Arnoldo Cuellar
23/10/2014 - 12:02 am
Los políticos profesionales no están entendiendo nada
La tragedia inenarrable de Iguala parece un pico extremo del horror que ha venido viviendo el país en la última década, por eso ha cimbrado incluso a las comunidades más alejadas física y socialmente de la realidad guerrerense. Sin embargo, la verdadera trascendencia de la reacción que se generaliza en contra de la impunidad de […]
La tragedia inenarrable de Iguala parece un pico extremo del horror que ha venido viviendo el país en la última década, por eso ha cimbrado incluso a las comunidades más alejadas física y socialmente de la realidad guerrerense.
Sin embargo, la verdadera trascendencia de la reacción que se generaliza en contra de la impunidad de los criminales y la falta de acción del Estado, cuando no de su abierta colusión con grupos transgresores de la ley, proviene de un hartazgo de años, de pequeñas y medianas tropelías que se sufren en todos los rincones de México y de las cuales se ve cada vez más lejanos a los políticos, habitantes de una nube de privilegios, de corrupción, de sueldos altos, de choferes y escoltas que nada tiene que ver con la realidad resto de los ciudadanos.
En Iguala se ha visto a lo que conduce la permanente ausencia de los políticos supuestamente responsables en el control y supervisión de los cuerpos policiales.
Ayer se conoció en León un video de seguridad donde los tripulantes de dos patrullas de seguridad pública auxilian en la realización del saqueo de una bodega de pieles. El video muestra una operación muy bien montada de vigilancia previa, resguardo posterior y cobertura de la huida por alguien que probablemente es un comandante o jefe de sector.
Este hecho se suma a otros que hemos reseñado, como los de dos jefes de policía, en San Felipe y Silao, se prestan a ajustar cuentas a ciudadanos que realizan reclamos a la autoridad y a una periodista “incómoda” para un presidente municipal.
Ante estos hechos y otros como la detención en flagrancia de un policía de Irapuato que asaltó una gasolinera, nos percatamos de que las policías municipales no constituyen en estos momentos un brazo confiable del Estado, sino más bien un permanente aliado potencial de las conductas ilegales, bien provengan del crimen organizado, bien de los propios políticos de los que reciben órdenes.
Ante ese problema ¿qué hacer? ¿Dónde están los políticos a los que se supone que les hemos encomendado, mediante el voto, la responsabilidad de conducir las instituciones públicas?
Ya vemos, en Guanajuato y en el país, a los integrantes de la clase política de todos los partidos en la ignominiosa rebatinga por los nuevos cargos: en la búsqueda de regidurías, diputaciones y alcaldías hacen malabares, se dan golpes bajos, abandonan las responsabilidades actuales para buscar el próximo acomodo, hacen promesas sin cuento, cuando en realidad su mayor y casi única intención es mantener los privilegios que ofrece un servicio público demasiado bien pagado para los flacos resultados que ofrece.
Como, además, los controles en contra de la corrupción, por más que se hagan reformas legales, siguen siendo laxos y tienen mil recovecos, estar en un puesto público no solo significa sueldos más altos que los del mercado en un país de economía permanentemente deprimida; además de vehículos y personal de apoyo, sino también la posibilidad de enriquecerse súbitamente con el manejo corrupto de las adquisiciones, de la asignación de obra pública, incluso de los subsidios a la pobreza y de los presupuestos para educación y asistencia social.
Así las cosas, es entendible que los políticos, de todos los partidos, no tengan ninguna intención de atender los problemas profundos del país, los que más afecta la tranquilidad de la población, y que únicamente se limiten a hacer discursos al respecto sin ninguna consecuencia en la realidad.
Esto nos sitúa ya en una escena de absoluta esquizofrenia social, donde los problemas que padecemos y vemos los ciudadanos no son los mismos que preocupan a los políticos. Incluso, cuando hay una referencia a los mismos problemas, las ópticas son diametralmente opuestas.
Un funcionario público, del nivel que sea, ve en la inseguridad un problema para la continuidad de su carrera política; una incomodidad para sus planes y proyectos a menudo relacionados con modernizaciones superficiales; una tragedia ineludible con la que se debe convivir; quizá, incluso “un problema cultural”.
Para un ciudadano la inseguridad es un riesgo permanente; una obligación para autocuidarse y hacer por su cuenta tareas que en otros países le corresponden al Estado; un motivo de alteración de las costumbres y las formas de vida; un motivo adicional de desconfianza en la autoridad, reforzada por cada experiencia donde se acude a presentar una denuncia o una queja que reditúa en complicaciones adicionales a las de ser víctima de un delito.
Es en ese enorme caldo de cultivo donde han caído los horrores de Iguala y de Tlatlaya: no como una tragedia lejana que puede conmovernos, sino como la eclosión extrema de un fenómeno presente hace ya mucho tiempo entre nosotros: el de la impunidad, el abuso de poder y la falta de confiabilidad de un Estado que históricamente ha sido más aliado de injusticias que garante de la justicia.
¿Cuánto tiempo más podrá continuar este diálogo de sordos? ¿Si en ninguna parte se está trabajando a profundidad en la reestructuración integral de los cuerpos policiales, cuánto tardará en producirse la corrupción de la nueva gendarmería, tan pomposamente anunciada? ¿Las cuantiosas inversiones en tecnología de vigilancia, cuánto tardarán en estar al servicio de delincuentes, si no es que ya están?
Y, sobre todo, las instituciones del país, sometidas a la triple erosión de políticos corruptos y frívolos; delincuentes emparedados ante la ausencia de justicia; y ciudadanos desconfiados y replegados, ¿cuánto más aguantarán?
Combatir todos esos factores de disolución del Estado es algo que requeriría un verdadero pacto por México, pues sería la verdadera reforma estructural. Lo demás, hoy solo parece pirotecnia de políticos sin asideros con la realidad.
Por ejemplo, ¿quién piensa hoy en la magnificencia del nuevo aeropuerto de la ciudad de México? ¿Seguiremos insistiendo en construir la modernidad sobre fosas de cadáveres anónimos y listados de desaparecidos sin encontrar? Sería una locura.
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