Cosa curiosísima, a quien debo agradecer haber sembrado en mí una vocación por la coctelería que ha terminado por redundar en cierta destreza para la preparación de tragos es a mi madre, inspiración incongruente no sólo porque no es con las mamás con quien solemos asociar tal arte sino porque la mía es hoy, para mayores señas, completamente abstemia, merced a una condición cardíaca que le produce extrasístoles no bien consume aun la más nimia cantidad de alcohol. En mi infancia, sin embargo, mi madre era todavía ignorante de su padecimiento y, por tanto, bebía una copa cada tanto. Y, como he apuntado ya en otras entregas, salvo por muy contadas recetas, la cocina no es uno de sus talentos. Así, cuando había invitados a comer a casa, y para no desmerecer junto a la solvencia culinaria de mi abuela, solía preparar a manera de aperitivo un cóctel fantasioso de cuya receta ignoro aun como habrá logrado aprovisionarse.
El espectáculo era lindo. La biblioteca de la casa familiar, habitación muy amplia, sólo lo era a la mitad: dividida por una celosía constituida por libreros de doble vista, su frente se veía presidido por una barra de bar que, en vida, había mandado a hacer mi abuelo, y que, dicen, constituía su juguete favorito. Un mueble hermoso, de forma trapezoidal pero asimétrica, curvo en el frente y recto por detrás, dispuesto a un metro de una contrabarra que esposaba su misma forma para desplegar un amplio surtido de botellas. Tanto me gusta, y tan torpe me siento para hacer su justa descripción, que recurriré al talante digital de este espacio para desplegar una fotografía:
En los múltiples compartimentos y cajones que albergaban barra y contrabarra moraban los más diversos (y, para el niño que era yo entonces, misteriosos) implementos de coctelería, también legado del abuelo, cuyas formas caprichosas, certeramente glamorosas y acaso vagamente científicas, me intrigaban sobremanera. Ninguno, sin embargo, me producía mayor fascinación que un adminículo de un material que yo pensaba plástico y que ignoraba baquelita, pintado de un nostálgico color verde agua, coronado por una tapa de metal plateado y provisto de una manivela. A saber, éste:
Mi madre lo sacaba, levantaba la tapa metálica, vertía cubos de hielo en el compartimento superior y hacía girar la manivela mientras alzaba el artilugio por sobre la embocadura de vasos altos. Del prodigio verde agua manaba entonces lo que, a faltaba de mejor nombre, consideraba yo escarcha –era hielo frappé, y el artefacto un molino de hielo–, con el que llenaba los vasos hasta el borde. Aparte, en una licuadora, mezclaba a partes iguales wodka –con doble u de Wiborowa: eran los 70–, crema de menta y leche condensada. Pasada por las aspas, la mezcla era vertida en los vasos, deslizándose sensualmente por entre la escarcha envasada, tiñéndola con su verdor irreal –raspado con piquete–, para después adornarse el todo con una ramita de menta. Mi madre les llamaba Vodka Grasshoppers, y si bien la receta distaba mucho de ser la consagrada –un Vodka Grasshopper, aprendería yo muchos años después, consta de vodka, crema de menta y crema de cacao blanca, se agita con cubos de hielo normalitos en coctelera y se sirve sin hielo frappé y en copas de martini–, y si bien infiero que resultaba de un dulzor conducente al coma diabético, los recuerdo con nostalgia –aun si nunca los bebí y si no forman parte de mi actual repertorio coctelero– ya sólo porque la vistosidad tanto del procedimiento como del resultado habrían de hacerme jurar que llegaría el día en que quien se alzara en despliegue alquímico entre barra y contrabarra sería yo mismo.
Creo haber dicho ya en otra entrega de esta columna que soy un arquitecto frustrado. Pues bien, me confesaré también un barman frustrado. (Lo que me lleva a concluir sin temor a equivocarme que soy a todas luces un frustrado.) Uno, sin embargo, con no pocos conocimientos, que me he agenciado de manera fundamentalmente autodidacta. ¿Que por qué me gusta preparar cocteles? La respuesta es múltiple y me obliga a consignar antes por qué no: pese a pertenecer a una generación que se antojaría fuertemente marcada por la figura icónica (y asaz ridícula) de Tom Cruise –en la secundaria, todos mis compañeros soñaban con hacerse de Ray Bans modelo Aviator y chamarras de piloto de cuero café–, y aun por esa particularmente insoportable de sus películas que es Cocktail, nunca hubo de pasarme por la cabeza protagonizar una escena como la siguiente:
Joven, mientras me quemaba las pestañas hojeando el Savoy Cocktail Book y me esforzaba por perfeccionar la(s) receta(s) del dry martini –la de Buñuel, la de Churchill, la de Astaire–, el futuro personal que tenía en mente se parecía más al de este montaje, y particularmente al de su primera secuencia:
El fragmento de Cocktail resulta no sólo indeciblemente vulgar sino, peor, poco realista: la coctelería no es una rama de la calistenia ni de la danza, y para arrojar buenos resultados requiere precisión, serenidad, concentración. Por el contrario, la técnica coctelera del William Powell de las películas de la serie The Thin Man –en las que encarnara al detective privado Nick Charles, concebido por Dashiell Hammett en la novela homónima– se antoja no sólo mucho más elegante sino algo más apegada a la realidad del barman. Digo algo y no mucho porque un barman que haga honor a su oficio no es alguien que busque procurarse estados alterados de conciencia –que es justo el caso del refinado pero a fin de cuentas alcohólico Nick– sino alguien que disfruta del sabor puro de aguardientes, destilados y licores, así como el de los nuevos sabores que puede producir a partir de su combinación certera y, sobre todo, de alguien que, más que evadirse de la realidad, se interesa por mejorarla: por crear experiencias y ambientes memorables en beneficio de los parroquianos, y sólo de manera indirecta –por satisfacción del deber cumplido–, en el propio.
