Author image

Alma Delia Murillo

08/11/2014 - 12:00 am

Cuando seas grande

Para Ariesna, mi Ari ¿Qué quieres ser cuando seas grande? Asumo que, siendo niños, casi todos escuchamos esa pregunta. A mí me preocupaba mucho dar la respuesta correcta.

Para Ariesna, mi Ari

Alberto Alcocer beco Bcocom
Alberto Alcocer beco B3cocom

¿Qué quieres ser cuando seas grande?

Asumo que, siendo niños, casi todos escuchamos esa pregunta.

A mí me preocupaba mucho dar la respuesta correcta.

Porque casi siempre venía de labios de mi madre y no quería decepcionarla.

Porque no entendía muy bien cuándo llegaría el momento de ser grande. ¿A los quince o a los veinticinco? ¿a los treinta, cincuenta o a los ochenta y ocho años?

El hecho es que el tiempo pasa, y con suerte, con mucha suerte, nos hacemos grandes. Porque no siempre y no todos, ni en el sentido de la grandeza ni en el de la suma de la edad. Menos en este país donde la muerte es una posibilidad constante, donde se puede perder la vida con tal facilidad y en edades tan dolorosas.

Pero creo que los afortunados que sumamos décadas en nuestra historia crecemos honrando un pacto interno, una suerte de tótem construido para que mamá o papá nos quieran o para demostrar qué tan parecidos o diferentes somos a ellos. Y tal vez esa voz interior que germina en nosotros desde los primeros años guía nuestro barco hasta algún punto del trayecto pero después resulta insuficiente.

Y ocurre que aquél puntito que alguna vez marcamos en el mapa y que nos hacía erguir las orejas y avanzar olfateando un día deja de ser el propósito de la existencia.

Mi marquita en el mapa decía que a mis treinta y siete años tendría un marido y dos hijos, una deslumbrante carrera como actriz y una camioneta grande repleta de vestuarios, escenografía y accesorios infantiles. Porque yo de grande quería ser una actriz muy reconocida o ser dueña de una agencia de publicidad y ser mamá.

Me he puesto a pensar qué pasaría si hoy, en este convaleciente 2014, el promedio de vida fuera el mismo que por allá en 1930. Yo sería una persona con dos o tres años contados porque la esperanza de vida era llegar a los cuarenta.

Y no hace tanto.

Pero soy una adulta contemporánea en un mundo donde la proyección de vida alcanza para cumplir 75 años en promedio. O sea que me siguen quedando cerca de cuarenta si me mantengo en la estadística. Uf. Y ya mi dentadura semeja el coliseo romano de tan destrozada, taladrada, intervenida y restaurada.

Y vuelvo a la cuestión, ¿qué quieres ser cuando seas grande?

Mi sobrina, por ejemplo, siempre respondía dando dos opciones a la consabida pregunta: de día quiero ser doctora y de noche bailarina de un cabaret.

A todos nos hacía gracia su contestación por demás curiosa en una niña de cuatro años.

Hoy tiene dieciocho y estudia Economía. (Al menos durante el día y cuando todos la vemos).

Mi abuela, a sus 37, todavía hubiera podido responder que tenía muchos planes para cuando fuera grande porque vivió hasta los 97. Pero ya desde que tenía 65 decía que sólo esperaba que su Dios la recogiera. Pobre, lo que le faltaba.

A mí me gusta pensar que lo que ocurre es que morimos un par de veces a lo largo de la vida. Y ahí es cuando viene la oportunidad de volver a elegir qué queremos ser de grandes. Hablo de la muerte que ocurre cuando tienes un accidente tremendo pero sobrevives, cuando sufres una pérdida irreparable o te divorcias o eliges cambiar de profesión porque no puedes seguir postergando tu verdadera vocación.

Yo me morí la primera vez cuando tenía diecinueve años y me atropelló un trolebús, creo que ya les he contado, no quiero hartarlos pero el evento se volvió uno de mis antes y después. Quedé un poco dañada de mi sistema de coordinación (y muy dañadita de otras cosas, ja ja) y tuve que dejar la escuela de Teatro. Mi amiga Ariesna que está hecha de miel y que hacía coros conmigo en las clases de canto, llamaba a mi casa mientras yo estaba en recuperación para dejarme en la contestadora una canción infantil que me desbarataba toda. “Había una vez una gata con una manchita negra en la pata y vivía en una casita vieja con una ventana que daba hacia el cielo azul…” sonaba en su voz dulcísima y al final siempre decía “te quiero mucho, mi Almita”.

Diecisiete años después ha vuelto a hacerlo, porque la ingrata vive en Madrid y ya no la veo tanto como quisiera pero me llamó hace tres días y grabó un mensaje como aquél de entonces.

“…ahora no vivo más ahí, todo ha cambiado, no vivo más ahí. Tengo una casa divina como la soñabas tú, pero yo extraño a mi gata con una manchita negra en la pata en una casita vieja con una ventana que daba hacia el cielo azul”

Lo que no fui, lo que sí soy.

Pienso.

Y sé que traigo ya un par de muertes más en la mochila. Como todos nosotros, los posmodernos que nos hemos vuelto tan longevos.

Pero cada vez que llegamos al otro lado del mapa, nos espera el regalo de la aceptación, esa maravillosa condecoración que nos libera de ser sentenciados al éxito o al fracaso. Es un paraíso, se alcanza el Nirvana cuando no se es esclavo de ninguno de esos dos conceptos tiránicos.

Entonces se comprende que estar vivo es un privilegio.

Acabo de sumar un año más a mi cuenta y sé que si ahora mi madre volviera a interrogarme al respecto, lo pensaría muy bien antes de responder.

Les pregunto a ustedes, ¿qué quieren ser cuando sean grandes?

Porque yo de grande quiero ser árbol durante el día y de noche, con mucha suerte, quiero ser palabras.

@AlmaDeliaMC

en Sinembargo al Aire

Lo dice el Reportero

Opinión

más leídas

más leídas