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Alma Delia Murillo

20/09/2014 - 12:01 am

Abrázame

Ha llegado el día, el momento en el que mi madre empieza a ser más pequeña que yo, más bajita de estatura. Está encogiendo. Tremenda cosa es comprender lo que eso significa. Lo noto porque ahora, cada vez que nos vemos, lo único que quiero es abrazarla.

Alberto Alcocer beco Bcocom
Alberto Alcocer beco B3cocom

Ha llegado el día, el momento en el que mi madre empieza a ser más pequeña que yo, más bajita de estatura.

Está encogiendo.

Tremenda cosa es comprender lo que eso significa.

Lo noto porque ahora, cada vez que nos vemos, lo único que quiero es abrazarla.

En ese abrazo que nos damos a manera de saludo nos quedamos detenidas un rato, como apalancadas una en la otra y de pronto nos mecemos involuntariamente.

Y yo tengo que agacharme un poco para estar a su altura.

Aún así su estatura es infinitamente superior a la mía.

Superior. Qué palabra tan estrecha para decir lo que quiero. No es que ella sea superior en el sentido de la verticalidad. Ella es más vasta, más oronda, más digna, más llena de experiencia y de una sabiduría amorosa potente como una selva húmeda, sí, como una selva alta.

Me he puesto a rumiar la imagen del abrazo con mi madre porque esta mañana, mientras corría en los Viveros de Coyoacán, atestigüé una escena que quiero compartirles.

Delante de mí iba una mujer cercana a mi edad con una niña de alrededor de seis años. La mamá trotaba despacio y la niña intentaba mantenerse a su lado también trotando. Iban realmente lento, sin embargo, la diferencia de estatura era significativa en función de la escala pues la pequeña tenía que dar dos o tres pasos por cada zancada de su madre. De repente la niña tropezó y, lógicamente, a esa velocidad importante para ella, derrapó sobre la pista impulsada por la inercia de su cuerpo en movimiento.

Una caída libre en términos de las leyes físicas.

Pero en términos del instinto, hizo sólo dos movimientos: primero usó sus manitas como freno y luego, casi de inmediato, las extendió hacia su mamá pidiendo un abrazo. Me sorprendió que no rompiera en llanto.

Y la madre le dijo “levántate, no llores, no pasa nada”.

En ese momento la niña soltó tremendo berrido.

Las rebasé movida por el pudor y porque ya no podía seguir deteniendo el paso para presenciar la escena pero aún escuché cómo, en ese tono mitad didáctico y mitad cariñoso, la madre le explicaba: si no te calmas, no podemos seguir corriendo, te caíste porque no pusiste atención… la niña sólo repetía “abrázame”.

Y yo pensaba: pero eso ya lo sabe, que tiene que poner atención se lo enseñó la experiencia, el chingadazo. La niña nada más quiere que la abrace.

Claro, podrán argumentar que no soy madre y que yo qué sé, de acuerdo. Pero sí soy hija y también sé que los abrazos no hacen daño, todavía no hay estudios (por fortuna) que digan que abrazarnos hará involucionar al genoma humano.

Y también soy una jodida posmoderna – para honrar al título de este espacio- y sé que vivimos una epidemia de clasificaciones, conceptos, causas, efectos, metodologías, fobias y taxonomías que a veces, más que orientar, paralizan. Lo que no es antipedagógico, es hipercalórico o provoca cáncer; y lo que no provoca cáncer, induce trastornos de déficit de atención o alguna otra deficiencia cognitiva insospechada. No hay modo, pareciera que ahora para vivir, lo que se dice vivir, hay que convertirse en un bárbaro o en un outsider.

Otra cosa que también sé -que todos sabemos- es que no corren tiempos fáciles, y si hay una trinchera que debemos procurar es la del abrazo, la del contacto físico. Sobre todo ahora que la revolución de la virtualidad vino a rompernos los vínculos reales de tal manera.

Seguí corriendo. Recordando los tantos abrazos de mi madre, de la vida. Pensando en lo importante que es tocar, tocarse. Lo tranquilizador que me resultaba que mi hermana tomara mi mano cuando cruzábamos la calle para ir a la escuela, era apenas tres años mayor que yo pero ese contacto me hacía sentir indudablemente protegida.

Pienso en el vergel que es el abrazo amoroso, ese abrazo de pareja que lo funde todo. En el malestar que se siente en el alma cuando pasan muchos días sin que nadie nos abrace.

Y me asusta imaginar que, si ya volvimos políticamente incorrecto el lenguaje, el sentido del humor y hasta la comida; pronto podríamos convencernos de que el contacto corporal no es bueno bajo la lupa de alguno de esos extraños, absurdos y desatinados desvaríos posmodernos en los que ahora nos ha dado por creer.

Ojalá que no. Ojalá que en esto sí podamos escuchar al cuerpo e ignorar el ruido exterior, hacer oídos sordos a esa estridencia de conceptos disparatados que hoy nos tienen tan confundidos.

 

@AlmaDeliaMC

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