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Benito Taibo

02/03/2014 - 12:00 am

Cotidiano extraordinario

Permítanme contarles una breve y singular historia. Hace algunos años, en la Feria del Libro del Zócalo al final de la presentación de un libro, el autor, diligentemente, cedió el uso del micrófono a los asistentes por sí alguno quería hacer una pregunta. Parecía que no iba a suceder nada, cuando una solitaria mano se […]

Permítanme contarles una breve y singular historia.

Hace algunos años, en la Feria del Libro del Zócalo al final de la presentación de un libro, el autor, diligentemente, cedió el uso del micrófono a los asistentes por sí alguno quería hacer una pregunta.

Parecía que no iba a suceder nada, cuando una solitaria mano se alzó tímidamente en la parte final de la sillería. Era la de un hombre maduro, de traje y corbata ajados, con un folder debajo del brazo.

Se escuchó entonces en las potentes bocinas:

Me llamó Juan. Estoy desempleado (y un breve silencio). Siempre quise hablar  por un micrófono, gracias.

Primero hubo un instante de estupor, para dar paso a una salva de aplausos; muchos más que aquellos que había conseguido el autor, minutos antes al terminar su presentación.

Muy sonriente, Juan, devolvió el micrófono a la edecán y se marchó de allí.

Por un instante, Juan salió de ese azaroso anonimato al que muchos de los habitantes de la ciudad, el destino ha condenado. Pero, supongo que lo más importante es que logró que otros lo escucharan aunque fuera unos segundos. Su voz amplificada por las bocinas representó a muchas otras voces reafirmando su condición humana, haciendo una declaración fundamental por medio del uso de la palabra, aliviando tal vez un poco, su soledad.

Esta historia me conmovió enormemente.

Y me puse a pensar en cuantas pequeñas y grandes historias se ocultan detrás de esos rostros  que vemos a volapié, casi sin darnos cuenta, como jirones entre la multitud, en el metro, las calles, las plazas, los mercados.

La enorme cantidad de sueños, deseos, afanes, metas y hasta pesadillas que están detrás de una persona.

Y me puse a pensar que todos tenemos el derecho absoluto de vivir una vida extraordinaria.

Y con ello, no estoy pretendiendo que  nos llenemos de premios Nobel, o atletas de renombre, o cantantes de éxito, o narcos que salen en las listas de Forbes.

No.

Lo único que pretendo es dejar dicho aquí, en el espacio que tan generosamente me brindan cada domingo, que pienso que debajo del delgado barniz de lo cotidiano, se encuentra el colorido y magnifico fresco de lo extraordinario. Y que sólo hay que pasarle por encima un trapo mojado, removerle el polvo del día a día, de las horas interminables de oficina o fábrica, de angustias y desvelos,  para dejar ver en todo su esplendor las sensaciones, los sentimientos, la risa que está detrás de las bocas fruncidas a las que está sociedad nos condena.

Dicen los indígenas mapuches que todos llevamos dentro un trozo de infinito; lo creo fervientemente. El chiste es dejarlo salir de vez en cuando, pese a todo y contra a todo. Iluminarnos de inmensos, como decía Ungaretti y permitir que el corazón se llene del simple alborozo que provoca el darnos cuenta que estamos vivos.

Después de una jornada agotadora de trabajo recogiendo basura, vi a seis trabajadores de limpia, con sus reglamentarios trajes de color naranja, echándose una “cascarita” en uno de los callejones del centro histórico,  pateando una lata de refresco, muertos de la risa, gritando y divirtiéndose como enanos.

Vi en una plaza a una niña pequeña señalando el cielo, insistente, mostrándoles a sus padres el dragón que se formaba en las nubes, el perro, el viejito de barba, una rana. Y vi también como ellos acabaron observando el prodigio, y sonriendo.

Vi a la pareja de novios comiéndose a besos en la banca del parque. Y vi, como se derretían en sus manos las paletas de grosella que habían comprado unos minutos antes.

Vi al anciano que aplaudía con enorme gusto a un organillero.

Vi al herrero que hinchaba el pecho complacido después de haber puesto en su lugar y a la primera, la ventana  de hierro en una casa.

Vi al chofer del micro que movía la cabeza rítmicamente mientras sonaba una cumbia, y él la seguía con silbidos.

Vi a una chica que leía un libro en medio de un atestado vagón de metro, ensimismada, aferrada a la tabla de salvación que la librará del naufragio.

Vi a la jovencita que ayudaba a cruzar la esquina a un ciego.

Y todo lo vi el mismo día, en cuestión de horas tan solo.

Y descubrí que lo que vi, fue la vida, negándose rotundamente a ser aniquilada por el tedio, vi la esperanza.

Y mientras veía y veía, fui recuperando la confianza en lo que somos, pero sobre todo, en lo que tenemos dentro.

Mientras caminaba, escuchaba claramente la voz de Juan diciendo:

Siempre quise hablar por un micrófono. Gracias.

Y aplaudí a rabiar en plena calle de Tacuba, a las 8 de la noche.

Y pude percibir, claramente, como otros, se unían al aplauso.

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