Tomás Calvillo Unna
18/06/2014 - 12:00 am
Las enseñanzas del fútbol
Esta época se caracteriza por los excesos, la desmesura, el instante convertido en razón, el tiempo pulverizado y una fragilidad colectiva que ahonda el drama de la condición humana ante la hidra de mil cabezas: la maquinaria del dinero y su violencia que parece imparable. El futbol no queda exento de todo ello y es […]
Esta época se caracteriza por los excesos, la desmesura, el instante convertido en razón, el tiempo pulverizado y una fragilidad colectiva que ahonda el drama de la condición humana ante la hidra de mil cabezas: la maquinaria del dinero y su violencia que parece imparable. El futbol no queda exento de todo ello y es un buen ejemplo del avasallamiento y el abuso del gran negocio. No obstante su esencia perdura, está ahí, como Holanda lo mostró en su primer partido ante España. Holanda, que ha sido desde décadas atrás, el campeón sin corona, futbolísticamente generoso disciplinado y creativo equipo, nos recuerda el alma de este deporte, de ese juego, del que rescato fragmentos, de una memoria, que se editaron durante el mundial de Alemania (edición del futbolista) y que hoy se reescriben y resisten:
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Voy a intentar otra vez describir aquellos días cuando se trasmitieron por radio los juegos de nuestra selección nacional en el mundial de Inglaterra. Los partidos se narraron a la hora de clases. Yo llevé una radio portátil que no se oía con claridad, había mucha interferencia y eso más que incomodarnos era una muestra clara de la gran distancia que nos separaba de aquel país.
El hecho de que la selección de México jugara en el estadio de Wembley era para nosotros un triunfo. Lo que deseamos entonces era que no nos golearan. Perdimos frente a Inglaterra, creo que 2 a 0; pero después vimos las imágenes en la televisión y tres de ellas perduraron; la de Arón Padilla, el Gansito, haciendo su bicicleta por la banda izquierda; la de Borja rematando de forma inusual para los demás y común para él, y casi anotando; y la de la Tota Carbajal en la portería desviando con el píe lo que parecía un gol a boca de jarro (esa acción del Cinco Copas fue en el partido contra Uruguay; sus reflejos eran ya un bien nacional).
Las tres imágenes representan mucho del gusto por el futbol. Tal vez quedaron grabadas por la voz y elocuencia del locutor que las convirtió en verdaderas hazañas. Las palabras se perdieron pero fijaron las imágenes.
Las palabras eran más importantes de lo que creíamos, por eso cuando se pierde el sonido de una trasmisión televisiva de un partido, tenemos la sensación extraña de que ese juego no existe.
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Cuando aprendes el futbol de niño y en la calle, se puede después jugar en cualquier campo: de cemento, tierra o como son la mayoría, dizque de pasto. En la calle los cuerpos y los ánimos se curten. Las rodillas y los codos se cubren de costras, a veces las cicatrices se quedan para toda la vida, pero una buena desviada como portero o como defensa valieron la pena.
En la calle se pierde el miedo y se convive sin distinciones. Sólo se necesita estar alerta del paso de los coches o de alguna patrulla especializada en quitar los balones.
Uno aprende futbol jugando con los de mayor edad en equipos combinados. Las diferencias de edades ayudan a crecer futbolísticamente. La calle es el primer territorio que se encuentra cuando uno sale de la casa familiar. El futbol nos ayudó a apropiarnos de ese espacio, a convertirlo en un territorio propio, con sus señas particulares.
Hicimos la calle a la medida de nuestro juego. Trazábamos las bandas, el centro y los puntos de penalti. Las porterías eran dos ladrillos, que la mayoría de los coches evitaba aplastar, ya que reconocía que estaban transitando por un campo de futbol.
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Jugar un partido de futbol es descubrir también que existen profundas desigualdades. Si un defensa comete un error garrafal se convierte en autogol, que en lenguaje religioso de estas tierras es semejante a cometer un pecado mortal. En cambio si un delantero falla un gol sólo se le amerita una ligera queja, es un pecado venial.
