Mucho y muy bien se ha hablado de la más reciente película de Wes Anderson, El Gran Hotel Budapest. Y mucho de ese mucho ha sido dedicado a su larga lista de estrellas, que incluye a Ralph Fiennes, Jude Law, Tilda Swinton, F. Murray Abraham, Edward Norton, Adrien Brody, Willem Dafoe, Harvey Keitel, Bill Murray, Owen Wilson y tantos más. Menos atención, sin embargo, ha merecido otra de los protagonistas de la cinta, una que desempeña un rol acaso más estelar que el de cualquiera de los actores que figuren el reparto: la Cortesana au Chocolat.
No se trata de una mujer elegante y educada (y de piel oscura) que intercambia favores sexuales por dinero y lujos (si bien su nombre constituye, en cierto sentido, una metáfora del personaje central, Monsieur Gustave, elegante y educado conserje hotelero que prodiga afecto y orgasmos a sus clientas más añosas, prósperas y generosas) sino de un pastelillo: una parodia de la religieuse –ambas están constituidas por tres choux apilados y rellenos de crema pastelera; la dicotomía virgen (en este caso monja, que eso significa religieuse) / puta (la cortesana) se establece cuando la original, cubierta de chocolate y rellena de vainilla, aparece adusta por fuera y cándida por dentro, mientras que la de la película es todo lo contrario: colorida en su apariencia y renegrida de lujurioso chocolate en sus oquedades– que no sólo tiene apariciones recurrentes –es el postre favorito de Monsieur Gustave– sino una función narrativa clave en la cinta. Dado su carácter consustancial a la trama, fue encargado el desarrollo de su receta a la pastelera Anemone Müller –residente en el poblado alemán de Gorlitz, locación de la cinta–, quien lo hiciera con tal primor que Anderson no podría negarse a consagrar un video promocional a las minucias de su confección:
Podría dedicar algunos caracteres –no pocos: la cosa, como se ve, es larga y compleja– a traducir la receta detallada en el ingenioso y elegante video pero confío en que el lector hable inglés o bien en que sea capaz de traducirla con la ayuda de ese más sólido y solidario de los amigos que es el diccionario. Los emplearé, entonces, en una traducción que me parece más digna de mi atención: la del nombre de la pastelería de marras, creadora de las dichas Cortesanas.
Tiene, en efecto, una inspiración en el mundo real. No son casualidad las cajas coloridas que usa para entregar sus pasteles pues constituyen la marca de fábrica de la original. No es casualidad la minucia con que se preparan sus especialidades ni la posibilidad de que el público espie el procedimiento. Tampoco es casualidad su mobiliario a caballo entre lo adusto y lo rococó ni sus vitrinas de un exquisito barroquismo, donde pasteles y pastelillos devienen apetecibles alhajas. Y por no ser tampoco lo es su nombre: Mendl’s es, en gran medida, un anagrama y un homófono de Demel’s.
Así la llaman sus clientes anglófonos, que muchos tiene. Anticipara el lector que su nombre real es Demel pero se equivocará, pues es más largo: Demel K. u. K. Hofzuckerbäcker, donde la abreviatura K. u K. significa kaiserlich und königlich, lo que arroja un “Demel, pastelero y confitero del Emperador y Rey”, y donde el Emperador (de Austria) y Rey (de Hungría) es uno solo, un Habsburgo, y al momento de la fundación del establecimiento Francisco José, famoso entre las quinceañeras de antaño por encarnar al marido de la Sissi de Romy Schneider –consumidora furiosa de las violetas escarchadas que sigue ofreciendo a la fecha Demel– y entre públicos menos proclives a la cursilería por haber dado al Imperio Austrohúngaro su último y mayor esplendor político y cultural.
Ese K. u K. es una patente imperial, equivalente al by appointment británico aún en uso: un emblema de distinción que las monarquías permiten arrogarse a sus proveedores. Hay tras él, sin embargo, mucho más, ya sólo porque la historia de Demel aparece íntimamente ligada no sólo con la de Francisco José sino con la de los valores culturales que representa.
El Gran Hotel Budapest se dice inspirada por la obra del escritor austriaco Stefan Zweig: no por una en particular sino por toda, es decir por el espíritu de la Viena imperial y de la subsiguiente república austriaca, que resistiera hasta la anexión por parte de la Alemania nazi –el Anschluss, recuerdo de mis clases de historia de la prepa– en 1936. Es ésa la Viena de Freud y de Schnitzler y de Kraus; es la que daría origen a Ernst Lubitsch y a Billy Wilder, exportadores a Hollywood de esa sensibilidad única, mezcla de vinagre y crema batida; y es la de la vida de café, que nadie habría de definir mejor que el propio Zweig:
[E]l café vienés es una institución particular que no resulta comparable a ninguna otra en el mundo. De hecho, es una suerte de club democrático, al cual el costo de admisión consiste en el modesto precio de una taza de café. El pago de este óbolo mediante, cualquier cliente puede permanecer sentado durante horas, conversar, escribir, jugar cartas, recibir su correspondencia y. sobre todo, despachar un número ilimitado de periódicos y revistas… Quizás nada haya contribuido tanto a la movilidad intelectual y la orientación internacional del austriaco como el hecho de poder mantenerse informado de todo el acontecer mundial en el café, y al mismo tiempo discutirlo con su círculo de amigos.
