Francisco Ortiz Pinchetti
20/02/2014 - 12:00 am
Perder la vergüenza
A los panistas les valió madre la advertencia de Carlos Castillo Peraza –retomada luego por Felipe Calderón como argumento para ganar la dirigencia nacional en 1996– sobre el riesgo de ganar el poder a costa de perder el partido. Ni modo. Ahora es ya lugar común decir que al final de cuentas perdieron el poder […]
A los panistas les valió madre la advertencia de Carlos Castillo Peraza –retomada luego por Felipe Calderón como argumento para ganar la dirigencia nacional en 1996– sobre el riesgo de ganar el poder a costa de perder el partido. Ni modo. Ahora es ya lugar común decir que al final de cuentas perdieron el poder y perdieron el partido. Sin embargo, el escenario en el que se vislumbra la renovación de la dirigencia nacional del PAN el próximo 18 de mayo supera todo lo imaginable: en el estiércol se debaten los rivales por hacerse del botín. Y uno, cronista que ha sido de algunos jirones del azaroso e inconcluso tránsito de México a la democracia, se pregunta cómo pudo llegarse a esto. No se vale. De mi vieja libreta de reportero rescato dos estampas que pudieran ayudar a encontrar una explicación del cómo y por qué pudo acabar ese partido en el actual proceso de descomposición que reconoce Diego Fernández de Ceballos:
«El chihuahuense Luis H. Álvarez se mantiene a los 94 años de edad como ejemplo de verticalidad y congruencia política, como panista. Don Luis fue candidato a la gubernatura de su estado y luego candidato a la Presidencia de la República. Finalmente en 1983 ganó la alcaldía de Chihuahua capital y ejerció el poder municipal sin contaminar de ambición sus ideales democráticos. Alguna vez, durante su huelga de hambre contra el fraude electoral de 1986 en el kiosco del parque Lerdo de la capital chihuahuense, me contó que cada mañana, al llegar como presidente que era al palacio municipal, el soldado que custodiaba la puerta lo recibía con un saludo militar al tiempo que hacía sonar los tacones de sus botas, al chocarlos. “Primero me dio risa y luego hasta me molestó”, me dijo. “A los cuantos días, como que empezó a gustarme el tronidito de las botas”, confesó sonriente para ilustrar las pequeñas o grandes tentaciones del poder. No sucumbió, por supuesto.
Poco después de dejar la gubernatura de Baja California, una airosa tarde de abril de 1997, Ernesto Ruffo Appel me confió en la amplia terraza de su casa en Ensenada su desencanto ante la metamorfosis sufrida por no pocos panistas en el ejercicio del poder. “Ahora ya la probamos, y nos gustó”, dijo con sarcasmo para describir lo que llamó un “desmedido apego al hueso”. Previno que la ambición de poder era ya entonces el mayor peligro para el PAN, pues podría desvirtuar totalmente a un partido que se suponía sustentado en sólidos valores doctrinarios. «Tenemos que entender que debemos construir un PAN para los mexicanos y no un PAN para los panistas».
Tal vez parezcan explicaciones demasiado simples de lo que ha ocurrido con el partido fundado por Manuel Gómez Morín hace, por cierto, 75 años; pero sin duda algo aportan. Luego de los años arduos de la brega de eternidad, del ejercicio político opositor, heroico, romántico, al acceder al poder -a ese mundo desconocido al que por décadas solo podían entrar los detestables priístas- muchos panistas que probaron las mieles se engolosinaron al grado de traicionar, o al menos dejar a un lado los valores y principios ideológicos, históricos del blanquiazul. Después, convertido en una opción real de ascenso al poder político, el PAN se volvió atractivo para muchos profesionistas, ejecutivos y pequeños empresarios, que sin ningún sustento ideológico ingresaron al partido para usarlo más que para servirlo. A final de cuentas se lo acabaron. Aun antes de la hecatombe de 2012, como naipes fueron cayendo todos los territorios conquistados tras décadas de lucha por el partido, con excepción -todavía- de Guanajuato.
La ineptitud en el ejercicio del poder que podrían explicar esas derrotas electorales, no es sin embargo, lo más grave. Podría hasta justificarse por una inevitable inexperiencia. Lo realmente grave es la podredumbre, la corrupción y el cinismo en que sus dirigencias han incurrido. Mutuamente se acusan de traidores y rateros, que lo son unos y otros. Sin el menor recato solapan el reparto de canonjías en las cámaras legislativas, los moches, la opacidad en el manejo de recursos partidarios, la compra de votos a cambio de chambas, los pactos en lo oscurito, la falsificación del padrón interno en el DF reiterada y documentadamente denunciada. Estos panistas no sólo perdieron el poder y perdieron el partido. También perdieron la vergüenza. Válgame.
De la libre-ta
Hace unos años invité a Federico Campbell a participar en un ciclo sobre periodismo que me tocó organizar en Guadalajara. Le propuse un tema que sabía que le interesaba muchísimo: Periodismo y literatura. Aceptó, encantado. Y así lo programé. A la hora de la hora, sentado a mi lado, se puso a contar con ese humor que parecía involuntario una serie de anécdotas referidas a sus andanzas juveniles por Hermosillo, su segundo terruño, acicateado por el regocijo de los concurrentes al Museo del Periodismo de la capital jalisciense. Nunca habló de periodismo ni de literatura; pero su auditorio quedó fascinado. “¿Cómo me vi, maestro?”, me preguntó sonriente, todavía entre aplausos, con ese mohín de niño travieso que le era característico. Así era mi querido amigo. Así quiero recordarlo. Lo vamos a extrañar. Un gran abrazo a Carmen y a Fede chico, adorados ambos.
@fopinchetti
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