El que empezó a cambiar esta división de clases, sin romper las reglas del juego, es decir, sin hacer una revolución fue un defensa central alemán: Beckenbauer. Se le nombraba como un líbero, no sé de donde salió esa palabra que llevaba el eco de la libertad. En términos prácticos quería decir que su posición no lo obligaba a permanecer como defensa, sino que podía incluso sumarse a la delantera. La defensa se convirtió en algo más atractivo para muchos. Las imágenes de Beckenbauer durante el juego del mundial de futbol con su brazo entablillado, le dieron no sólo a él sino a la posición que jugaba un prestigio únicamente comparable al de los héroes mitológicos.
Ciertamente las imágenes de hoy lo muestran como un héroe caído, salpicado por el hediondo pantano de los negocios de la FIFA. Beckenbauer abandonó la tierra mágica de la cancha de futbol perdiendo así su fuerza.
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Hay que sentir la cancha, sus propias cualidades; una de las mejores se encontraba en Tlalpan en la ciudad de México. Nada más de ver esa alfombra verde te daban ganas de jugar, no podías caminar en sus márgenes sin meterte unos minutos a patear un balón. Su pasto era como un imán. Si hubiera sido por nosotros, hoy sería patrimonio de la humanidad.
La plusvalía de los terrenos y las dificultades económicas de la escuela terminaron con ella; ahora es el estacionamiento de una compañía de seguros. Por lo menos cuarenta años se perdieron bajo el asfalto, al menos desde nuestra perspectiva de amantes del futbol; de quienes reconocemos el valor de un campo bien cuidado. Nunca he entendido por qué los que crecemos en un lugar que sabemos respetar y le tenemos afecto, un día sin poder decir nada lo perdemos, porque otros a los que no conocemos llegan con dinero, lo compran y deciden construir cualquier otra cosa. Así perdimos ese campo de futbol; así muchos pierden lugares importantes de sus vidas.
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El fuera de lugar es una de las reglas básicas del futbol. No se le puede modificar, si se hiciere, el juego se desequilibraría. El fuera de lugar permite sostener la estructura de un partido, es una de sus líneas de tensión que obligan a reconocer sus límites, sin los cuales se perdería el sentido de muchas cosas.
Sin el fuera de lugar la dinámica del juego se rompería y el campo de futbol se vería desbordado, se perderían espacios y distancias que son necesarios para reconocer y reconocerse.
Los delanteros saben que el fuera de lugar es un referente vital para ubicarse en un terreno de juego para moverse. Los defensas conocen su importancia y lo usan para debilitar a sus atacantes, para enseñarles cómo, sin darse cuenta, pueden caer en un territorio de nadie, vacío, donde ya no pueden seguir jugando. El fuera de lugar nos muestra la versatilidad del espacio y cómo lo que nos separa de la meta es una línea movible y frágil pero decisiva.
Evitar o provocar el fuera de lugar requiere de un trabajo en equipo que siempre evoca tensión, una tensión necesaria para sostener los equilibrios.
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Pelé la baja y le hace un sombrerito al defensa para disparar de volea. La araña negra Yashin vuela y desvía el tiro a gol; así jugábamos narrando nuestros propios partidos en la oscuridad de la calle, alumbrada apenas por los postes de luz.
Usábamos los nombres de Garrincha, Didí, Cubillas, Bobby Charlton; nos apropiábamos de ellos para hacer que nuestras jugadas fueran las de un campeonato mundial. Éramos a la vez jugadores famosos y locutores que transmitían esas cascaritas en el asfalto. Y gritábamos, gritábamos con fuerza los goles al paso de los coches mientras se encendían las luces de las casas.
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¿Se rompieron vidrios? Sí, muchos, pero nunca nos rendimos, aunque nos confiscaran el balón. El futbol era nuestro oxígeno, nuestra libertad.
