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Francisco Ortiz Pinchetti

15/07/2014 - 12:00 am

La hora del Peje

Me dio gusto que el Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE) haya  acordado por unanimidad otorgar el registro como partido político al Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Y no precisamente por Andrés Manuel López Obrador.  Gente cercana a él, convencida de una causa que muchos no compartimos, se esforzó denodadamente para lograrlo. Entregaron tiempo, […]

Me dio gusto que el Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE) haya  acordado por unanimidad otorgar el registro como partido político al Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Y no precisamente por Andrés Manuel López Obrador.  Gente cercana a él, convencida de una causa que muchos no compartimos, se esforzó denodadamente para lograrlo. Entregaron tiempo, seguridad y recursos, anhelos. Ellos lo lograron y merecen nuestra enhorabuena. Les deseamos suerte, que la van a necesitar. De entrada deberán tener bien claro que ese nuevo partido al que tanto entregaron aún antes de que naciera formalmente, no les pertenece. Es de Andrés, como ellos le dicen. Así de sencillo. Por fin el carismático tabasqueño ve hecho realidad un sueño y por supuesto que va a ejercer ese título de propiedad: Recursos –de entrada diez millones de pesos al mes, de aquí a diciembre–,  nombramientos, candidaturas, estrategias, decisiones. Por lo pronto, ya se auto postuló candidato a la Presidencia de la República por tercera vez. Claro, si así lo deciden los militantes de Morena y el pueblo todo de México.

Poco trato he tenido con AMLO como reportero. En dos, tres ocasiones, que yo recuerde, nos encontramos para alguna entrevista. Una vez en Villahermosa, dos veces en la redacción de Proceso. En ambas ocasiones las bombas informativas ofrecidas por él se desinflaron: No eran ciertas o eran asuntos ya manejados, a los que hábilmente quería darles una sancochada para presentarlos como una nueva denuncia y tener otra oportunidad de resonancia mediática. Siempre desde entonces me ha parecido tan simpático como poco confiable. No le creo. Pienso que inventa cifras y situaciones inexistentes. Desde los 20 millones de votos hasta el compló. Me enfada que use a la gente que con nobleza e ingenuidad sublimes le sigue y le venera.  Pero por supuesto reconozco que, como cualquiera, tiene pleno derecho a una nueva  oportunidad. A diez si quiere.

Imposible saber si efectivamente el Rayito de Esperanza de los mexicanos está convencido de que tiene posibilidades de llegar al cargo con el que tanto ha fantaseado, por décadas ya. Iluso no es, supongo. Debiera saber que en la vida y en la política las cosas tienen un tiempo, una oportunidad, una hora. Y que para bien o para mal su hora ya pasó. Su terca lucha de todos estos años no le suma, sino le resta. Si es inevitable el desgaste en los avatares de la política, en su caso los excesos y los errores, sus fantasías y sus mentiras, sus cuentas alegres y sus desplantes le han significado una merma enorme. Así lo mostró el resultado de las elecciones presidenciales de 2012, en que contendió por segunda ocasión y que, por supuesto, también impugnó. Y se comprueba ahora en el hecho mismo de que luego de emprender  durante dos años una campaña nacional de afiliación –con dos o tres recorridos del propio AMLO por todo el país—  con la meta de contar con “más de cinco millones” de seguidores registrados, a la hora de solicitar el registro ante el hoy INE los pejistas apenas llegaron con un listado de 496 mil ciudadanos, no muchos más que otra de las organizaciones que obtuvieron el aval de la autoridad electoral, el Partido Encuentro Social, que llegó con 309 mil firmas. Y batallaron.

Pienso que la hora del Peje quedó ya demasiado atrás. Le pasó como quien asoma desde un alto acantilado y en vez de mirar y gozar la inmensidad del mar, le voltea la espalda. Tuvo su momento. Tuvo su ocasión de meterse de cabeza a la historia de este país como un demócrata cabal, capaz de convertirse de cacique mesiánico en líder auténtico y de anteponer los intereses de la Nación a los suyos propios, inevitablemente mezquinos, lo que le habría dotado de una credibilidad y una autoridad moral indestructibles. Ese momento fue la noche del domingo 2 de julio de 2006, cuando todas las encuestas de salida, cerca de 20 si bien recuerdo, incluida la realizada por la empresa que él mismo contrató, confirmaban una apretada pero evidente victoria del candidato panista Felipe Calderón Hinojosa. Las razones de ese resultado  pudieron ser muchas, desde el apoyo indebido de Vicente Fox al candidato de su partido –que no de él— y las campañas negras de autorías soterradas, hasta los errores de campaña del propio candidato perredista, muy analizados ya, como su ausencia en el primer debate, la reiteración de su mismo discurso, su propia campaña negra, su empecinamiento enfermizo con dos o tres temas o los insultos a la chachalaca presidencial. En ese momento definitorio en que se sabía ya perdedor –porque de ello hay testimonios varios de sus propios allegados—,  pudo salir a los medios para ganarse con sólo una frase –expresión de una decisión, claro— no sólo su lugar en la historia, sino su seguro arribo a la meta tan anhelada seis años más tarde. “Reconozco –bastaba que hubiera dicho— que las tendencias de la elección no me son favorables”. Hoy sería Presidente de este país. Para bien o para mal.

Siempre me ha inquietado desde entonces imaginar qué habría ocurrido si Andrés Manuel asume su derrota electoral aquella noche, o en los días subsecuentes. ¿Tendrá conciencia de esa posibilidad?  Me pregunto qué rumbo habría tomado este país con una democracia fortalecida por el reconocimiento del contendiente derrotado hacia el legal vencedor. Cómo habría  enriquecido a la vida pública mexicana  con órganos electorales sólidos, respetados y prestigiados. Qué fuerza habría adquirido ese líder como opositor válido y responsable frente a un gobierno de signo contrario pero legitimado en el poder y cómo se habría afianzado su partido en una fuerza política absolutamente contundente, capaz de obligar, adelantados,  cuando menos algunos de los cambios necesarios, tan largamente anhelados.

Optó el Peje sin embargo por irse al zócalo a denunciar un fraude electoral inexistente, o cuando menos incomprobable –que para el caso es lo mismo—, para luego ganarse una creciente animadversión ciudadana con su plantón de carpas habitadas por fantasmas que desquició durante semanas y semanas la espina dorsal de la capital del país, con un costo multimillonario. El “voto por voto” que muchos en un principio apoyamos como posible salida al conflicto por él creado y por él alimentado, acabó por descubrirse como una patraña en busca de una anulación de la elección. Nunca pudo probar nada.  Acabó por ofender a sus propios representantes de casilla que reconocieron el desarrollo sin incidentes de la jornada comicial, lo que desvanecía las acusaciones del candidato. Dilapidó lastimosamente su cuantioso capital político, que se le fue, dirían los clásicos, como arena entre los dedos. Descalificó López Obrador de manera irresponsable a la autoridad electoral, a las leyes, al gobierno legítimamente electo, a las instituciones nacionales. Causó un  daño enorme al incipiente proceso democrático de este país. Escupió sobre la gran oportunidad de su vida. Y en un acto grotesco y lamentable se ungió a sí mismo como “Presidente Legítimo” con una banda tricolor sobre el pecho, cual personaje de opereta. . Válgame.

Twitter: @fopinchetti

Francisco Ortiz Pinchetti
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).
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