Francisco Ortiz Pinchetti
08/04/2014 - 12:00 am
El sueño dorado
Con la primavera llega el béisbol, sacaba cada año el irrepetible “Mago” Septién de su cartera de frases. Y sí, de llegar llega, como ocurrió el pasado fin de semana. Lo que pasa es que en nuestra ciudad ya no es lo mismo. No sabe igual. El béisbol, que llegó a ser un deporte chilango […]
Con la primavera llega el béisbol, sacaba cada año el irrepetible “Mago” Septién de su cartera de frases. Y sí, de llegar llega, como ocurrió el pasado fin de semana. Lo que pasa es que en nuestra ciudad ya no es lo mismo. No sabe igual. El béisbol, que llegó a ser un deporte chilango de multitudes, fue sacado a patadas de la capital. Lo asesinaron más bien. Cierto, la televisión comercial le volteó la espalda, lo discriminó, lo borró. Al grado de traicionar sus orígenes. Pocos se acuerdan de que el Canal 2, la señal emblemática de la actual Televisa, fue inaugurado en 1951 con la primera transmisión a control remoto de la televisión mexicana: un partido de beis entre los equipos capitalinos Azules de Veracruz y Diablos Rojos del México, desde el legendario Parque Delta. Con el paso de los años, los caballeros de la TV optarían por alentar el gran negocio del fútbol y de repente el box, y olvidarse de plano del “Rey de los Deportes”. Tienen su culpa, claro. Sin embargo, también la tienen y me parece que mayor, los empresarios, los dueños de los equipos que tenían como sede el DF. No fueron capaces de promocionar este deporte incomparable porque no quisieron invertir. Les dolió el codo. Buscaron el negocio fácil. Y acabaron, sobre todo Alejo Peralta y luego su hijo Carlos, por dedicarse a fabricar peloteros allá en su complejo de Pastejé para venderlos a otros equipos, inclusive de las grandes ligas. Y en perjuicio de sus propios clubes.
La puntilla sin duda fue la venta y demolición en el año 2000 del Parque Deportivo del Seguro Social, ese santuario del béisbol que durante 45 años fue casa de los Tigres capitalinos (sucesores de los Azules de Veracruz) y los Diablos Rojos del México. Ese estadio con capacidad para 25 mil aficionados sustituyó al Parque Delta, inaugurado en ese mismo terreno en 1928, cuando la Liga Mexicana de Béisbol –que este año, por cierto, cumple 89 años de antigüedad— contaba con sólo seis equipos en el país. Era una construcción toda de madera que resistió el paso del tiempo y del fuego hasta que en 1954 sufrió un derrumbe que costó la vida a dos aficionados y que determinó su demolición. El Instituto Mexicano del Seguro Social adquirió entonces el predio y construyó en él el nuevo estadio, hoy desaparecido también.
En 1999, el IMSS –dirigido entonces, sexenio de Ernesto Zedillo, por Genaro Borrego Estrada— anunció inesperadamente que iba a deshacer de ese inmueble, pues le resultaba incosteable su mantenimiento. Existe la versión de que Carlos Peralta y Alfredo Halp Helú juntaron sus centavos para adquirirlo, pero sólo completaron 90 millones de pesos. El enorme predio de avenida Cuauhtémoc y Viaducto Piedad fue finalmente vendido por el Seguro Social en 169 millones a la empresa Autocamiones Central (que ya tenía una agencia de exhibición en una orilla del parque, esquina de Obrero Mundial), sin que se sepa que haya habido en esa transacción algún robo… de base. Poco después, la camionera se lo vendió al Grupo Gigante, que con otros inversionistas construyeron en ese mismo lugar la plaza comercial Parque Delta, nombre que los aficionados debemos agradecerles. El 1 de junio del año 2000 se llevó a cabo en el Seguro, como le decíamos, el último juego de su historia, por supuesto un clásico Tigres-México. Así que los escarlatas se mudaron al flamante Foro Sol, por el rumbo de la ciudad deportiva y Peralta trepó a sus Tigres en un autobús y se los llevó a radicar a Puebla. Luego descubrió una rica veta de negocio y se los llevó hasta Cancún. Ahora son los Tigres de Quintana Roo.
