Reza la parábola que alguna vez mi madre se topó en su propia casa con una puerta que nunca había abierto. Presa de una curiosidad acaso heredera de la última esposa de Barba Azul, la abrió, y lo que encontró ahí fue un espectáculo al que sus ojos no dieron crédito: no cadáveres femeninos esparcidos en un río de sangre seca sino una habitación de un blanco inmaculado, llena de artilugios metálicos sobre los que sus ojos jamás se habían posado. Dicen que corrió hacia mi padre y le pidió una explicación: ¿qué era eso que había descubierto en el hogar en que llevaban años viviendo? Él, más Gato Risón que Barba Azul, se limitó a informarle que se trataba de la cocina.
El chiste, recurrente en las reuniones de mi familia, resulta a un tiempo pertinente e injusto. Porque si bien es cierto que mi madre siempre ha estado mucho más familiarizada con cámaras y micrófonos –es periodista– que con licuadoras y batidoras, y que no tiene la más peregrina idea de cómo hacer arroz, albóndigas o chiles rellenos, también es verdad que conoce algunas pocas recetas, que incluso ha llegado a inventar algunas, y que con toda infrecuencia se adentra en ese territorio poco familiar pero en modo alguno ignoto para prepararlas. No es ni por mucho una gran cocinera pero varios de sus platos me gustan, y mucho. No ha de ser, por desgracia, el caso del único que preparaba con regularidad metronómica en mi infancia, ya sólo por tratarse de su contribución sistemática a la cena navideña ofrecida por mi abuela: la Ensalada de Noche Buena.
Este plato poblano creado en tiempos coloniales y que ha ido mutando con el espíritu de las navidades por venir constituye, en efecto, una combinación de algunos de los alimentos que más detesto en el mundo. No los cítricos, desde luego, que mucho me entusiasman, y no los frutos secos, pero sí la colación –el más banal de los dulces mexicanos, azúcar puro y literalmente duro–, sí la jícama –cuya textura siempre me ha recordado al unicel y cuyo gusto me parece vagamente putrefacto– y, sobre todo, el betabel, que odié en mi infancia como todos los niños y que sigo odiando, por su consistencia que no se decide entre lo fofo y lo crocante, por su sabor apenas dulce y apenas amargo, contundente sólo en su talante dubitativo. Lo sé porque durante la primera década de mi vida lo comí cada año en esa ensalada, y no obligado sino en verdadero acto de silente devoción filial: si ésa era la especialidad culinaria de mi madre, tenía que gustarme. Diré, sin embargo, que agradecí que a eso de mis doce años dejáramos de pasar las navidades en casa –no más drama familiar pero, sobre todo, no más betabel– y todavía más que, cuando la costumbre se reanudara de manera intermitente siendo ya yo adulto joven, mi madre tuviera demasiado trabajo para retomar aquella vieja usanza. Cierto: movido por la curiosidad, por su vistoso color, por mi devoción por las cocinas de Europa Oriental y, sobre todo, por la que profeso a mi mujer –a quien muchísimo gusta no sólo ese sentimiento mío sino la sopa que a punto estoy de nombrar–, probé en alguna ocasión un borscht frío y en alguna otra uno caliente; aun si liberado del lastre de la textura indefinida, el betabel volvía a resultarme repulsivo. No reincidí.
