Francisco Ortiz Pinchetti
20/05/2014 - 12:00 am
Lua en la casa de las maravillas
Mi nieta tiene 10 años de edad. Se llama Lua, igual que la luna de Portugal, su tocaya. No es una niña prodigio ni mucho menos, pero si un prodigio de niña. Inteligente, sensible y tierna como su madre, mi hija, posee un tesoro que se llama sentido común. Hace tiempo que me empeño en […]
Mi nieta tiene 10 años de edad. Se llama Lua, igual que la luna de Portugal, su tocaya. No es una niña prodigio ni mucho menos, pero si un prodigio de niña. Inteligente, sensible y tierna como su madre, mi hija, posee un tesoro que se llama sentido común. Hace tiempo que me empeño en transmitirle algunos de los pocos conocimientos y vivencias que uno logra acumular a lo largo de la vida. Como que siento la necesidad de compartirle un dato, una referencia, una historia antes de que se pierda para siempre. Cada vez que nos encontramos procuro contarle alguna aventura, una anécdota familiar, la utilidad de algún aparato ya en desuso, una de las mil maravillas de la naturaleza. Por ejemplo, el otro día le mostré un rollo de película fotográfica en su carrete de 35 milímetros que conservo como reliquia y peló tamaños ojos. Hija de una espléndida fotógrafa profesional, no tenía idea de ese vejestorio: nació ya en un mundo digital. Varias veces le he contado estampas diversas de nuestros viajes infantiles y adolescentes en el tren nocturno a Veracruz, absolutamente inolvidables, con sus carros pulman dormitorio y su carro comedor. Y la leyenda de Laredo, mi querido y longevo loro verde de cabeza amarilla, que no sólo hablaba, sino que imitaba a la perfección los gritos de los pregoneros que iban por las calles de la colonia Cuauhtémoc ofreciendo sus productos o servicios. También le hice ver que con trocos de esbeltos árboles se hacían los postes para los cables de electricidad, lo cual era un crimen ecológico. O cómo de la biznaga burra, ese cactus regordete que se da de manera silvestre en las regiones semidesérticas del país, se obtiene el acitrón, un dulce cristalizado y fibroso que utilizamos entre miles de ingredientes para el relleno de los chiles en nogada, cada mes de agosto.
Les platico que el pasado fin de semana Lua y yo entramos de la mano a un lugar encantado, donde en dos horas y media de recorrido y amenas explicaciones mi pequeña recibió más información que la que obtendría en treinta años seguidos de mis pláticas aburridas. Además, con un contacto directo con los objetos, y no nada más de oídas. Se llama Museo Casa de Madera y se encuentra en un pueblito cercano a Amecameca, en el estado de México –a la vera imponente de los volcanes– llamado Tenango del Aire. Es vecino de Ayapango, otro pueblo menor en el que en noviembre de 1996 cubrí unas insólitas elecciones municipales cuyo resultado fue un empate: 789 votos para un candidato y 789 votos para el otro, ambos priistas. La anécdota se completa con el hecho de que alguno de los contendientes pudo ganar por un voto si el presidente municipal en turno hubiera encontrado su credencial de elector, que buscó como loco pero sin éxito durante todo la jornada; pero eso se los cuento otro día. El caso es que ella y yo nos metimos de cabeza en un laberinto maravilloso que nos llevó o a través de los objetos a dos siglos de vida mexicana. De pronto nos vimos en medio de un tendejón de pueblo de finales del siglo antepasado que sirve de vestíbulo a este excepcional museo de artes aplicadas, el segundo más importante en todo el país (el primero es el Franz Mayer, ubicado en la avenida Hidalgo, frente a la Alameda de la Ciudad de México). Todo los que hay ahí, una enorme y tosca barra de madera, con sus cajones y sus altos bancos; los estantes y los objetos que son los que originalmente estaban en la tienda. Ahí vimos un garabato, que es una especie de canastilla plana que colgaban del techo para preservar algunos alimentos, lejos del alcance de los gatos (de ahí el dicho: un ojo al gato y otro al garabato). Lua conoció los cuarterones, cuartillos y medios cuartillos de madera con los que se despachaba –y se despacha todavía en los pueblos—el frijol y el maíz, el arroz, las habas, las semillas en general. Vio también por primera vez en su vida una bomba de flit, usadas para esparcir insecticidas; las botellas clásicas de la Cocacola, las chaparritas El Naranjo y el Soldado de Chocolate; las latas de lámina azules de la Sal de Uvas Picot, lámparas de petróleo, las charolas de la cerveza Corona, el barzón para la yunta, las planchas de carbón y de gasolina, el mecapal que se coloca en la frente para cargar cosas pesadas en la espalda, un azadón, mecates y reatas, que no son lo mismo; los cacles, que son el nombre náhuatl de los huaraches; una puerta de tejamanil, la desgranadora de elotes, una bomba de agua manual, una sierra San José de carpintero, una despachadora de leche, los tompiates y los chiquihuites de palma, los camioncitos de madera, billetes y monedas antiguas, una cantimplora de peltre, los juguetes de hojalata como la mariposa que aletea al arrastrarla sobre el piso…
