Alma Delia Murillo
30/08/2014 - 12:00 am
Derecho a no ser feliz
De una cosa estoy segura y es que todos estamos rotos. Todos. Cuánto bien nos haría asumirlo, aceptarlo, acariciar nuestras grietas cada día y saber que las llevamos con nosotros a dondequiera que vayamos. Y nos haría bien porque así, sabiendo que estamos rotos, estaríamos más completos.
De una cosa estoy segura y es que todos estamos rotos.
Todos.
Cuánto bien nos haría asumirlo, aceptarlo, acariciar nuestras grietas cada día y saber que las llevamos con nosotros a dondequiera que vayamos.
Y nos haría bien porque así, sabiendo que estamos rotos, estaríamos más completos.
De todas las masacres que vamos cometiendo en estos tiempos de tener más, ganar más, vender más, acumular más, vociferar más y vivir menos, hay una que me cala hasta el fondo del alma, que de veras me perturba: y es esa perniciosa y mortífera idea de que tenemos la obligación de ser felices.
Felicidad, esa etiqueta de marca que parece ser destino de todos consumir. Con su inseparable campo semántico posmoderno: éxito, bienestar, salud y longevidad.
Lo leo y no puedo más que ver una caricatura de la humanidad. O de la Humanidad con hache grandota, si prefieren, para hacer más ridícula la caricatura. Con perdón.
Al día siguiente de que nos enteramos de la muerte de Robin Williams y que además se confirmó que había sido suicidio escuché una de las barbaridades más vergonzosas que puedo registrar en mi memoria. Un personaje de esos que llamaríamos público y con cierta influencia social cuestionaba, pletórica de indignación, el hecho de que Robin Williams se hubiera suicidado porque, desde su perspectiva, no tenía ningún derecho a quitarse la vida, pero sobre todo; no tenía ningún pretexto para no ser feliz. ¿Cómo alguien con toda la fama, el éxito, el dinero y la aceptación que él poseía podía sentirse infeliz? y todavía agregó -en el súmmum del enfado- que le daba coraje saber que mujeres como Angelina Jolie o Catherine Zeta-Jones sufrían episodios depresivos.
“¿Cómo se atreven si lo tienen todo?”
Algo me quemó dentro al escucharla: qué profunda falta de respeto, cuánta ignorancia, pero sobre todo qué absoluta mezquindad la de alguien que pretende que los demás construyan su vida sobre los mismos códigos en que uno la fundamenta.
Se necesita ser pobre de espíritu para pensar que ser feliz es tener fama, dinero, “calidad de vida” (lo que sea que eso signifique) y bienestar.
Como si fuera tan difícil entender que la fama no es más que otra forma de soledad. O que la felicidad y el bienestar no son sinónimos ni son conceptos similares, es más: ni siquiera son conceptos colindantes.
De hecho el bienestar puede ser más corrosivo y peligroso de lo que en general admitimos porque nos puede quitar el hambre por vivir, por sentir, por buscar. La comodidad nos puede anestesiar el alma.
Una y otra y otra vez.
Atrincherados bajo los principios de felicidad, éxito y bienestar podemos asordinar las dudas, las carencias, la frustración, la muerte de un matrimonio que sostenemos aunque sea un cascarón resquebrajado y vacío, el trabajo en un lugar que nos consume pero que protege bien nuestro miedo a descubrir quiénes somos, el dolor real, quemante y transformador cuando de verdad amamos…
Alguien me recordó hace poco una frase de Cioran donde dice que antes moríamos de nuestras enfermedades pero ahora morimos de nuestros remedios.
Qué cabrón y qué visionario era. Y cuánta razón tenía.
No deja de ser escalofriante el mensaje que se esconde detrás de los mal llamados payasos tristes, de tantos personajes legendarios dedicados a la comedia consumidos por la depresión, la soledad, la sensación de no pertenencia: desde Charles Chaplin hasta Jim Carrey, pasando por el gran Buster Keaton y nuestro entrañable Tin Tan que por algo bebía tanto, el alcohol es un ansiolítico efectivo.
Y pienso que el carácter de la máscara es inversamente proporcional al espíritu que esconde. Exactamente el opuesto: la careta de felicidad desbordante suele revestir una honda tristeza, el antifaz de exitoso suele esconder a los individuos más inseguros, la máscara de inquebrantable regularmente es el maquillaje de los que nos morimos de miedo y la de aceptación o popularidad digital resguarda bien a quienes en realidad se sienten desesperadamente necesitados de reconocimiento.
Reviso las estadísticas del suicidio en el mundo las últimas décadas y encuentro algo revelador: según la OMS, del año 1990 a 2012 la tasa de suicidio se duplicó y registra una característica peculiar; poco a poco se ha ido moviendo el rango de edad, de tal manera que de manifestar una clara elevación de frecuencia entre la gente mayor, las últimas dos décadas se ha agudizado entre las personas de 15 a 29 años y las causas apuntan a sensación de fracaso y no pertenencia.
Tal vez si dejáramos de sentir la presión por ser felices, la obligación de ser exitosos o dignos portadores de la medalla del bienestar, entenderíamos mejor el gozo de la vida. Y el gozo de la vida no es la felicidad, es algo mucho más grande, inabarcable, es un espacio infinito en donde caben todas las experiencias, incluso las más espantosas. El gozo es un pedacito de eternidad dentro de cada uno y además amorfo y probablemente feísimo pero hermoso al mismo tiempo. Y único.
La felicidad ha de ser un invento de Walt Disney, de Sony Entertainment Television o tal vez de Facebook; un invento grotesco que sonríe y viene dotado con una guadaña bien afilada para cortarle la cabeza al que no exhiba la misma sonrisa triunfadora, bonita y perfecta.
No, por favor, no nos sometamos a semejante mentira.
Por eso creo que todos tenemos derecho a no ser felices, por eso creo que nadie debería atreverse a juzgar a quienes eligen el suicidio, y por eso no creo en el éxito ni en sus voceros, falsos profetas.
La belleza es terrible. El amor es una herida. El gozo es aterrador. Y la vida no sería tan hermosa si no doliera tanto, y no dolería tanto si no supiéramos que es sólo una.
Y me lo repito porque creo que recordarlo me ayuda a mantener limpia esta certeza: la de defender con la piel el derecho a darle la espalda a la jauría de sirenas posmodernas que cantan para convencernos de que sólo hay un camino posible para transitar la vida: el del éxito y la felicidad.
@AlmaDeliaMC
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