Alma Delia Murillo
12/04/2014 - 12:10 am
Selfie o la masturbación de la identidad
Recuerdo bien el día que tomé esta foto. Estábamos en Córdoba, era el mes de diciembre del año 2012. La tomé porque recién estrenaba el piercing en la nariz que me había hecho un par de noches antes en una borrachera en Madrid. Supongo que me veo feliz, la verdad es que no lo estaba, […]
Recuerdo bien el día que tomé esta foto. Estábamos en Córdoba, era el mes de diciembre del año 2012.
La tomé porque recién estrenaba el piercing en la nariz que me había hecho un par de noches antes en una borrachera en Madrid. Supongo que me veo feliz, la verdad es que no lo estaba, de hecho sentía unas imposibles ganas de llorar.
Dos amigas y yo habíamos decidido hacer el viaje de nuestros sueños por el sur de España y sin duda resultó un evento entrañable pero yo me sentía aterrada, sola, fuera de lugar.
Ellas dos estaban felizmente emparejadas, una con marido, de hecho; la otra en la etapa más dulce del noviazgo. Y yo rumiaba las orillas de una herida de separación que me costó la vida remontar. Pero nada de eso se ve en la foto.
En mi selfie tampoco son visibles los tres kilos de más que se acumulaban en mi vientre y caderas por la dieta vacacional y de los que todavía no logro librarme.
Subí la foto a mi muro de Facebook, a mi cuenta de Twitter y ocurrió lo esperado: recibí “Likes” y comentarios aplaudiendo mi piercing nuevo pero yo seguí sintiéndome de la chingada. Ese viaje no hizo más que confrontarme con el hecho de que me había quedado sola y sentía un vacío enorme llamado falta de vínculo amoroso, falta de pertenencia.
Así que mi selfie feliz es una mentira, lo confieso.
Lo que nos da calma y contención se llama identidad. Y atravesar por una migración de identidad es muy duro. Es un proceso largo, doloroso, cargado de ansiedad y en el camino uno siente que pierde la cordura. Cuando por fin concluye te das cuenta de que ya no te definen las mismas ideas y tampoco el mismo trabajo, que los amigos que jurabas eternos de pronto ya no tienen nada en común contigo y a algunos hasta les das hueva. Al final vale la pena porque el espíritu humano está hecho para transformarse o de otra manera nos quedaríamos chatos, enanos, mutilados.
Y para transformarse hay que aferrarse a una verdad vital y contundente: no somos los del espejo.
Así como le ocurrió al pobre Narciso cuyo mito me gustaría que desentrañáramos juntos. Me puse a releerlo en mi Diccionario de Mitos Griegos de Robert Graves, asumo que todos conocen más o menos la anécdota: el joven que se enamoró de su reflejo en el agua y que despreció a todos los aspirantes a su amor, incluida Eco, la ninfa del bosque condenada a ser la voz que lo repite todo.
Hay tres versiones de final y todas igual de trágicas, escojan ustedes su favorita: Narciso quiere abrazarse y besarse a sí mismo y al intentarlo cae al río y se ahoga, Narciso se suicida con la misma espada que había provocado la muerte de otro amante rechazado, Narciso es condenado a vivir para siempre enamorado de su imagen sin poder nunca conocerse a sí mismo. Yo me quedo con la tercera, es la más cabrona.
Quiero reparar en dos detalles importantísimos, aquí van. Eco es la voz y la voz es el símbolo de la conciencia y el aceite de la flor de narciso que resultó del mito es un narcótico (noten la coincidencia de la raíz etimológica) que sirve para anestesiar, adormecer, apendejar, pues.
Así está la cosa: hay selfies duck face (cara de pato) que consiste en parar la trompa para adelgazar el rostro, marcar los pómulos y lograr un acabado sexy. Hay selfies before eating donde la tocada es tomarte una foto junto al plato que vas a comer, ¿les ha pasado? Yo encuentro francamente grosero tener que esperar al selfimaniaco que tiene que compartir su rebanada de pizza con los que no están e ignora a los que sí estamos. El mensaje es claro: no me importas tú que estás aquí conmigo y ni siquiera importo yo mismo, ni mi hambre, lo que más me interesa es la fantasía nebulosa que se reflejará allá afuera.
El colmo, selfie after sex; parejas que se toman una foto cuando acaban de tener relaciones sexuales.
La pregunta no es para qué, la respuesta es muy obvia: para que los demás espejos nos vean.
La pregunta que me escuece es ¿por qué?, ¿tan aterrados estamos de mirar al yo y no al reflejo?, ¿tan incapaces nos hemos hecho de mirar para adentro?
Hay gente que sube entre seis y diez selfies diarios a sus redes sociales y compulsivamente revisa cuántos “Likes” y comentarios recibió. Desde luego la Asociación Americana de Psiquiatría ya habla de trastornos mentales derivados de la adicción al selfie. Incluso se registran casos de adolescentes filipinas que trataron de suicidarse por no recibir suficiente aceptación en sus selfies.
Pero cuidado que esto no es sólo un fenómeno exclusivo de adolescentes, es transversal. Es que tiene dos componentes que lo vuelven dinamita: la obsesión con la tecnología y la obsesión con nosotros mismos que son características cada vez más definitorias de esta, nuestra boyante sociedad digitalizada y promotora del individualismo a ultranza.
Dice el escritor Óscar de la Borbolla en su novela Todo está permitido: “Como la parte más puta de los seres humanos es el alma, nadie puede defenderse de las caricias masturbatorias de un adulador profesional”
¿No estaremos profesionalizando nuestro sistema masturbatorio colectivo?
La identidad es el componente más delicado y poderoso de la existencia. Enterarnos cabalmente de quiénes somos puede incluso resultar intolerable pero es necesario para no entrar en psicosis. Con frecuencia me pongo a pensar en el escalofriante hecho de que el ojo no se ve a sí mismo; el ojo humano está diseñado para mirar todo lo que no sea él porque evolucionamos como depredadores y era necesario no perder de vista a la presa para poder cazarla.
Por eso para mirar hacia adentro sólo queda el camino de cerrar los ojos, tapar los espejos y apagar la cámara.
@AlmaDeliaMC
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