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Jorge Zepeda Patterson

12/10/2014 - 12:01 am

Crímenes de vileza humanidad

La dura reacción internacional a lo que parece una matanza de estudiantes en Iguala ha tomado por sorpresa al gobierno federal.  Manifestaciones públicas en Europa y Estados Unidos, severos e implacables reclamos de la prensa mundial y comunicados de la ONU y organismos internacionales atónicos frente a un crimen multitudinario inadmisible, han puesto a México en […]

La dura reacción internacional a lo que parece una matanza de estudiantes en Iguala ha tomado por sorpresa al gobierno federal.  Manifestaciones públicas en Europa y Estados Unidos, severos e implacables reclamos de la prensa mundial y comunicados de la ONU y organismos internacionales atónicos frente a un crimen multitudinario inadmisible, han puesto a México en la misma tesitura con la que se juzga a alguna dictadura africana.  El escándalo mundial ha puesto en entredicho la imagen modernizadora que Peña Nieto había venido construyendo en el ámbito mundial.

En un primer momento muchos mexicanos, incluso, tomaron la noticia como uno más de los hechos de sangre a los que nos tiene acostumbrados la larga guerra en contra del crimen organizado. Luego de cien mil muertos y noticias frecuentes sobre fosas comunes o docenas de degollados, la opinión pública del país ha perdido sensibilidad frente a estos hechos. Pero lo de Iguala y antes lo de Tlatlaya constituyen una nueva cota, y apenas comenzamos a darnos cuenta.

Se trata de ajusticiamiento a sangre fría realizados por autoridades en contra de docenas de civiles desarmados y sometidos. El primer caso, Tlatlaya, involucra a soldados y el segundo, Iguala, a policías municipales. Todavía recordamos el escándalo que provocó el exterminio de la aldea vietnamita My Lai por parte de soldados estadounidenses hace más de cuarenta años. El hecho provocó libros y películas, y dejó una profunda cicatriz en la conciencia de Norteamérica. Lo que ha pasado en Guerrero y en el Estado de México no es menor. Aunque nos resistamos a creerlo.

Peña Nieto mismo lo subestimó en una primera instancia. Creyó que con echar la culpa al gobernador de Guerrero podía desembarazarse del tema e incluso ganar políticamente al atribuir la factura a la oposición. No se dio cuenta que para la opinión pública internacional el responsable de este salvajismo es el Estado, no un gobernador de provincias. Casi dos semanas más tarde el gobierno federal comienza a reaccionar y darse cuenta de la profunda lesión que deja este desaguisado.

El jueves publiqué en el diario El País una reflexión sobre lo que considero es la causa de fondo de estas matanzas. Allí sostuve que lo que hemos vivido es parte del residuo tóxico de la guerra sucia y clandestina conducida por el Estado mexicano en los últimos ocho años. El gobierno de Felipe Calderón y el de Peña Nieto decidieron emprender una batalla implacable en contra del crimen organizado, al margen de la legalidad. Miles de muertos sin que existan los procesos judiciales correspondientes dan cuenta de un enfoque más cercano al exterminio que a la aplicación del derecho y la justicia.

Una y otra vez el gobierno anterior permitió todo tipo de excesos y violaciones a Genaro García Luna, su zar antidrogas. El fin justificaba cualquier medio: los narcos no tenían estatuto de combatientes de un ejército rival ni eran delincuentes civiles; simplemente constituían una escoria que debía ser eliminada. Los cuerpos policiacos y castrenses asumieron que en esta guerra no había límite y todo les estaba permitido. A razón de 50 ejecuciones por día, jornada tras jornada, los integrantes de la ley pronto entendieron que nunca habría un fiscal detrás de ellos para examinar o castigar sus excesos.

La crueldad y la violencia de la batalla hicieron el resto. Los códigos de la mafia terminaron por dominar a todos los bandos: a un dedo roto se responde con la mutilación de un brazo; una ejecución desencadena media docena de degollados; la muerte de un cuadro apreciado se castiga con el asesinato de la familia del rival. Nuestras fuerzas de seguridad han conducido durante demasiado tiempo una lucha salvaje y sin códigos en contra de la población civil.

Desde luego, no todos los militares ni todos los policías del país están podridos irremediablemente. Han muchos casos de heroísmo y congruencia en elementos aislados y me constan algunos de ellos. Hay también verdaderos profesionales, pese a todo. Enrique Francisco Galindo, comisionado general de la policía federal es un estudioso de la materia, con estudios de posgrado en criminalística y lavado de dinero, por ejemplo (es también el precandidato más firme a la gubernatura en San Luis Potosí). Y desde luego no es el único; pero son garbanzos de a libra.

 El gobierno mexicano tendrá que hacer una reconsideración drástica en la manera en que se ha conducido esta guerra sucia, sin leyes ni códigos. La única salida es la implantación del estado de derecho, el retiro del ejército de tareas policiacas, y la creación de cuerpos de seguridad y justicia verdaderamente profesionales. De otra forma, soldados y policías continuarán provocando crímenes de lesa humanidad (definidos como aquellos que ofenden a la humanidad en su conjunto) que el Occidente creía haber dejado atrás para siempre.

@jorgezepedap

www.jorgezepeda.net

Jorge Zepeda Patterson
Es periodista y escritor.
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