está en juego. Descubrir y establecer la solución política electoral fue, en ese sentido, algo sumamente importante para la historia moderna del país».
John Womack –nacido en Norman, Oklahoma, en 1937– atribuyó a su propia concepción el que la Revolución Mexicana no haya tenido éxito en los aspectos sociales y económicos. «La única manera de superar esos problemas, para enfrentarse con otros de otra etapa, habría sido llevar a cabo una revolución socialista», me dijo desde su silla con la vista clavada en un librero que estaba frente a él, como quien escudriña en busca del volumen que apoye su dicho. «En aquel entonces, los años diez, habría sido bastante difícil concebir tal revolución socialista. Después de 1917, después de la revolución rusa, México habría tenido que enfrentarse con Estados Unidos si las corrientes en serio socialistas hubieran ganado terreno en el país. Claro, una revolución socialista no acaba con todos los problemas, pero cuando menos es ya otra etapa. Y los problemas actuales de México son todavía los de un país capitalista».
¿Quienes perdieron?, le pregunté. Los que perdieron fueron, ante todo, los campesinos, me respondió serio. “Los zapatistas, en el caso de Morelos, ganaron cierto terreno militar y político: es uno de los pocos estados, quizá el único, que tuvo una reforma agraria local en los años veinte; pero en lo general, los campesinos perdieron en los años diez la oportunidad de conocerse los de una región con los de otras. No fue suficiente el encuentro de Zapata y Villa en la capital en 1915. Habría sido necesario que los dirigentes de los pueblos, del norte y del sur, de Michoacán, de Guerrero, de Yucatán, etcétera, se hubieran encontrado y unido. Eso no sucedió. Probablemente, dadas las condiciones de la época, eso ya fue imposible. Pero creo que cuando menos en los años diez hubo la oportunidad de la formación de algo que funcionara como partido campesino, un partido nacional campesino… Y eso no sucedió”.
Me dijo luego que al final lo que quedó fue el movimiento morelense, aunque ya muy diezmado porque los carrancistas lo habían amolado para fines de la década. Así se perdió la oportunidad de formar un partido que les habría dado a los campesinos una fuerza política tal vez crucial en los años veinte y treinta. Eso habría sido fundamental, pero… Los campesinos, «dispersos y políticamente desarmados», quedaron al margen. «Y ellos –subrayó Womack– formaban la mayor parte de la población del país», es decir, admitió el profesor de Historia, «el pueblo mexicano perdió la revolución».
Womack, actualmente profesor todavía de Historia Latinoamericana en la propia Universidad, me habló de los campesinos mexicanos con un tono que parecía nostálgico, de los años en que realizó en México la investigación para su doctorado, que sería la base de su libro sobre Zapata, una perla de la bibliografía de la Revolución Mexicana. «Con excepción de los zapatistas de Morelos, que sí realizaron un movimiento propio y lucharon por sus propias demandas, los campesinos de México participaron en la revolución como soldados de los diferentes ejércitos, pero no en defensa de sus intereses. El ejército de Obregón, el ejército de soldados de Pablo González, fueron también ejércitos de soldados de origen campesino, lo cual no quiere decir que fueran ejércitos campesinos: lucharon y murieron por los intereses de líderes de origen distinto al suyo. El pueblo mexicano dio su sangre no por sus causas propias, sino por uno de los problemas políticos del país, el problema de la sucesión del poder. Aunque durante la Revolución ocurrieron muchas otras cosas, lo fundamental es que se trató más bien de una guerra larga, política, entre distintas facciones”.
Al finalizar la larga entrevista le pedí a Womack que me prestara una máquina de escribir y me permitiera ocupar una pequeña sala de juntas contigua para transcribir nuestra conversación. Ahí estuve durante dos, tres horas. Al terminar, el historiador había desaparecido. Yo tomé el fajo de hojas mecanografiadas, mi tesis, bajé la escalera del vetusto edificio gris, atravesé parte del campus empapado por la lluvia y egresé tan campante de la Universidad de Harvard. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
más leídas
más leídas
entrevistas
entrevistas
destacadas
destacadas
sofá
sofá