Ahí habría terminado para siempre mi relación con la aborrecido hortaliza de no haber sido porque los caminos de la vida profesional terminaron por llevarme a escribir sobre comida con alguna frecuencia, ejercicio otrora esporádico que terminaría por sistematizarse con esta columna. Antes de eso, sin embargo, las asignaciones de editores de revistas y productores televisivos habrían de llevarme a probar no pocas cosas inesperadas y, en cumplimiento del deber, a no tener más remedio que probar platos constituidos por ingredientes que a priori sé detestar. Tal habría de ser el caso del betabel, reencontrado hace un par de años en una feria gastronómica –Millésime México, que se celebra cada noviembre en nuestra capital– que debía reseñar. Cierto: Millésime, que reúne a los mejores chefs del país en stands distribuidos como en un salón del libro, tiene una oferta tan amplia y tan variada que habría podido prescindir de casi cualquiera de las viandas propuestas sin incumplir con mi trabajo. Pero también es verdad que mucho confío en mi cuñada Lila Ortega, que se dedica profesionalmente a la cocina –tiene un servicio de catering y da clases– y lo hace de manera extraordinaria, y que hubo de ser ella, con quien me topara por casualidad ahí, quien me dijera “Tienes que probar esto: es lo mejor de todo lo que he comido hoy”, me tomara de la mano, me plantara frente al mostrador del entonces recién inaugurado restaurante Bresca y pidiera a quien lo atendía me diera a probar el Betabel en Texturas. No bien se posaron mis ojos sobre la sinfonía de morados dispuesta de muy hermosa manera sobre un plato rectangular, me puse a temblar: había cubos gelatinosos de un morado oscuro, cubos cremosos de un morado claro –lila, apuntaré, aun si en este caso es tautología–, láminas cuadradas y discos crocantes de un morado intenso y aún una rebanada de betabel crudo, monotonía cromática sólo aliviada por un par de dados de queso de cabra, una hilera de pistaches y algunos brotes vegetales. Respiré hondo y probé. El morado oscuro era betabel en gelée: asombrosamente refrescante, inesperadamente intenso. El claro era un malvavisco: inesperado y sutil. El cuadrado era betabel rostizado, de un sabor rotundo que nunca le había yo descubierto. El disco era una rebanada de betabel deshidratado: amargo y crujiente, constituía un bienvenido contraste con el resto. Y lo mismo puedo decir del queso de cabra, de los brotes, de los pistaches y hasta de la rodaja de betabel crudo, complementos perfectos para un plato que busca la yuxtaposición de texturas y la exploración de variantes que puede ofrecer al paladar un mismo ingrediente sometido a distintas técnicas. No sólo agradecí a Lila y, sobre todo, a quien me lo sirviera: bendije en silencio al chef Miguel Ángel Álvarez y con ese solo plato me volví cliente frecuente de Bresca, donde en cada visita pido un plato fuerte y un postre distintos pero comienzo invariablemente por el Betabel en Texturas.
Pensé que se trataba de una excepción: el chef Álvarez había podido redimir el betabel a mi paladar pero nadie más lo lograría. Cuál sería mi sorpresa cuando, enviado a hacer una nota televisiva sobre gastronomía tijuanense, fuera recibido en el restaurante La Querencia –sucursal de uno aun más celebrado en Rosarito que, por desgracia, no conozco– con los platos insignia de la casa, dispuestos ya sobre una mesa no sólo para que la cámara los retratara sino para que me grabara a mí degustándolos. El primero era un carpaccio inesperado, constituido por finas láminas de –ha adivinado el lector– betabel, espolvoreadas no con Parmigianino reggiano sino con queso azul desmoronado: volvía pues al betabel crudo, en ensalada, de mi infancia. Lo curioso habría de ser que, al adoptar el grosor de una hoja de papel, el betabel disfrazada otra vez su textura y, mejor aun, que lo punzante del queso azul hacía que su sabor indefinido se tornara en delicado. El éxito fue para mí otra vez total y si no he vuelto a probarlo es por la sencilla razón de que no he resignado a Tijuana, asignatura pendiente que pronto pienso enmendar.
Superada esa prueba, sin embargo, regresó mi nerviosismo ante otra de las creaciones de Miguel Ángel Guerrero, chef de La Querencia. En una sartén humeante, colocada directamente sobre el plato, me aguardaba una suerte de revoltijo de papas, aceitunas y alcaparras –todas las cuales me gustan mucho–, aliñadas con paprika y chile guajillo –celebré el sincretismo en el picor–, que sin embargo no constituían sino la compañía del ingrediente principal: pulpo. Que detesto por chicloso.
La cámara, sin embargo, acechaba implacable. Volví a sentarme ante la mesa, me coloqué la servilleta, di un largo trago a mi copa de vino, empuñé el tenedor y ataqué el preparado. Y no, no me volví un converso al culto de pulpo –su textura sigue disgustándome– pero lo cierto es que su contraste con las papas reconfortantes y las alcaparras protagónicas me pareció un acierto, que la presencia de la paprika me resultó verdaderamente vivificante y hube de reconocer que el proceso de salteado confería al molusco una película dorada que lo hacía mucho más agradable. No volvería a ordenarlo pero reconozco que es un gran plato.
En mi reconocimiento a ese pulpo va implícita la enseñanza de los betabeles: en suma, que un gran cocinero es uno que hace que disfrutemos un alimento que generalmente nos resulta repulsivo: uno que mucho tiene de alquimista no sólo porque trabaja en un laboratorio –aquel cuarto blanco– sino porque con frecuencia se revela capaz de hacer oro del plomo.
Así incluso mi madre, infrecuente pero por momentos brillante cocinera. Por ejemplo en esa otra ensalada suya que tanto me gusta, donde convive mi aborrecido chayote con queso cotija. He debido aprender esa lección desde que la inventara ella una mañana de domingo de mi adolescencia. Ni modo. Supongo que tenía que esperar a betabel.