Alma Delia Murillo
26/04/2014 - 12:03 am
García Márquez besa mejor que Saramago
A propósito del Día Mundial del Libro llueven sentencias, opiniones, recomendaciones y discursos sapientísimos sobre la Literatura que enunciada así solita y a modo de sustantivo es un ente difícil de masticar y da más la impresión de ser un monolito diseñado para contemplarse que un suculento plato para comerse. Pero cuando hablamos de leer […]
A propósito del Día Mundial del Libro llueven sentencias, opiniones, recomendaciones y discursos sapientísimos sobre la Literatura que enunciada así solita y a modo de sustantivo es un ente difícil de masticar y da más la impresión de ser un monolito diseñado para contemplarse que un suculento plato para comerse.
Pero cuando hablamos de leer y ponemos de manifiesto nuestra relación real con los libros, es otra cosa. Revisé los resultados de una encuesta realizada por Parametría hace pocos días sobre los hábitos de lectura de los mexicanos, el dato demoledor dice así: 53% de los encuestados no dedican ni un minuto de la semana a leer.
Que es triste, sí; que las consecuencias son devastadoras, también.
Pero creo que llevamos años y años equivocando la estrategia.
En principio deberíamos empezar por dejar de referirnos a esto como “hábito de lectura”, lo que quiero decir es que hay hábitos como cepillarnos los dientes, dormir de tal o cuál lado de la cama, picarnos las orejas o hasta sacarnos los mocos. Esos son hábitos y, sin ser prescindibles, tampoco es que constituyan la esencia misma de la vida.
Leer se vuelve parte de la existencia cuando se convierte en una necesidad, en hambre.
Y ello no ocurre a partir de regaños, discursos impositivos, cintarazos paternales, reglazos magisteriales y mucho menos con la cantaleta de diviértete leyendo veinte minutos al día. ¿Pues qué es eso? Tal falacia es tan absurda como decir que un buen encuentro carnal se disfruta en plenitud nomás con la puntita cuando todos sabemos que no, que hay que entregarse completos.
Leer es un gozo, pero también un ramalazo al equilibrio, una piedra en el zapato, un viaje espeso a deseos secretos nunca imaginados, una manera de aprender a nombrar la vida.
Constantemente alardeo de mi ateísmo pero debo decir que sí profeso una fe y es en los libros. Mi redentor, mi salvador y mi mesías ha sido siempre uno de ellos.
Aprendí a leer por imitación: mi abuela leía la Biblia y biografías noveladas de frailes, santos y monjas. Mi madre leía también la Biblia y libros de Herbolaria; mis hermanos mayores leían a destajo y en todos los casos la razón fue sólo una: había que sobrevivir a un entorno duro, lleno de soledades y carencias. No puedo más que bendecir esos textos que fueron nuestra salvación.
Pronto me convertí en una lectora carroñera que iba levantando los libros magullados que mi parentela dejaba en el camino. Nadie me supervisó nunca ni me prohibió algún contenido y lo mismo me entregué al Marqués de Sade y descubrí mis primeras calenturas que recorrí con Jack London todas sus aventuras, le di la vuelta al mundo con Julio Verne y enloquecí tratando de comprender a Kundera antes de cumplir trece años.
Pero para mí, como para muchos, Gabriel García Márquez fue el antes y después de la narrativa en español.
Qué cosa. Qué historias tan humanas y divinas, tan retorcidas y tan claras, tan simples y fascinantes pero sobre todo; tan bien contadas. Con Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera fue que sentí hambre por primera vez delante de un libro: me los quería comer.
Y no estoy haciendo una metáfora, no; sentía hambre de verdad, algo en la panza y a ratos en la garganta o en el paladar.
Porque leer cuando lo que se tiene entre las manos es tal banquete del alma humana se vuelve una experiencia palpable, algo en el estómago, algo que te hace sentir llena y al mismo tiempo vacía pero siempre te deja más completa.
Sufro terriblemente cuando me preguntan por mis libros o autores favoritos, francamente creo que tal pregunta es un despropósito. Pero sí puedo pensar en los textos que me han hecho sentir que me los quiero comer porque si me los como voy a comprender mejor quién soy y hasta a poseer de un modo más auténtico mi propio nombre.
Por ejemplo esto: “Soy José Arcadio Segundo Buendía. Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo”.
El caso es que un día del mes de junio del año 2007 estaba yo papaloteando en el área de revistas de la tienda Sanborns de Plaza San Jerónimo, cuando vi frente a mis ojos a Gabriel García Márquez. Bruta de mí, lenta que soy, todavía dudé si acercarme a él.
Mientras salgo de mi pasmo les cuento otra cosa.
El año de 1998 logré colarme al ITESM Campus Tlalpan a una presentación de José Saramago, hice la correspondiente fila y al final me retiré triunfante con mi ejemplar de El Evangelio según Jesucristo, firmado y un beso del autor en la mejilla, que me dejó turulata un par de días.
Volvamos al Sanborns, cuando por fin salí del apendejamiento compré un ejemplar de la edición conmemorativa de Cien años de soledad que recientemente se había publicado al auspicio de la RAE y et al.
Muerta de pena me acerqué y le pedí que me lo dedicara.
Cómo te llamas, preguntó; cuando pronuncié mi nombre esbozó una sonrisa. Qué fácil, me dijo y escribió “Para Alma con toda el alma”.
Me devolvió el libro y me dio un beso.
Envalentonada por su sonrisa amable y por el beso, decidí arriesgarme y le solté esto:
– Voy a decirle algo que nunca le han dicho
– ¿Y qué es?
– Saramago besa mejor
Se rio con ganas, volvió a besarme en la mejilla y esta vez me dio un abrazo.
Mi anécdota no es un pequeño homenaje ni un recuento in memoriam, es una brevísima entrada, un bocadito apenas de los infinitos sabores que la literatura puede darle a la vida si nos empeñamos en sentir hambre.
Y sí, también es uno de mis contadísimos milagros, uno de esos que le debo a los libros que tanto amo.
@AlmaDeliaMC
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