Lo sé por experiencia. Y es que hace cosa de tres años mi hermano Francisco, que dirige una empresa abocada al diseño de estrategias de comunicación para marcas de lujo, contaba entre sus clientes al entonces recién inaugurado hotel St. Regis de la ciudad de México. Heredero del original neoyorquino –fundado en 1904 y dotado de un estatuto mítico–, el mexicano tuvo desde su apertura misma un bebedero que ostenta el mismo nombre del muy legendario que alberga aquella residencia temporal: el King Cole Bar. Pese a semejante pedigrí, sin embargo –y a una carta de bebidas bien surtida, y a la que acaso sea la terraza más agradable de la capital mexicana–, en sus primeros meses de operación el King Cole nomás no despegaba. Tuvo entonces Francisco una idea salvadora –tanto que hoy éste puede ser considerado el bar de hotel más exitoso y disfrutable de la ciudad–: invitar a personas que se dedicaran a actividades públicas y que tuvieran algún talento para la coctelería a hacer de barmen por una noche, compensando sus empeños mediante la posibilidad de que invitaran a beber sin costo a una treintena de amigos suyos, lo que redundaría en que éstos vivieran la experiencia y generaran publicidad boca a boca para el establecimiento. La premisa debía ser ensayada con un conejillo de indias. Para eso servimos los hermanos menores.
A fin de facilitar mi tarea, se me pidió entregara una lista de cocteles en cuya preparación me sintiera yo particularmente solvente, acompañada de las recetas à ma mode. Propuse Martinis secos –ginebra en una copa rociada con vermut seco, con una aceituna–, Manhattans –boubon, vermut rojo, un chorrito de angostura y otro de miel de maple, cereza en almíbar–, Sidecars –coñac, Cointreau y jugo de limón–, Champagne Cocktails –champaña, un chorrito de angostura y un terrón de azúcar–, Negronis –ginebra, Campari y Cinzano, rodaja de naranja–, Clavos Oxidados –whisky y Drambuie– y Old Fashioneds –whisky, angostura, terrón de azúcar. Confiado en que lo limitado del repertorio y la ayuda de los barmen profesionales del hotel a guisa de asistentes me facilitarían las cosas, me aposté detrás de la hermosa barra de mármol del King Cole mexicano a las 8 de la noche. Fácil, me dije: preparo una ronda, me preparo yo mismo un trago, me siento a departir con mis invitados, cuando haya terminado regreso a la barra a preparar la siguiente. Craso error. Porque, descubrí esa noche, el trabajo de barman es uno de los más pesados que pueda uno concebir, y no sólo porque se realiza de pie. No bien terminaba yo de preparar la primera ronda, el primero de los parroquianos servidos pedía ya su segundo trago. Alguno detestaba las aceitunas y pedía sustituir la suya por una cebollita en salmuera, trocando así su Martini en Gibson. Alguna –mi mujer– era diabética y pedía sus Champagne Cocktails con Splenda en vez del terrón de azúcar. Otra más preguntaba si de verdad no sabía yo preparar Cosmopolitans y ahí estaba yo pidiendo vodka y jugo de arándano para complacerla. El ejercicio fue agotador no sólo para mis piernas y mis brazos sino para mi memoria. Daban casi la una de la mañana cuando pude al fin sentarme a disfrutar mi primer trago de la noche: un vaso de agua helada que bien merecía.
Diré, sin embargo, que la experiencia fue excelente. Para Francisco, para el bar, sobre todo para mí. El lector observador habrá notado en la fotografía de la barra de mi abuelo que, entre los cuadros que cuelgan sobre la contrabarra, figura el retrato de una pareja; somos mi mujer, lo que revela la ubicación actual del entrañable mueble: mi casa. Tras él me mantengo de pie cada vez que tenemos invitados, a fin de satisfacer las demandas de hermanos y amigos, tíos y sobrinos. Bien puede quedarse Tom Cruise con esos Orgasmos que prodiga a propias e impropias; lo que mana de mi coctelera es cariño, vocación por compartir, que acaso ponga menos, pero dura más.