Por una crujiente escalera de palo subimos al segundo piso, justo donde se reproduce una típica y tradicional cocina mexicana, presidida como debe ser por una pintura de San Pascual Bailón, el fraile franciscano patrono de las cocineras. Ahí pudo Lua conocer con asombro un filtro de agua de cantera, un cedazo para fabricar queso, un molino de café manual, cucharones de madera y una variedad de cazuelas, jarras, comales, ollas y jarritos de barro, además del metate con su “mano” y el molcajete con su respectivo tejolote, que así se llama la piedra pequeña que sirve para triturar lo que se muele. Vimos luego vajillas de porcelana del Porfiriato, fotografías, periódicos y cananas de tiempos de la Revolución Mexicana; muebles de la época de la Reforma. Y un maravilloso quinqué de colores. Entramos luego a una habitación dedicada a las armas, que la niña observó fascinada: mosquetones, rifles, fusiles, escopetas, espadas, sables, estoques, pistolas, puñales, cuchillos. Seguimos un ámbito de arte colonial, donde admiramos esculturas y pinturas y de pronto nos topamos con una colección de figurillas prehispánicas de barro.
Frente a un daguerrotipo Lua aprendió los inicios de la fotografía, que luego derivó al ambrotipo, el ferrotipo y la placa de albúmina antes de llegar al negativo y la impresión en papel cubierto con una emulsión sensibilizada que dieron origen a la película en rollo que tanto asombró a mi nieta. Enseguida conoció ejemplares magníficos de los primeros teléfonos de malaquita, que por supuesto no tenían disco para marcar, sino que se operaban con una manijita para lograr la comunicación con una telefonista, que a su vez hacía el correspondiente enlace con el usuario requerido. Le expliqué que cuando yo era niño había dos compañías telefónicas, la Ericsson y la Mexicana, cada una de ellas con sus suscriptores exclusivos, y que al dar tu número telefónico tenías que precisar a qué empresa pertenecía. Conoció también los viejos relojes “de bolsillo”, que se llevaban con una larga cadena fijada a un botón en la cintura del pantalón; los manguillos, las plumillas, la pluma fuente, el tintero Scrip de “maroma” o de “trampa”, los secantes, los lapiceros y sus puntillas, las gomas, los utensilios para rasurar, como las navajas de barbero con su cinta afiladora; sacapuntas, alhajeros, pipas, un cenicero portátil, catalejos, lupas, anteojos, perfumeros, un canuto de hilo blanco, abanicos, calzadores de zapatos, boquillas, perfumeros, baúles, cigarreras de mesa o de bolsillo y encendedores de gasolina blanca.
En el tercer piso miramos muebles de sala, recibidor y comedor, éste con su mesa extensible; una recámara con su cabecera de latón, vajillas y lámparas art decó y art nouveau, originales de tiempos de Benito Juárez, en torno al 1860; artesanías orientales, un jarrón de porcelana la China, figuras talladas en marfil, los espejos, aplicaciones en maderas preciosas, un maravilloso cuadrito elaborado con plumas de colibrí y un bibelot (pequeña vitrina) lleno de curiosidades en miniatura de plata alemana. Luego de atravesar por una recámara con muebles art decó, con su correspondiente secreter, llegamos al área de las cámaras fotográficas, desde las de cajón, de placa y de fuelle hasta las precursoras de la polaroid, pasando por las “instantáneas” y las réflex, así como las más antiguas grabadoras de carrete, el fonógrafo, el gramófono o rocola y los primeros tocadiscos de cuerda: el volumen se regulaba al abrir o cerrar las puertas del mueble inferior. Los discos de pasta de 78 revoluciones por minuto, la rocola y las primeras consolas, que eran aparatosos y a veces elegantes muebles. Y vimos también un rudimentario refrigerador de madera que funcionaba a base de hielo, la máquina de coser Singer, de pedal; un ejemplar del Cancionero Picot, con su charro en la portada; la palangana de porcelana con su aguamanil y su base de fierro forjado.
