Arnoldo Cuellar
27/03/2014 - 12:00 am
La misoginia del poder
La resolución del magistrado supernumerario Gustavo isidro Araiza Castro, titular de la Tercera Sala Penal Unitaria del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Guanajuato, emitida en el toca 12/2013-O, referente a un recurso de apelación dentro de la causa penal 1P-3313-107, no pasará a la historia futura de Guanajuato precisamente como el ejemplo de […]
La resolución del magistrado supernumerario Gustavo isidro Araiza Castro, titular de la Tercera Sala Penal Unitaria del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Guanajuato, emitida en el toca 12/2013-O, referente a un recurso de apelación dentro de la causa penal 1P-3313-107, no pasará a la historia futura de Guanajuato precisamente como el ejemplo de una justicia moderna, comprometida con los derechos humanos, el resarcimiento de las víctimas y respetuosa de la perspectiva de género.
El caso que se aborda es una violación calificada, en agravio de una menor, cometida por dos hombres, en San Luis de la Paz, ocurrida después de que estuvieron ingiriendo bebidas alcohólicas y en el domicilio de uno de los presuntos violadores.
La base sobre la que manejó la inconformidad de la defensa con la decisión de un juez de oralidad de Dolores Hidalgo que decidió abrir proceso, fue que no se encontraba acreditado un elemento del ilícito que se imputó, el de violación calificada. El elemento en cuestión fue que no se demostró debidamente “la imposibilidad de resistencia” por parte de la víctima.
La calidad de violación “calificada”, se la da el hecho de que en su ejecución participen dos o más personas, como fue el caso.
Sin embargo, para el magistrado Araiza Castro, la violación solo ocurre, de acuerdo a su interpretación del Código Penal de Guanajuato, cuando además de imponerse la cópula no deseada, esta es “rechazada de manera efectiva por el paciente de la conducta de acuerdo a sus posibilidades.”
Admite el magistrado, sin embargo, la posibilidad de que la víctima no esté en condiciones de resistir el ataque sexual, lo que podría evitar la obligación de “rechazar de manera efectiva” la agresión; sin embargo, solo atribuye esa imposibilidad a una intoxicación por alcohol o cualquier otra sustancia y no a otro tipo de circunstancias, como la violencia sicológica.
Como para el magistrado las 4 cervezas que ingirió la víctima no constituyen un volumen suficiente para impedir la resistencia, situación que acredita solo a su leal saber y entender, entonces concluye que podía haber resistido más y que al no hacerlo, de alguna manera “cooperó” con los presuntos violadores.
El magistrado Araiza Castro desestima de manera flagrante y evidente los dichos de la joven acusadora, desmintiendo la posibilidad de que estuviera afectada por las bebidas alcohólicas y que no hubiese querido sostener relaciones sexuales.
Por otra parte, acepta sin cuestionar las afirmaciones de los presuntos atacantes que coinciden sospechosamente en sus relatos por separado, casi en los mismos términos y episodios.
Además, se permite juicios toxicológicos de su propio elaboración, que solo de manera tangencial compara con los de una perito médico legista, para concluir que la joven está en posesión de sus facultades, que voluntariamente acudió a dos domicilios donde sostuvo relaciones con los acusados y que por ende no opuso resistencia.
El hecho de que se tratara de dos hombres frente a una mujer, en un domicilio ajeno a ella, no parece ser de ninguna importancia para el magistrado Araiza, no obstante la evidente situación de inferioridad numérica de la presunta víctima, así como de desvalimiento sicológico.
En cambio, la única vez que toma en cuenta el testimonio de la joven y le concede credibilidad, es para registrar que la posición en la que dice haber sido violentada sexualmente, “a todas luces requiere cierta cooperación por parte de la pasivo.”
Nos encontramos ante un verdadero paradigma de la visión patriarcal y machista, cuyo mayor daño se ejerce al provenir de un impartidor de justicia: la mujer es culpable de antemano de provocación y sólo se la puede exculpar si queda inconsciente o si se arriesga a morir para defenderse. De cualquier otro modo, sus agresores quedan exonerados.
Las nuevas perspectivas de la violencia contra las mujeres provenientes de los tratados y convenios internacionales firmados por el país y convertidos en leyes y en cambios constitucionales, nada operan frente al obsoleto código penal de Guanajuato, al que se aferran unos magistrados cuyo menor pecado es ser machistas frente al de más graves consecuencias, que es el de ser ignorantes.
Mientras tanto, en San Luis de la Paz, municipio de la zona norte de Guanajuato, una joven y su familia quedan desprotegidas y expuestas, no sólo porque sus agresores están libres y goza de mayor capacidad económica, como lo muestra el hecho de que pudieron contar con un bufete de abogados, mientras su acusadora se limitaba al apoyo de un ministerio público que desde el principio descreyó de ella.
En rostro de la impunidad asoma cada vez más en Guanajuato, gracias a una reforma penal que no acaba de cuajar por la falta de preparación del elemento humano. Sin embargo, más delicado que eso es que las mayores víctimas de esa ausencia de justicia, como ocurre con la pobreza, el analfabetismo y la deserción escolar, son mujeres.
Y aquí no hay Código Naranja que valga, la estrategia de combate a la violencia de género impulsada por la ONU y que recientemente firmó el gobierno de Guanajuato acompañando el convenio de una intensa campaña propagandística.
Para la mayor parte de esas víctimas de la violencia por partida doble, la que les infieren sus agresores y la que proviene de las instituciones que deberían auxiliarlas, las bonitas campañas gubernamentales no son más que palabras cuyo significado es lejano y ajeno.
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