¿Quién paga la cuenta en Ayotzinapa? Esa parece ser la principal preocupación de nuestros políticos que se avientan la bolita de un lado para otro entre Morena, el PRD y el PRI (y los panistas nomás mirando) mientras le sacan al bulto de las responsabilidades. Pero la realidad es otra: no es que algún partido vaya a pagar la cuenta y el resto disfrutará de las mieles de la derrota ajena, sino que serán todos los partidos, como sistema, los que terminarán pagando las facturas de un caso que ha puesto en evidencia la ineficiencia de las instituciones de seguridad, la corrupción de las autoridades, la debilidad institucional de los partidos y los límites de la presidencia imperial restaurada.
El gobierno federal, y particularmente la presidencia, sigue pasmados. Las reacciones son tardías y en sentido contrario. No sólo no hay narrativa, los más grave es que no hay estrategia. La mejor prueba de ello fue la fallida reunión del Presidente con los padres de familia, en la que Peña no solo se mostró incapaz de dar un mensaje que tranquilizara los ánimos, sino que cinco horas después dejó claro que no sabía qué hacer; si el presidente está la mitad de asustado de lo que aparenta, la cosa es grave. Pero la Procuraduría General de la República está peor; camina en círculos, repite una y otra vez la misma información y sigue sin dar respuesta a la única pregunta que le importa al país: qué pasó con los estudiantes.
Mientras eso sucede en el gobierno, en las calles las protestas crecen en número, en cantidad de participantes, pero sobre todo en el tono. La marcha del miércoles en la ciudad de México, póngale el número que quiera, es las más grande desde la marcha por la seguridad en junio de 2004, pero con muchas más réplicas de paros (grandes, pequeños, simbólicos, activos) en todo el país. El incendio de la unidad del Metrobús frente a Ciudad Universitaria, el mismo miércoles, no puede pasar desapercibido. Independientemente de quién lo haya provocado, es algo que no habíamos visto en mucho rato en la capital.
El problema del Presidente y del PRI no será, pues, ganar las elecciones; el tricolor será el favorecido por el desencanto político de los jóvenes y de las clase medias que se traducirá en abstencionismo. La de junio será una elección con baja participación y eso significa triunfo casi seguro del PRI en la elección federal (algunas de las locales se cuecen aparte). No será pues un problema de mayorías sino de legitimidad y sobre todo gobernabilidad. La segunda parte del sexenio de Peña puede convertirse en una pesadilla, en un largo paseo a lomos del caballo del México indomable.