Pero el viaje fascinante a través de 30 salas y 10 mil objetos exhibidos correspondientes a dos centurias completas de nuestra historia siguió en los salones de otra construcción adyacente, en realidad la primera y original Casa de Madera, fabricada en Estados Unidos en 1900, llevada a la ciudad de México en 1924 y finalmente traída a Tenango del Aire en 1970, hace 44 años. En ella Ricardo Flores Ávila y Luis Pastor Gómez Mendoza reunieron su alucinante colección que durante un par de décadas atrajo a intelectuales como Carlos Monsiváis que ahí se reunían y que acabó por convertirse en museo abierto al público en 1992. De entrada hay una pulquería completa, trasplantada desde Amecameca en cuyos anaqueles pudimos conocer toda la variedad de recipientes para guardar, servir, llevar o beber el pulque: tonel, barrica, vitrolera, tornillo, cacarizo, jícara, jarra, catrina, caña, maceta, bola, reina, lo que me obligó a prometerle a Lua llevarla a probar el nautle, ya natural, ya curado. Está también una colección de vasos de vidrio soplado que data del año 1540. Las paredes están cubiertas con carteles taurinos de los siglos XIX y XX, provenientes de la plaza de Las Ventas, en Madrid; la Maestranza de Sevilla, El Toreo de la Condesa y la monumental plaza México. Y enseguida, una botica completa traída desde Tláhuac, poblado ubicado al sur del Distrito Federal, con sus incontables frasquitos, botellas, vasijas, tubos de ensayo, botes de vidrio y vasijas de porcelana. No faltan las cajitas de lámina en la que se guardaban las gomitas verdes y duras de eucalipto, para la tos.
El recorrido fue como uno de esos sueños que no terminan nunca, a través del tiempo y sus objetos, en una vertiginosa secuencia que mi nieta absorbía por los ojos, por los oídos y yo diría que también por la piel para asimilar sobre la marcha formas, colores, historias, referencias, anécdotas. Llegamos a otra sala donde hay arte religioso, incluida una momia niña encerada y esculturas de santos y vírgenes. Había una curiosa “bacinica de noche”, con su banquita de madera convertible. En otra área encontramos una colección de relojes de pared, que preside desde luego un hermoso “cucú”, con sus cadenas y contrapesos, que funciona puntual. Una colección de máscaras, otra de muñecas de trapo y una más, insólita, de corazones de vidrio. Y, para terminar, un sorprendente acervo de utensilios de cocina, como el más primitivo tostador de pan, las primeras licuadoras y batidoras de mano, wafleras, morteros de madera, pimenteros, exprimidores, sacacorchos, especieros, cascanueces, extractores. Y una tasa especial para tomar chocolate sin embarrarse el mostacho: ¡tiene bigotera! “Válgame”, dijo Lua.
DE LA LIBRE-TA
Nuestra visita a la Casa de Madera de Tenango del Aire se dio, como se dice, en el marco de las celebraciones del Día Internacional de los Museos que se celebra durante toda la presente semana, desde el 18 de mayo, que fue el mero día, hasta el próximo domingo 25. Este museo de artes aplicadas es el segundo en el país reconocido como tal por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Falta el “cómo llegar”: es fácil, a través de dos rutas. Una es por la autopista México-Puebla hasta la salida a Cuautla, para seguir luego hasta Amecameca. Desde esta población sólo hay que seguir los señalamientos hasta Tenango del Aire. La otra opción, más apropiada desde el sur de la capital, es salir por la carretera Xochimilco-Oaxtepec y tomar la desviación a Juchitepec, adelante de Milpa Alta, desde donde en diez minutos estarán en su destino. En Tenango del Aire, famoso también por sus quesos y sus biscochos, cualquiera les indica cómo llegar a la Casa de Madera. De veras vale la pena emprender la aventura que vivimos Lua y yo para participar de esta celebración mundial, aunque hay otras muchas posibilidades: sólo en el Distrito Federal existen 145 museos registrados y en el país son casi mil 200, aunque ustedes no lo crean.
@fopinchetti
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