Alma Delia Murillo
25/01/2014 - 12:03 am
Matar al otro
Trato de imaginar, por brevísimos instantes cómo sería no saber si voy a vivir los siguientes cinco minutos, temblar presa de ataques de pánico cada vez que suena la alarma; no saber dónde quedó el cadáver de mi madre, de mis amadísimas hermanas, hermanos y sobrinos; percibir el olor de los cuerpos quemados y aterrarme […]
Trato de imaginar, por brevísimos instantes cómo sería no saber si voy a vivir los siguientes cinco minutos, temblar presa de ataques de pánico cada vez que suena la alarma; no saber dónde quedó el cadáver de mi madre, de mis amadísimas hermanas, hermanos y sobrinos; percibir el olor de los cuerpos quemados y aterrarme ante la idea de que sean los cuerpos de ellos. No poder llorar, repetirme internamente que me llamo Alma y que estoy en esa situación por haber nacido mexicana para luego decirme que eso no puede estar sucediendo, dudar de mi cordura. Pensar en escapar pero darme cuenta de que pesando escasos treinta y ocho kilos y a una temperatura de menos quince grados, sin comida ni agua, no tendré la fortaleza física para intentarlo.
Trato de imaginarlo y supongo que yo me obsesionaría con encontrar la manera de suicidarme o provocar que me mataran cuanto antes. Sé que no tendría la entereza para aferrarme a la vida en esas condiciones.
Hace un par de años estuve en el museo del holocausto judío en Berlín; no lo resistí. Abandoné la visita cuando me paré delante de una mesa que tenía objetos personales de una mujer entre los que había una carta de despedida para sus hijos: encontré insoportablemente desgarrador leer cómo se esforzaba por contarles una mentira optimista para que creyeran que había salido de vacaciones, y cómo, en medio de líneas exultantes de felicidad dictadas por la locura, les daba indicaciones para que se escondieran. Me estremecí y luego me turbó asomarme a un dolor tan íntimo, tan demoledor y tan ajeno. Sentí tanta vergüenza que salí del museo, recuerdo que encendí un cigarro y esperé a que saliera mi acompañante que sí tuvo la entraña para resistir la visita completa. Recuerdo también que mientras esperaba algo en mi interior me pedía no pensar en ello. Pero sé que justamente no pensar en ello es una manera de abonar la semilla para que vuelva a suceder.
Y no exagero, en lo absoluto. Cualquier cosa que yo diga es ínfima respecto de las posibilidades monstruosas de la condición humana, y ahí están la historia y el presente mismo para documentarlo. Lo digo sin dudar: somos perfectamente capaces de volver a vivir un episodio como ese. Y el que tenga ojos – y quiera ver- que vea.
¿Pero cómo y dónde comienza el horror?
La intolerancia humana no tiene límites. Si algo de nuestro comportamiento está calado y garantizado es que ante la amenaza que representa el otro, el diferente; nos volveremos irracionales, crueles, rastreros, terroristas, genocidas.
El otro es peligroso cuando me recuerda lo que yo no soy, cuando me pone delante el espejo de lo que no tengo y cuando amenaza con quitarme lo que según yo, poseo.
Amar a nuestros semejantes se dice fácil pero es casi imposible porque el mundo está configurado para reforzar la idea de que las personas no somos iguales. Empezando por el concepto de ciudadanía porque parte de la idea de que los seres humanos no sólo no somos iguales, sino que no valemos lo mismo. Explicaciones sociales, políticas y republicanas incluidas.
Entonces la cosa se va poniendo difícil y el precepto se reduce a amar a nuestros paisanos. Pero, oh desilusión, ni eso: porque entre paisanos, verdad histórica por todos conocida; tampoco se manifiesta mucha, ya no digamos estima, sino simpatía. Los bárbaros del norte no toleran a los huevones del sur, los pazguatos del interior no toleran a los engreídos neuróticos de la capital. Y pongan el nombre de cualquier país para aterrizar esto. Criticamos hasta lo que comemos, cómo manejamos, las frases locales que decimos, las formas y los fondos.
Por eso estoy convencida de que el verdadero reto, el ejercicio profundo de humanidad es amar a nuestros diferentes, no a nuestros semejantes.
Hay en nosotros una pulsión destructora, una necesidad vital de señalar a un enemigo y el puesto de enemigo, casi siempre, lo ocupará alguien que brille más que nosotros y los reto a buscar el ejemplo que quieran: al que le va bien, al que todos quieren, el que tiene más dinero que yo, el que sí vende sus libros… el hecho es que hay un principio que parece decir: los guapos, los inteligentes, los afortunados, los favoritos, los que sobresalen, los que tienen algo que yo no tengo me la deben. Ha sido así desde el principio de los tiempos. Y punto. Ahí está el mito originario de Caín y Abel para recordárnoslo.
Viene a mi mente un caso vergonzoso que viví de cerca: B era la más guapa de la secundaria, tenía un cuerpo particularmente bien formado y además era inteligente, responsable y tenía tremendo talento para las artes gráficas; nunca se lo perdonamos. La pobre tuvo que lidiar durante los tres años con nuestro constante desprecio, descalificación, críticas, chismes soeces y señalamientos ojetes.
Hace poco me enteré que abandonó la intención de hacer una carrera profesional desde la preparatoria, que está casada y tiene tres hijos, que vive de ilegal en el american dream y que no lo pasa muy bien. Pero ya nadie la señala porque ahora la grisura del fracaso estándar habita en ella. Qué tristeza.
Pero también hay en nosotros una indiferencia, una indolencia, una necesidad de ignorar, de ser banales, de acomodarnos en lo homogéneo, de vibrar en la misma nota que la mayoría porque ser protegido por la mayoría es reconfortante. Y si la mayoría dice que tener perros como hijos, es cool y evolucionado, o que los perros son mejores que los seres humanos y no nos detenemos a pensar en lo que estamos gestando al promover tal desproporción en nuestros juicios, entonces el fondo de la sopa se va espesando, el caldo de cultivo se va volviendo fértil en la concepción de ideas peligrosas y el valor de una vida humana se va difuminando. No, éticamente hablando, un ser humano no puede valer menos que un perro. Y ojalá no saquen de contexto lo que acabo de decir pero es importante señalarlo.
Si además sumamos nuestras patologías de clase cada vez mejor delimitadas por estas cuatro variables: el poder adquisitivo, el color de la piel, la relación con la tecnología y el acceso a internet; estamos fritos.
Llámenme dramática pero tenía que hablar de esto. Porque el próximo 27 de enero se conmemora la liberación del campo de concentración de Auschwitz que ocurrió en 1945 pero en los sesenta y nueve años que han transcurrido desde entonces podemos contar genocidios en Chile, Argentina, Irak, Nueva York, Ruanda, Darfur, Guatemala, Tlatelolco, Acteal, ciudad Juárez, Michoacán … nunca como ahora he sentido tal desasosiego al escribir tres puntos suspensivos.
Cierro con esta dolorosa frase de Primo Levi, escritor sobreviviente de Auschwitz: It happened, therefore it can happen again. En español: Ocurrió, entonces puede volver a ocurrir.
@AlmaDeliaMC
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