Alma Delia Murillo
22/02/2014 - 12:02 am
Hay un vampiro en la cama
Para Yamel, que se empeña en mirar Constantemente cometo el sacrilegio de parafrasear a Shakespeare con esta línea de Hamlet: ver o no ver, he ahí la cuestión. Y lo hago porque creo que es espeluznante nuestra predisposición a no enterarnos de aquello con lo que no queremos o no podemos lidiar; para decirlo en […]
Para Yamel, que se empeña en mirar
Constantemente cometo el sacrilegio de parafrasear a Shakespeare con esta línea de Hamlet: ver o no ver, he ahí la cuestión.
Y lo hago porque creo que es espeluznante nuestra predisposición a no enterarnos de aquello con lo que no queremos o no podemos lidiar; para decirlo en latín vulgar: nuestra notable aptitud para hacernos pendejos.
Hace un par de noches me entretuve viendo un edificante programa sensacionalista sobre infieles anónimos. Qué quieren, una tiene sus debilidades, pero no voy a justificarme: soy una ordinaria.
Alimenté mi espíritu con tres historias que documentaba el mentado programa; en todos los casos los cornudos parecían ser desesperantemente ingenuos y eso me hizo sentir cierto desprecio hacia ellos, más hacia ellos que hacia los temidos traidores.
Entonces me puse a hacer el eterno inventario de las noticias de infidelidades que todos tenemos a la mano: propias, de amigos, de conocidos, de todo el mundo. Y la verdad es que los infieles anónimos no existen porque son perfectamente conocidos por su pareja, o a ver explíquenme: ¿cómo no vamos a saber luego de cinco, diez o veinte años quién es la persona con la que nos emparejamos y vivimos todos los días bajo el mismo techo?
Al descubrir la infidelidad uno siente que se muere porque de hecho ocurre una muerte emocional. Cuando nos engañan nos remplazan por otra persona, es decir, nos aniquilan para poder poner al otro en nuestro lugar; lo digo en castellano puro: nos matan. Y es una de las muertes más dolorosas por las que cualquiera puede atravesar, créanme. El que sepa de lo que hablo ya podrá dar fe de ello. Y no, no es que esté respirando por la herida pero respiré alguna vez y fueron días de caminar con el infierno ardiendo dentro del pecho.
Se siente de la chingada. Se pasa de la tristeza a la rabia, del hijo de puta al qué habré hecho mal, de quién será la perra a quién será la pobrecita que no sabe lo que le espera, de no te necesito a qué va a ser de mí. ¿Alguna experiencia?
¿Y quién quiere pasar por semejante tortura? No, nadie. Por eso preferimos no encender la luz para no ver al animal que se metió a la habitación pero que sabemos que ahí está porque podemos escucharlo y sentirlo. No hace falta más que prender el interruptor para descubrir al bicho; lo mismo si se trata de una rata, de una mariposa negra o de un pinche mosquito zumbón.
Porque el infiel invariablemente manda mensajes codificados: ya sea una inexplicable marca en el cuerpo o en la ropa, tal vez un correo que se queda abierto en la computadora, un extraño mensaje de texto de un número desconocido o diez llamadas perdidas de dicho número; vamos, incluso podríamos referir casos en los que una prenda ajena aparece misteriosamente en la maleta a la vuelta de un repentino viaje de trabajo o ya de plano un hijo con inexplicables ojos azules cuyos padres centellean unos ojazos negros ineludibles. Para no hacer concesiones agregaré otra clave: el mensaje más contundente es la ausencia. Una pareja que no está, está en otro lado. Ay, salivita para el golpe.
Y es que quien comete el engaño quiere confesarlo pero no halla cómo o no tiene el cómo integrado en sus gónadas ni en sus capacidades emocionales.
Pero si ninguna de las señales anteriores alcanza y para no ponernos burdos con obviedades diré que siempre podemos atender al mensaje de la más fina, atinada y sabia de nuestras capacidades: intuición, se llama.
Hay otro componente importante: no sólo se trata de ingenuidad cultivada o de las ganas de no enterarnos, también hay beneficios para todos los involucrados y sé que resulta chocante y perturbador decir que opera el mismo mecanismo insano en el criminal que en la víctima pero es así: es igual de perverso ser un engañador que un engañado.
¿Ganancias? Hay muchas: desde mantener el poder de un lado o del otro mediante reclamos, amenazas y chantajes; hasta seguir tras la honorable fachada familiar (parafraseo el texto de Juan Luis Linares y Carmen Campos ), o –y perdón por el cliché pero no es mi culpa- las ventajas económicas a las que tanto cuesta renunciar cuando se tiene un proveedor que lo resuelve todo o un patrimonio conjunto que se ha convertido en la piedra del sacrificio de una relación. Ah, no puede faltarnos el clásico ¿por qué todos los hombres que elijo están casados o tienen novia? Me refiero a esto y por favor léase dando lánguidos pestañazos de suculenta autocompasión a la que muchos recurrimos con frecuencia: Ay de mí; no es que yo haga malas elecciones, es que el mundo es una mierda. Já.
Elegir el otro camino es casi insoportable: enterarse, ver y perder el refugio en el que nos escondíamos para no mirar, preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos, qué queremos… es insoportable pues uno se queda delante del abismo donde no se puede responsabilizar a nadie de nada, más que a nosotros mismos. Qué horror, tan ricos y deliciosos que son los caramelos de la inconsciencia, casi como los tamales calientitos.
No deja de deslumbrarme esta frase del Drácula de Bram Stoker: la fuerza del vampiro radica en que todos niegan su existencia.
Ahí en la húmeda oscuridad nuestros vampiros pueden crecer y multiplicarse hasta que una noche ataquen, nos desangren y -lo digo con todo el peso y la delicadeza que tiene- desangren a nuestra familia entera: porque los mecanismos construidos para no ver, para ocultar y pretender, forman sistemas y vicios familiares tan poderosos que perviven por generaciones.
¿Ver o no ver?, he ahí la respuesta.
@AlmaDeliaMC
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