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¿Quién inventó la chilena y quién la nombró así? Practicábamos mucho, pero era necesario un pedacito de pasto. Alguien aventaba la pelota con sus manos y uno se levantaba de espalda a la portería moviendo con rapidez las piernas. Lo más sorprendente de todo era darse cuenta que cuando se le pegaba a la pelota la caída sobre el suelo era algo natural, sin problemas, pero cuando no se le atinaba uno se daba un doloroso costalazo; era el fin de la magia del balón, del esférico: con sólo tocarlo el mundo era diferente. El balón guardaba una certeza que no se encontraba en ningún otro lado, ni en la familia, ni en la escuela.
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Hubo una época que estuvo de moda y después casi se olvidó. Me refiero al gol olímpico; era un tiro de esquina (chanfleado) que terminaba incrustándose en la portería. Durante una época todos lo intentábamos y tal vez menos del 5% lo lograba. En el fondo creo que el gol olímpico además de expresar talento de quién lo ejecutaba también no podía ocultar las fallas del portero y sus defensas. El gol olímpico necesitaba del error de los defensores, era su condición y debilidad estructural.
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La palabra gol se escribe de una forma y se pronuncia de otra. Es la palabra mas importante, se asemeja a la lotería, pero cuando se dice y escucha, la “o” se alarga intemporalmente gooool, lo que se busca es que ese hecho en ese instante, le arranque a la eternidad un pedacito de su permanencia, de su infinitud. Se grita gooool con los brazos extendidos hacia lo alto, es decir se pronuncia desde el corazón e incluso se baila saltando.
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El gol no se susurra; aunque a veces se presiente, el gol siempre se grita, esa es su frecuencia. El futbol encuentra su clímax en el grito, por eso tiene algo tan antiguo que pertenece al orden de los instintos domados y convertidos en la alquimia de estrategias.
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¿Cómo tirar un penalti? No hay una sola respuesta pero es importante no dudar hay que tener confianza de hacerlo, no preocuparse por el portero, ignorar sus movimientos, recordar que es él quien está contra la pared. Lo más importante es dominar el movimiento de la cadera, el dorso y los pies. Saber girar el pie con rapidez, si se prefiere usar la finta y el toque bien colocado cercano a los postes. Distinto es el preferir la potencia, la velocidad.
Cuando se es portero y se espera un tiro penalti se debe fijar la vista solo en el esférico y tener preparado el resorte en las piernas; no se debe fijar en los movimientos del jugador que lo va a tirar. Se tiene que ser paciente.
Un portero durante un penalti debe aprovechar la ventaja de saber que no tiene nada que perder y en cambio todo por ganar, y debe hacerle sentir eso al tirador, que se encuentra en la condición opuesta al no tener una alternativa más que meter el gol. Si falla comete un grave error. Si el portero no para el tiro de penalti, nada sucede, si lo detiene es un acto excepcional. Es de alguna manera un duelo desigual, y tanto el tirador como el portero deben sacar cada uno provecho de esa desigualdad, entendiéndola, asumiéndola y mostrando en unos cuantos segundos sus máximas capacidades.
A veces ambos descubren en un instante que también existen los postes y el travesaño, no la suerte.
Los centímetros cuentan entonces, y en muchas otras ocasiones, los centímetros pueden definir un partido.
Lo que importa en el fondo es la precisión. Ser preciso ahorra energía y pesares innecesarios. Es otra manera de relacionarse con el tiempo y fluir mejor con él.
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Durante varios años en la casa de nuestro buen amigo Felipe jugamos cada sábado. Su jardín se convirtió en una cancha de futbol rápido, antes de que esta modalidad se hiciera popular.
Lloviera o no, esos partidos los disfrutábamos como pocas cosas en el planeta, así de exagerados éramos: el jardín era el campo de un estadio, el cuñado de Felipe –que jugó con las reservas del América-, era el mismo Arlindo y nuestros juegos de cada sábado eran siempre la final de la copa del mundo.
Nunca se puede separar la imaginación de la realidad, si lo hacemos, se pierde eso que los filósofos llamaban –y hoy lo siguen haciendo aunque en voz muy baja-: lo humano.
Imaginación y realidad tampoco se pueden confundir, van entrelazadas. La imaginación es el combustible y la realidad es aquella famosa frase de tener siempre los pies en la tierra sin dejar de volar para hacer un “gol de palomita” o desviar un tiro con un “paradón”.
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