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Tomás Calvillo Unna

17/09/2014 - 12:02 am

La historia sin fin y no el fin de la historia

“El sentido de la historia es que nos convirtamos realmente en seres humanos.” Karl Jasper.  

“El sentido de la historia es que nos convirtamos realmente

en seres humanos.”

Karl Jasper.

 

La historia en mucho es profundidad; un saber que es siempre una aproximación a un núcleo de evidencias que explican un proceso donde cada generación reconstruye su pasado intentando apropiarse de él.

El presente es el tiempo envolvente de ese proceso que buscamos comprender.

La era de la hegemonía tecnológica que en este siglo XXI alcanzará probablemente su primer clímax, pretende ignorar esa densidad histórica que se encuentra en cada rincón del planeta.

La presencia dominante del lenguaje de las imágenes y la escritura digital producen un efecto unidimensional, plano y superficial de la realidad. La hondura cultural de la historia desaparece y se impone un presente alienado en el instante, que pretende absorber las diferencias y la misma diversidad.

El crecimiento de las ciudades y su arquitectura y funcionalidad, lo expresan con claridad, así como los diseños globales de consumo e instrumentación de la comunicación masiva.

No obstante como un ritual sin raíces y savia, cada gobierno busca distinguirse y de alguna manera ser otra vez el primero: el que inaugura un nuevo periodo, una nueva historia. El pasado se remodela y acomoda o simplemente se ignora.

En el caso de México es un hecho que el partido en el poder, el PRI, ya no tiene donde recargarse, al quemar las naves como Cortez carece de tradición y raíces ideológicas. Por lo mismo, los signos autoritarios que permanecen, son los que la opinión identifica como su característica principal. Ya no tiene donde asirse en el discurso, ni siquiera en la demagogia. Se quedó vacío, hueco, sin reservas políticas donde inspirarse.

El nacionalismo se convirtió en una pesada losa que no supo reformularlo en la era de la globalización, lo convirtió en un fantasma del pasado que prefirió exorcizarlo a costa de su propia alma.

Todo apunta a que tendrá que inventarse su futuro inmediato desde el poder, como sucedió en los años veinte e incluso cambiar de nombre; es una apuesta que se inició en el sexenio salinista. Las condiciones no son las del primer cuarto del siglo XX y las coaliciones sociales tampoco.

El mayor riesgo es que acentúe el discurso autoritario (de hechos y no de palabras) donde una de las coaliciones probables sean las de algunos capitales y el crimen organizado redefinido como un tema de administración de la guerra y la paz, acompañado del control de la percepción ante la aparente debilidad democrática del país y ante el hecho de haber enterrado sus últimas fuentes históricas ideológicas, algunas de ellas, las más significativas escritas en la Constitución. Seguramente se darán otras opciones entre las fuerzas políticas que lo conforman en una etapa de ruptura histórica.

Al PAN, el poder lo embriagó, le hizo perder el camino. Sus fuentes cristianas humanistas, su “Maderismo” democrático, el orden ético de sus orígenes políticos intelectuales, que le daban una opción histórica para encabezar la nación, se sacrificaron en aras de asumir los gobiernos sin reparar en la realidad económica que redujo la política a ser una rama de la administración del capital.

Sus dirigentes aceleraron el proceso de entrelazar la administración pública a los negocios privados sin advertir las consecuencias al quedar atrapados entre la dinámica del mercado legal e ilegal cuyas reglas del dinero exprés, los encarrilaron en circuitos ajenos a la condición propia de los ciudadanos. Heredaron la impunidad y la corrupción y en ellas se enredaron en un periodo donde el crimen organizado se hizo visible o lo hicieron, como un actor decisivo en la determinación de la agenda nacional cada vez más condicionada por factores y actores externos.

La opción institucional elegida desde sus orígenes como una de las vías pacíficas para acceder al poder, derivó en un acomodamiento administrativo clientelar distante de la ciudadanía.

