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Alma Delia Murillo

08/02/2014 - 12:02 am

San Antonio, ponme de cabeza

La próxima vez que alguien les diga: “enamórate de la persona correcta”;  agradezcan la sugerencia y aléjense de inmediato porque les acaban de dar el consejo más lúgubre y funesto de sus vidas: les acaban de desear la muerte en vida y además en compañía de su correctísima persona que estará igual de muerta que […]

Alberto Alcocer beco Bcocom
Alberto Alcocer/ @beco / b3co.com

La próxima vez que alguien les diga: “enamórate de la persona correcta”;  agradezcan la sugerencia y aléjense de inmediato porque les acaban de dar el consejo más lúgubre y funesto de sus vidas: les acaban de desear la muerte en vida y además en compañía de su correctísima persona que estará igual de muerta que ustedes. Qué desgracia repugnante.

Hay que ser un verdadero miedoso, un auténtico cagón para pensar que el amor tiene algo que ver con lo apropiado y que debemos seguir un manual de normas para la única experiencia que se trata justamente de lo contrario.

¿Cómo se pueden seguir las reglas en medio de un terremoto, de un tsunami, de una estampida de fieras?

Porque el amor es eso, una fiera con las fauces bien abiertas y si uno no quiere perderse la oportunidad de sentirse realmente vivo, hay que dejarse morder.

Constreñir el ejercicio del amor sólo para las personas correctas es tan absurdo como tener un caballo para no montarlo, como ir al baile para no bailar o como tener sexo no por vicio ni por fornicio sino por dar un hijo de Dios al servicio. No nos hagamos eso, en serio.

Y no los estoy invitando al desenfreno pendejo; pero si una pareja no nos hace crecer, no sirve de nada estar en pareja.

Y es imposible crecer un milímetro cuando nos conseguimos un compañero de banca igualito a nosotros: bien peinado como nos dijeron nuestras respectivas mamás, con los zapatos relucientes, con todos los útiles bien organizaditos en la mochila y tijeras de punta chatita para no lastimarnos; sin demonios para combatir con ellos, sin rodillas raspadas, sin dudas que muerdan el alma, sin ímpetus de rebeldía, sin ganas de atravesar al otro y dejarnos atravesar por él aunque duela.

Desde luego que duele, y duele mucho. Ah, el dolor, ese infame malestar emocional del que tanto queremos alejarnos los posmodernos recurriendo a toda clase de anestésicos: el agotamiento trabajólico, el yoga fashion, las relaciones digitales in-cre-í-bles, las obsesivas dietas rejuvenecedoras… Madre mía, tengo que confesarles que río a carcajada batiente mientras escribo esto pero sólo lo hago para no llorar delante del involuntario humor patético con el que la humanidad hace chistes sobre sí misma.

Miren nada más todo lo que hacemos para no sentir, nosotros los humanos, que a eso venimos a este mundo: a vincularnos.

Hace algunas noches me atasqué hasta la madrugada para terminar un texto de Stephen Grosz (The Examined Life) donde narra la experiencia de un médico que, trabajando en una leprosería, descubrió que las deformaciones de los leprosos no eran consecuencia intrínseca de la enfermedad, sino el resultado de no sentir: insensibles ante las heridas, los pacientes podían dejar que se infectaran y se les cayera la piel en pedazos. Ese pequeño fragmento termina con estas líneas que cito: “cuando conseguimos no sentir nada, perdemos el único medio que tenemos de averiguar qué nos hiere y por qué”.

Escalofriante.

Así que si buscamos a la pareja adecuada para evitar el dolor, tal vez lo que estemos tratando de evitar sea enterarnos de quiénes somos realmente.

Por otro lado, habría que revisar qué entendemos cada quién por persona correcta y desde dónde construimos semejante idea.  Y agrego otro cuestionamiento: ¿correcta para qué?

Es probable que nos sorprendamos descubriendo que nuestra concepción de persona correcta es aquella que nos hará repetir la historia familiar con una precisión y arte de imitadores refinados: copycat de nuestra madre o nuestro padre. Hasta siento espasmos.

Ya que estoy en los espasmos y los escalofríos, hablaré de sexo: ¿se imaginan a esta pareja de correctos en un torrente de calenturas cual voraces e impacientes amantes? Yo no. Porque las parejas sin conflictos también son parejas sin deseos. Y no soy terapeuta pero si miro mi experiencia de vida y sumo A + B, lo entiendo: cada vez que he tenido un deseo profundo y verdadero, su potencia me ha empujado a atravesar por el conflicto (la batalla, el esfuerzo, las rupturas, los chingadazos) para conseguirlo.

Para llegar al punto: me cuesta imaginar que a un par de no deseantes les vengan unas implacables ganas de erotizarse, de tocar y  de besar al otro … o sea que de coger, ni hablamos.

Es sorprendente el número de matrimonios, arrejuntes o concubinatos conformados por parejas inapetentes sexuales, es decir: parejas muertas. Sé que saben a lo que me refiero, todos tenemos alguno cerca (ojalá que no tanto como en la propia cama).

No quiero terminar sin contarles porqué pensé en todo esto. Allá en la bucólica provincia de Facebook leí tres o cuatro postales digitales de San Valentín con leyendas del tipo: “Tú eres el indicado”; “Al verte supe que eras la persona correcta”, “Nunca cambies, te adoro”.

El detalle perturbador es que no eran intercambios entre tiernos adolescentes sino entre adultescentes contemporáneos con sus más de treinta o cuarenta años encima. Joder, criaturitas.

Y como, desde luego, desprecio a San Valentín, vino a mi mente un homólogo suyo: San Antonio. Y me iluminé pensando que si lo ponemos de cabeza para pedirle que nos mande el amor, será por algo. Y se me ocurrió esta plegaria para él que, si lo necesitan, pueden imprimir y llevar en su cartera; digo, ya que estamos.

San Antonio, ponme de cabeza.

Llévame a la posición para volver a nacer.

Y hazme un mar, desbórdame, derrámame, rómpeme.

San Antonio, ponme de cabeza por amor.

Y no me dejes, nunca,

ser tan miserable que sólo ame cuando sea correcto por miedo al dolor.

Amén.

@AlmaDeliaMC

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