Tanta discusión, sin embargo, abría el apetito: de ahí que haya sido justo en esos cafés en que se perfeccionaran las recetas de la pastelería vienesa –el Apfelstrudel, la Linzertorte– que después el mundo hiciera suya. Muchos cafés míticos subsisten en Viena pero acaso el más de todos sea Demel, justo en virtud de esos pasteles.
Demel abrió en 1786, aunque no con la vocación ni con el nombre que le dieran fama. La primera habría de encontrarla poco a poco, merced a su lenta y paulatina transformación de abarrotería en confitería; el segundo no habría de llegar sino hasta 1857, cuando Ludwig Dehne, el fundador, vendiera el negocio a su primer asistente, Christoph Demel, quien habría de trocar el nombre por el propio. Para 1888, Demel se mudaba a la calle Kohlmarkt, muy cercana al palacio imperial de Hofburg, acaso para mayor celeridad en la entrega no sólo de aquellas violetas escarchadas sino de un panqué de chocolate denso, trufado de mermelada de chabacano y cubierto con un glaceado a un tiempo sutil y complejo, cuya receta secreta perfeccionara su creador definitivo en las cocinas de Demel. ¿El nombre del legendario repostero? Eduard Sacher.
Hay que encontrar en la Sachertorte el ADN, la fibra no sólo gastronómica sino espiritual, de Demel. En 1876, Sacher renunciaba a Demel para poner su propio negocio: el mítico hotel que lleva su nombre, en el que con todo derecho comenzara a producir y comercializar su pastel epónimo, cosa que el establecimiento hace a la fecha. El asunto hubo de derivar, para 1938, en una larga y costosa batalla legal entre ambos locales, motivada por la decisión del hotel –para entonces propiedad de otros dueños– de comercializar su versión del pastel como la Sachertorte “original”. Dado que ambas recetas son mínimas variantes de la del creador, bien podría argumentarse el derecho moral de cualquiera de las partes a arrogarse la originalidad; por si fuera poco, tras la venta del hotel, Demel tomó la precaución de emplear al hijo de Eduard Sacher y de comprarle los derechos de su nombre. Bien habría podido Demel, que cuenta en su menú con otras creaciones legendarias, olvidarse del asunto y concentrarse en esas especialidades, o aun dar la batalla por la Sachertorte sólo con una competencia en términos de precio y/o de calidad. Al parecer, sin embargo, su punto era de honor: no habría de ser sino hasta 1961 –imagine el lector las costas legales– que el asunto conociera una resolución jurídica, que priva a la fecha: tiene el Hotel Sacher el derecho de comercializar la “Sachertorte original” Demel el de vender la “Eduard-Sacher Torte original”, ambos la capacidad de hacer pasteles inolvidables.
Ésta es historia que conozco hace tiempo, y que me ha llevado a peregrinar en cada uno de mis tres viajes a Viena a ambos templos de la Sachertorte, menos en un esfuerzo por quedar bien con Dios y con el Diablo que por disfrutar dos ligeras variantes de una misma creación genial (diré que prefiero el pan de Demel, más húmedo, y el glaceado de Sacher, más complejo). Lo que ahora me asombra, sin embargo, es una historia que recién descubro y que parece ubicarse en la misma sintonía moral: tras el fin de la Primera Guerra Mundial y el concomitante colapso del Imperio Austrohúngaro, Anna Demel, sobrina de los fundadores y para entonces mandamás de la pastelería, insistió en preservar el emblema y la leyenda original de su negocio –aquel “Demel, pastelero y confitero del Emperador y Rey”– tanto en la fachada como en todas y cada una de las cajas de dulces y pasteles, donde se mantiene a la fecha, aun si hoy Austria es una república. Ahora el gesto parece uno de entrañable nostalgia (y acaso de mercadotecnia retro) sin demasiada importancia; en la época, sin embargo, constituía una toma de postura de una valentía asombrosa y temeraria, pues la exhibición de emblemas imperiales estaba no sólo prohibida sino penalizada.
No soy un monarquista aunque sí un admirador del valor y los valores, de la congruencia, de la estética que va aparejada a la ética y por tanto al honor. Y encuentro en la defensa de Demel tanto de la originalidad de la ahora Eduard-Sacher Torte como de las armas de Francisco José el mismo espíritu: uno que encuentra el fondo en la forma, que hace de ésta principio inalienable. No debe sorprender entonces que El Gran Hotel Budapest, una película que hace de la elegancia encarnada en Monsieur Gustave la más valerosa de las herramientas para combatir un fascismo que cuenta entre sus pecados la vulgaridad, sea, entre otras cosas, un homenaje en clave a Demel. Su espíritu es el mismo.