Yo soy aficionado al béisbol desde 1955, justo el año inaugural del parque del Seguro Social y de los Tigres de México. Fue mi hermano José Agustín quien me llevó a un juego de estrellas entre peloteros mexicanos y extranjeros. El impacto de aquel escenario nocturno profusamente iluminado, atiborrado de aficionados, con ese esmeralda del pasto y ese dorado del diamante, fue algo que me ha durado toda la vida. Por supuesto, como mi querido carnal mayor, desde ese mismo momento fui tigrista y durante muchos años seguí con demencial pasión al equipo felino, como le decían los cronistas. Cuando jugaban los Tigres y no podía acudir al estadio, invariablemente escuchaba la transmisión de los partidos por la XEX en el 730 del cuadrante y coleccionaba recortes de periódico de todos sus partidos. El Parque del Seguro, con su ambiente peculiar, fue un ámbito que disfruté intensamente durante esos años de mi adolescencia y juventud. Imborrable, el recuerdo de las gradas colmadas, del lado izquierdo de azul, del lado derecho de rojo; las porras, los tacos de cochinita, la salida de los jugadores de los vestidores para recabar su autógrafo, los apostadores clandestinos del segundo piso de preferente, con sus papelitos doblados entre los dedos; el doble juego dominical bajo el sol, las arriesgadas “acostadas” boca abajo sobre el techo del dogout felino, la tertulia de los viejos peloteros, algunos de ellos con acento cubano, que discernían sobre las vicisitudes del partido mientras bebían cerveza tras cerveza…
También practiqué béisbol, aunque nunca de manera organizada en alguna liga seria. Empecé a jugar con mis primos y otros chamacos en plena calle, la de Arquímedes, en Polanco, o en los campos de beis de la Cervecería Modelo, entre olor a malta, junto al río San Joaquín. Y alguna vez participé en un equipo más formal que tenía al menos su manager. Cada viernes comprábamos La Afición para buscar en listas enormes el campo y la hora de nuestro partido semanal, que casi siempre se efectuaba en los campos de béisbol del Sindicato de Tranviarios, por los rumbos de San Andrés Tetepilco… donde ahora juega Andrés Manuel con sus cuates.
Ya en Proceso, allá por los ochentas, durante algún tiempo nos dio por jugar béisbol. Me encontré con que varios de mis compañeros del semanario compartían en alguna medida la pasión por los toletes bates y las manoplas. Como nuestro admirado subdirector, el dramaturgo Vicente Leñero; el fotógrafo Juan Miranda, el reportero Gerardo Galarza, el cartonista Efrén Maldonado, el diseñador Hugo Moreno, mi hijo Paco Ortiz Pardo, entre otros, formamos un equipo de improvisados y conseguimos que nos prestaran campos de béisbol de la UNAM, en CU, para desfogar nuestras ansias peloteras de vez en cuando, algún sábado. Nuestro equipo era precario y nuestras posibilidades deportivas eran lamentables. Hasta que don Pepe de Lima, un amigo de la casa, que era ejecutivo de Nestlé en Centroamérica -y que fue secuestrado por la guerrilla en Guatemala- se conmovió con nuestra penuria. Un día llegó como santaclós con un gran costal lleno de bates, pelotas manoplas, almohadillas y el equipo completo de cátcher, que era mi posición: careta, peto, rodilleras, espinilleras y mascota. El apoyo de don Pepe resultó definitivo para que nuestro equipo se tomara un poco más en serio.
Un día alguien llegó a la redacción de Fresas 13 con la noticia: nos prestan el parque del Seguro Social, dijo. Sólo para nosotros. Sólo por unas horas. Era un anhelo secreto que todos llevábamos guardado en lo más recóndito de nuestros corazones, como se dice. ¿Qué aficionado al béisbol no quisiera jugar en ese escenario histórico? Era cierto: así que de pronto nos vimos la mañana de un jueves de mayo en aquel escenario, ataviados con nuestras mejores sudaderas y pants en el diamante que pisaron tantos y tantos de nuestros ídolos. Difícil de imaginar para quien no lo vivió la emoción de podernos sentar en la banca del dogout y mirar desde ahí aquel inmenso graderío vacío, que por supuesto imaginábamos repletó de fanáticos vueltos locos por nuestras hazañas. Efrén trajo a parte de su pandilla y con trabajos logramos ajustar las dos novenas, completadas con muchachos del rumbo de La Piedad. Fue un partido soso y prolongado. Pronto nos cercioramos de que aquel campo inmaculado nos quedaba demasiado grande, en todos los sentidos. Eran interminables los 90 pies (exactamente 27.43 metros) que había que correr entre base y base. Nadie era capaz de lanzar la bola desde el montículo del pitcher y llegarla al home. Y menos doblar de aire, o siquiera de un bote, desde el plato hasta la segunda, en caso de un intento de robo. Imposible fildear un elevado en los inmensos jardines, donde nuestros peloteros se perdían como en medio de un desierto. La experiencia, empero, también fue inolvidable, emocionante en serio. Como quiera, jugamos y corrimos y al final de la contienda pactada a siete episodios llegamos empatados. Doce a doce, creo. O quince a quince. Era nuestra última oportunidad al bate. Vicente Leñero, que entonces tendría unos 54 años de edad, logró embazarse con un podridito entre primera y segunda. Juan Miranda captó el momento en memorable fotografía. No recuerdo de qué argucias se valió nuestro escritor para llegar hasta la tercera, pero cuando me tocó tomar mi turno con el tolete ya estaba ahí con su gorra azul, en la antesala, muy orondo, ¡en posición de anotar! Llevaba en sus tenis luidos, la carrera potencial de nuestro triunfo. Así que fui con él y le propuse en voz baja, claro, una jugada de escuis play (en la que el bateador, o sea yo, toca la pelota, mientras el corredor de tercera, o sea Vicente, sale disparado rumbo al home). Era una locura, pero nos la jugamos. Y resultó. Vicente voló, corrió los 90 pies del trayecto y cruzó la registradora con la carrera de la victoria mientras el primera base del equipo contrario, se hacía bolas con mi toque perfecto. Cuando todos corrimos hacia Vicente para abrazarlo, felices, estaba a punto del infarto: “El sueño dorado llegó demasiado tarde”, dijo sonriente y jadeante, con un dejo de cierta melancolía. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
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