Hasta ahora no han sido capaces de ejercer una revisión democrática y crítica de su proceder. Su conducta los dejó sin lenguaje político, perdieron lo fundamental: ser creíbles para inspirar a importantes sectores de la población.

La izquierda continúa en la fragmentación y división permanente, en una época en que está exigida para construir un lenguaje común que articule propuestas prácticas e imaginativas, a la vez que implementa políticas sociales con rostro humano que no implique el desprecio por los otros, ni la subordinación estratégica al poder en aras de alcanzar supuestos espacios políticos, que terminan disolviendo el carácter del sentido de su historia.

La izquierda parece no necesitar adversarios se basta consigo misma para confundir su pasado, debilitar su presente y atropellar un futuro posible.

Su presente es la enemistad, no hay gestos importantes que le digan al ciudadano que se tiene la capacidad de compartir y convivir, algo básico para sumar esfuerzos en una época tan desafiante para la libertad, la justicia y la igualdad.

Conservar el gobierno de la Ciudad de México se ha convertido en su principal batalla, los triunfos electorales a costa de lo que sea, la han desdibujado al igual que a los demás partidos.

Su potencial histórico de enfocarse en los temas fundamentales del país ha sido erosionado. Parece que olvidó su tradición de amplios frentes sociales y ciudadanos en coyunturas específicas de definición. Sus confrontaciones en el ámbito de su geometría interna, le impiden vincular las redes sociales, la movilización ciudadana y el ejercicio parlamentario y la responsabilidad gubernamental en una corriente política reconocible, creativa y unificada.

Lo que pasa en México no es ajeno a una realidad mundial, donde el discurso dominante de las imágenes del mercado, que atraen por su contundencia visual que se convierte en la oferta de lo posible e inmediato aunque la cadena de las deudas estrujen la paz de la cotidianidad, avanza cada minuto en todas las regiones donde la violencia se acota.

La paz tecnológica está cargada de nuevas tensiones que se siembran y otras más que se ocultan o minimizan. Su éxito depende de reducir las carencias básicas y de instrumentar la comunicación con el consumo; convertirlos en un binomio inseparable al ser bienes universales.

Las resistencias culturales han sido poco exitosas, radicalizadas terminan en lo que más rechazan: la imposición y la violencia.

La paz tecnológica es el rostro del mercado que logra la adhesión inmediata de miles y de millones, su condición es igualar todos los territorios a pesar de la profunda desigualdad que conlleva, para ello reduce los instrumentos de comunicación a un solo canal: el del consumo y este en un modelo de vida que se diseña desde la cuna hasta el féretro.

Mismos edificios, mismas habitaciones, mismos gustos y sabores, mismas ambiciones, ídolos en la pátina del tiempo digital, que es la vara mágica de las historias de la infancia, convertida en grillete.

El costo inmediato es simplificar al máximo el carácter propio de los lugares, absolverlos en el lenguaje de la oferta y lograr en poco tiempo cambios visibles y tangibles para la población en el acceso a los instrumentos de información y comunicación que resquebrajan el aislamiento, que ciertamente en muchos casos, implica la liberación de una cruel opresión.

En esa dinámica la política se adapta y disuelve sus contenidos fundamentales, no plantea opciones, no tiene ni siquiera tiempo para hacerlo. Lo posible es lo que se vende, el partido y sus candidatos son productos etiquetados cuyos discursos políticos son slogans publicitarios, la propaganda política es ya no más asunto ideológico o doctrinario, es el marketing que mide los costos y beneficios de la relación pesos-votos.

Las caretas han sustituido a los rostros y los corazones promueven los instintos y las emociones a todas horas, olvidando el sentido de la sabiduría de sus latidos.

Las palabras pueden ser cualquier cosa al perder su densidad y en política ello se traduce en banalidad que arriesga el porvenir.

Se confunde la igualdad con la uniformidad y la cultura con la imagen sin memoria y se desprecia la naturaleza de la historia como experiencia de la comprensión.

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