Una cálida mañana de agosto recibimos una llamada sorpresiva de Octavio Paz. Acababa de nacer nuestra hija Andrea. Adormilados después de las muchas horas de parto que Margarita había vivido, pero con la niña ya en nuestros brazos, su entusiasmo condimentó nuestra alegría con una delicada nota de amistad. Atrás de él se oía la risa de Marie Jo. Entre los dos, con sus voces complices y festivas, con su energía desbordada, llenaban de color el cuarto y la mañana.
Yo iba despertando tan lentamente a mi nueva realidad que me preguntó si ya me había atacado la melancolía de la paternidad. Que a Paul Valéry le sucedió, a él mismo y a muchos otros. Le respondí que no, que estábamos los dos muy contentos, instalados en la plenitud de contemplar a la bebé mientras dormía, hipnotizados por su presencia, absortos en sus gestos diminutos, en el trastorno de mirar y sentir su mano pequeñísima aprisionando un dedo de la nuestra. Le dije que era como si una estrella en lento movimiento la iluminara desde adentro y no pudiéramos despegar de ella la mirada. “Pues hay que alegrarse doblemente, me dijo, porque esta niña, con su estrella, nació el mismo día a la misma hora que Marie Jo. Son hermanas siderales. Somos ya una especie de padrinos suyos.”
Desde entonces, en su cumpleaños y en Navidad, los regalos de Marie Jo y Octavio, incluyendo al hermanito que vendría tres años después, Santiago, serían un ritual infalible. Y era siempre un gozo sorpresivo verlos bromear y jugar con los niños. Recuerdo una mañana en el departamento de Guadalquivir, en la biblioteca, a Santiago de cuatro o cinco años abriendo un paquete que resultó ser un dinosaurio que caminaba y gruñía. Octavio casi saltaba ante la emoción del niño y después de decirle qué tipo de dinosaurio era se puso a jugar con él contándole una aventura que fue detonador envolvente del juego que Santiago no abandonó en varias semanas. Jugaba con los niños en los momentos más inesperados. Un día, en un restaurante, con Castoriadis a su izquierda y Andrea a su derecha, como el mesero tardaba, Octavio inventó alimentos imaginarios que entretenían el apetito impaciente de los niños. Pero cuando Andrea, extremando el juego se puso a morder el plato, él comenzó también a morderlo y a describir con ellos lo bien que sabía cada cubierto.
Andrea recibía siempre regalos originales y muy femeninos. Marie Jo se esmeraba en la sorpresa y Octavio era también sorprendido. Me decía cómo gozaba verla de compras para los niños. Y cada vez, antes de irnos, bajando la voz como para que no lo oyera Marie Jo, él ofrecía a Andrea y a Santiago que se llevaran un gato. “O uno cada uno, o todos los que quieran.” Los niños volteaban a vernos, nosotros a Marie Jo distraída, y ellos guardaban cauto silencio felino. Sabían que era una travesura de Octavio.
Un día, al agradecerles tantos obsequios, me dijo algo curioso. “Los regalos para los niños son como los premios y los honores, hay que gozarlos y ya. Como lo hacen ellos.” A los pocos días le dieron un premio literario importante. Cuando lo felicité me recordó aquella idea del regalo infantil añadiendo: “La diferencia con los premios literarios es que siempre son regalos equívocos. Se los dan a uno por razones distintas a lo que hizo.” Media hora habló con cierta melancolía sobre ese malentendido. Me dejó la sensación de que mi felicitación estaba fuera de lugar. Pero casi al día siguiente yo recibí un premio por mi primer libro y él me habló para felicitarme. Desconcertado, le dije, ¿No habíamos quedado que un premio es siempre un equívoco? “Sí, es un equívoco, me respondió, pero más vale un equívoco feliz que uno infeliz.”
Hoy que con Marie José festejamos las múltiples facetas de Octavio Paz, recordemos también al niño de cien años que había en él. Y recordemos sobre todo su consigna poética de hacer cada día “la reconquista de la mirada salvaje del niño”.
(Leído en el “Retrato coral” que se escenificó en Bellas Artes el 31 de marzo del 2014)