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Antonio María Calera-Grobet

18/11/2014 - 12:00 am

Comida de muertos

A Pablo Rojas. Son las 12:01 de la mañana del dos de noviembre del año 2014. Desgraciadamente, hace unos instantes, en los brazos mismos de la cultura mexicana, se ha registrado la muerte de la hora de la comida. Señoras y señores, México está de luto. Y a decir verdad en su pecado lleva la […]

A Pablo Rojas.

Son las 12:01 de la mañana del dos de noviembre del año 2014. Desgraciadamente, hace unos instantes, en los brazos mismos de la cultura mexicana, se ha registrado la muerte de la hora de la comida. Señoras y señores, México está de luto. Y a decir verdad en su pecado lleva la penitencia. ¿Cuántas veces no fue advertida del advenimiento de la pérdida de estilo, de la elegancia? Muchas. De aquellos tiempos gloriosos en que los mexicanos se sentaban a la mesa ha pasado mucho tiempo y parece no importar a nadie. Y es que al parecer ya no hay talante, se acabó el estilo, la clase, y por tanto ya no hay muchas comidas señoriales y si las hay, sólo aparecen rara vez, en bodas, XV años, fechas de verdad muy especiales.

Primero el pueblo se olvidó de comer sobre la mesa, con la familia, como Dios manda, en una hora fija. Luego se olvidó de comer en la cocina. Comía en todas partes y cualquier porquería, de pie, en la cantina, atragantándose, de prisa, casi sin masticar, como se podía, y ya al final, el colmo del mal gusto, se dedicó a comer como fuera, lo que fuera, donde fuera, siempre que fuera rociado con hectolitros de salsa Valentina. ¿En verdad, queridos hermanos, era eso estrictamente necesario? ¿Qué fue lo que pensamos, porque nos hemos hecho tanto daño? No lo sé, pero cala hondo en el centro de nuestro ser.

Porque si es verdad eso de que la familia es el núcleo de la sociedad, entonces la comida que la reúne, aglutina, es el centro por excelencia para la cohesión de la misma. ¿No es cierto que siempre fue en la cocina que tratamos nuestros problemas con nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros abuelos? ¿No fue ahí donde se pasaron los tragos más amargos, los buenos, los mejores tiempos? Es así y hay que reconocerlo. Ya no queremos a nuestra cocina. Y eso es muy triste. ¡Luego de todo lo que ella contribuyó a nuestra alegría! ¿Recuerdas acaso cuándo fue la última vez que te sentaste a la mesa a compartir el pan, a platicar, a recordar con los tuyos en calma, como si en ello se te fuera la vida misma, como si nada malo fuera a pasar? ¿Con alma? ¿Sólo pensando en el ahora sin importar lo que sucederá mañana?

Y no tienes necesariamente que echarle la culpa al destino (que así es la vida, que las cosas cambian, que si por ti fuera seguiría siendo lo mismo). Sabes que no sería cierto. Y viéndolo bien, piénsalo, analízalo, se trata del olvido mismo de nuestro ser latino, mexicano. Un tanto la pérdida de lo vernáculo, lo romántico, lo verídico.  ¿Ya no nos queremos, ya no queremos a nadie? No lo sé, nadie lo sabe, pero pudiera ser. Lo que es cierto es que la cocina contaba con nosotros y en la cocina nos contábamos. Es decir: ese era el lugar especial para echarnos el relato, hincharnos de relato. Con él nos cobijábamos (regocijábamos, reconfortábamos), con ese relato (sobre nosotros, lo que nos pasa, lo que nos alegra o despedaza), aprendimos a vernos y a analizarnos: a través de las historias de familia (fueran verdad o fueran mentira), los secretos de pareja, los hechos secretos de la escuela, chismes que circulaban de esquina a esquina. Esa era la vieja idea de cocina. Una suerte de combinación entre la alcoba, el púlpito, el confesionario, la plaza pública. Todo cabía en ese cuadrado en eterno movimiento: desayunos, comidas, cenas navideñas año tras año, década tras década, que pudieron haber mantenido a regimientos completos. Y no sólo de alimentos. De mitos, de deseos, de sueños. ¿Cuántas veces no sentimos la vida agolparse en el pecho a la hora de la comida? ¿Cuántas no quisimos romper en llanto a la hora de la cena, por arracimarse súbitamente en ella el misterio de nuestra existencia? Muchas. Ahí los choques con los padres, el intento por derrocar las reglas obtusas, ahí el ensanchamiento de los límites culturales. La cocina fue siempre un campo no neutral: fue el campo de batallas, de adquisición de poder, de identidad individual y grupal.

Ahora ya casi ni existen las cocinas. Han sido recortadas como desayunadores con periqueras, son meros spots para girar en nuestro propio eje, han sido casi reducidas casi a cenizas. Por ello hubo que hacer, este dos de noviembre, un réquiem: por los desayunos y su magia, las sendas comilonas caseras, las cenas de prosapia. Muertas las cocinas, muertas las fantasías, las albricias. Porque con la muerte de la hora de la comida, lo que se pierde es pura filosofía, sabiduría. Porque lo que sucedía en esas viejas cocinas, tarde que temprano, terminaba por hacer reflexionarnos sobre la vida misma.

Y con ello, por supuesto, caro lo mismo para nuestra herencia cultural prehispánica o mestiza, mueren también los platillos que nos heredaron con cariño nuestros abuelos, y que en casi todos los casos nos vienen de muy antiguos ancestros. ¿Quién si no es practicando, poniendo a prueba de los juzgados más severos que son los nuestros, podrá aventarse un entomatado, un espinazo, uno de esos caldos prehistóricos que nos quitaron, generación tras generación, el aliento?  Nadie. ¿Quién se pondrá a la tarea de ver por la supervivencia de todos estos asuntos? ¿De los ingredientes en peligro de extinción, las formas tradicionales de preparación artesanal, el rescate y publicación de recetas remotas y en desuso? Por ejemplo: ¡La preservación de gusto! Nadie.

Y lo que es más triste es que hemos preferido la modernidad. La absoluta modernidad y su vértigo. Ni siquiera a los merenderos vamos. O casi nada. Y no tiene nada que ver con que estemos cuidando la salud porque a dónde sí vamos es a los lugares de fast food. Nos olvidamos de las fritangas, las tostadas, los tamales, el verdadero comedero mexicano, la comida de mercado. Nuestro legado.

Pues así el panorama. Pero como esto no es la realidad podríamos regresar el tiempo. Hagámoslo. En este momento son las 11:59 de la noche del día 1 de noviembre. La hora de la comida duerme plácidamente en los brazos de su madre, la cultura mexicana. ¿Verdad que cuidarás de ella? ¿Verdad que invitas a tu familia a cenar a la calle, abrigados contra el frío, el olor a aceite hirviendo, a conocer a los vecinos a cotorrear? No importa lo que vayas a cenar. Ahí no se halla la verdad. Cualquier cosa, eso nunca ha sido importante: unos taquitos de bistec, una sopita caldosa, unas tortas, unas burras, unas quecas. La idea es continuar. Porque el patrimonio cultural de un pueblo tiene que ver con lo que cambia, lo que se va, pero también lo que no se va sino se queda.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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